Resumen del libro:
Cela considera el Lazarillo un libro crítico, un libro que señala una época de crisis. Y lo es, en efecto. Pero de esa crisis no salió depauperado, sino robustecido. El Lazarillo es una obra maestra que hoy tiene ya una larga historia de ediciones. No es un ensayo de novela picaresca actual. La palabra ensayo no responde a su condición ni a sus méritos. Es, simplemente, una novela picaresca que no deshonra ni quiebra la rama de la que ha nacido. Sin duda, una de las novelas más curiosas de su autor, Camilo José Cela, que se convertiría en uno de los literatos en lengua castellana más conocidos del mundo tras recibir el prestigioso Premio Nobel de Literatura.
ESTA OBRA SE DIVIDE EN NUEVE TRATADOS QUE SON LOS SIGUIENTES:
PRIMERO
—Donde yo, Lázaro, cuento cómo pienso que vine al mundo y dónde y de quiénes.
SEGUNDO
Donde refiero cómo soy y hablo otras cosas del color y la estatura.
TERCERO
En el que oriento al lector para que conmigo pueda caminar el tiempo que caminé con el señor David, sin que le espanten humores de lagarto, ardores de alimaña ni olores de puerco.
CUARTO
Que trata de la paz que encontró mi alma paseando a orillas de los ríos, y habla también de las filosofías del penitente Felipe.
QUINTO
O el de la soledad; como ella accidentado y como ella breve y temeroso.
SEXTO
Que se refiere a la gimnasia como medio de ganarse la vida y perder la salud, y relata asimismo las extrañas costumbres del señor Pierre y la señorita Violette.
SÉPTIMO
—En cuyas planas escribo de la traza cómo acabó mi amistad con el poeta y hablo de mi corto y estéril aprendizaje del oficio de mancebo de botica.
OCTAVO
Levántate, Simeón, o el arte de echar las cartas,
y NOVENO
Donde relato cómo llegué a la Corte y con qué compañía, y pongo punto a esta primera parte del cuento de mi trotar.
UNAS PALABRAS
Quiero que una vez compuesto este librillo salga a la pública luz, porque pienso que los lances que hube de pasar a más de uno servirá de provecho el conocerlos si los entiende con calma y tal como me sucedieron: unos detrás de los otros y todos preocupados por la honradez y la buena crianza que fueron normas de mi vida, aunque a veces tan soterradas quedaran por la necesidad, que el buscarlas resultara laborioso y gozoso el encontrarlas, de puro difícil que fuera.
El libro es breve como el de mi abuelo pero pienso que más vale así, porque pecado imperdonable hubiera sido inflarlo con humo de pajas que no dejara ver el grano, y porque si es bueno queda mejor escaso por aquello de que de lo bueno, poco, y si es malo también más vale siendo corto ya que de esta manera me acarreará menos maldiciones. Y ser maldito nunca tiene cuenta, aunque se equivoquen.
Como si la divina providencia se sigue portando conmigo como hasta ahora aún muchos años de vida por delante parece que me han de quedar, prometo arreglar algunos puntillos desenderezados que seguramente se me habrán ido, tan pronto como los conozca y haya aprendido la gramática, que ahora —a la vejez, viruelas— me he puesto a estudiar. Mientras tanto, valga como va y que me sean perdonadas las pifias, las trabacuentas y las necedades que se me hayan escapado por las grietas que mis pocas letras dejan en mi cabeza entre seso y seso.
Y nada más, porque pienso que escribir así, de cosas sin sustancia y sin contar detalles, fuera bastante más difícil de lo que imaginara.
TRATADO PRIMERO
DONDE YO, LÁZARO, CUENTO CÓMO PIENSO QUE VINE AL MUNDO Y DÓNDE Y DE QUIÉNES
Revolviendo una vez entre los papeles de un amo judío, boticario y —si hemos de creer a los deslenguados— también castrón, con quien tuve la malaventura de servir, me encontré cierto día con un libro que hablaba de un Lázaro de Tormes que seguramente ya habrá muerto y que si vive deberá ser muy viejo, a juzgar por las cosas que dice.
El libro no pone de quién es, lo que me causa cierta fatiga, ni en qué año fue compuesto, y de esta manera todo lo que averigüé fuera producto de mis conjeturas y, claro es, no muy de fiar.
Sin embargo, a mí el tal libro me produjo una gran alegría, porque también me llamo Lázaro y soy del país y porque, ya que la providencia no quiso darme padres conocidos y sí sólo candidatos a porrillo, me ilusiona pensar que aquel Lázaro fuera abuelo mío —y de ello ya lo trataré en adelante— e hijo de padres con nombre y apellido como Dios manda.
Yo no soy de las mismas aguas del río, como mi abuelo, ni de Tejares, como mis bisabuelos, pero sí de la tierra del Tormes, ya que, según lo más probable, donde vi la luz del sol por vez primera fuera en Ledesma, en la misma provincia de Salamanca, debe hacer ya unos cuantos años, de los que no llevo la cuenta.
A mi madre no la conocí de vista, aunque sí de oídas y abundantemente, y ahora pienso que para saber de ella las cosas que supe, más me hubiera valido ignorarlas.
Como sin embargo nada quiero callar, ahí va lo que sé de malo y de bueno, y quién sabe si falso, si verdadero.
Los más de los autores coinciden en que se llamaba Rosa de nombre y López de apellido y en que era una moza garrida, de lozana color y carnes abundantes, allá por las fechas en que yo vine al mundo.
Estaba para todo, como se dice, en casa del recaudador de contribuciones y yo no sé a ciencia cierta qué es lo que éste entendería por para todo, aunque me temo que más de lo conveniente y que metería en esa frase y dentro de mi madre, algo que no sin peligro se saca ciertas veces.
De todas formas y como a mí no me agrada ser hijo de ningún chupador de sudores ajenos, alguna esperanza de no haber salido de tal cuerpo me queda sólo pensando que cualquier otro, de los muchos que la voz del pueblo apuntó como amantes de mi madre, puso los mismos medios que el recaudador, y aun quién sabe si más fuertes o más eficaces.
Otro novio que doña Rosa tuvo fue don Serafín Serrano, un confitero que era concejal, quien parece que bien libre está de ser mi padre, ya que si hemos de hacer caso de rumores, el pobre no metía ni sustos y se dedicaba a regalarle yemitas a mi madre porque se dejase palpar por el escote.
Según dicen, el tal don Serafín evolucionó con los tiempos y acabó como los hombres, aunque sean confiteros, no deben acabar jamás.
También estuvo algún tiempo en candelero un factor de la estación, santanderino y mala persona, a quien —dicen que por faltarle un ojo, aunque yo no lo entiendo— llamaban Chubasco, cosa que le irritaba y le abría la espita de los pecados que echaba a borbotones, por la boca como vómito de borracho.
Del Chubasco ya me da más que pensar si no seré hijo, porque, además de ser hombre fornido y jayán, parece que se juntaba con mi madre en mitad de la vía, sitio que siempre tuve por muy fecundo, no sé si por los aires del tren o por lo duro del lecho.
Por los tiempos en que mi madre quiso mejorar de situación y hacerse ama de cría, anduvo también al retortero un tal Froilán Quinteiro, de oficio peón caminero y natural de Betanzos, de donde hubo de emigrar por no sé qué líos con el famoso capitán Sánchez a resultas de una partida de mus.
El Froilán había hecho ya algunos favores a ciertas mozas que quisieron prosperar y como tuvo suerte y las dejó bien cubiertas a los pocos intentos, le pusieron por mote el Seguro.
Parece que el Seguro, que estaba cargado de hijos, se ayudaba para mantenerlos decentemente con el sobresueldo que sacaba como semental de las mozas que iban para amas y a quienes se encargaba de convencer su esposa Dorinda, celosa de recabar fondos para la familia.
Lo más probable es que a mi madre le prestara sus servicios graciosamente y en atención a lo florido de sus carnes. Por lo menos tal quiero pensar, porque no me decido a creer que fuera tonta sino más bien que se pasara de viva. Y después de todo, si el Froilán era seguro, ¿por qué no había de serlo también otro cualquiera, aunque tuviese que insistir un poco más?
Tan pronto como mi madre se encontró conmigo en el vientre se dedicó a cuidarme, cosa que una vez que hube salido jamás hizo, se conoce que para que no me estropease y echara por tierra sus buenos proyectos.
Nací, mamé de los pechos de mi madre durante dos semanas la leche que quiso darme, y como al fin de este tiempo apareció una casa de Salamanca donde la patrona encontró más cómodo dejarme a mí en ayunas que amamantar a su hijo, para allá se fue, dejándome tirado al amparo de unos pastores que tan escasos recursos tenían como buena voluntad para mi desgracia.
Mi padre, el Chubasco, el Seguro, o quien diablos fuera, nada quiso saber de mí, y mi madre, sabe Dios si como castigo a su egoísmo, fue a morir de un tifus cuatro años más allá cuando —¡también es casualidad!— estaba pensando en llevarme con ella, según doña Matilde, la madre de mi hermano de leche Desiderio, hoy abogadete en Valladolid y el tío más memo y desagradecido que me he echado a la cara.
El primer recuerdo de mi niñez me coloca agarrado a la teta de una cabra, mi madre adoptiva, la que me dio su calor cuando horro de calor estaba, su leche cuando hambriento andaba y sus inclinaciones, cuando inclinarme era fácil de tierno y mamón como era.
Si alguna vez en mi vida me porté mal acháquese a las tendencias que, según dicen, se heredan de las amas.
Desde luego, entre haber mamado de las ubres de una cabra o haberlo hecho de las de una oveja va grande diferencia, porque en esta vida —por cierto lo tengo— más vale topar que balar y preferible es cabrear a ovejear.
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