Resumen del libro:
En tiempos como los que estamos viviendo, los nacionalismos y los extremismos en todas sus formas resurgen con fuerza. En este extraordinario ensayo, publicado en mayo de 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell establece una definición del nacionalismo que vas más allá del vínculo con un lugar geográfico, como un pernicioso estado de rigidez mental en el que no tiene cabida ni el debate ni la reflexión.
En algún lugar de su obra, Byron emplea la palabra francesa longueur y aprovecha para señalar que, aunque en Inglaterra no tengamos esa palabra, poseemos en abundancia lo que esta enuncia. Del mismo modo, hoy en día existe un hábito mental tan extendido que afecta a nuestras ideas sobre casi cualquier tema, pero que aún no tiene nombre. Como su equivalente más cercano, he escogido la palabra nacionalismo; sin embargo, como se verá, no la empleo en su sentido corriente, quizá porque la emoción de la que hablo no siempre está vinculada a lo que llamamos «nación», es decir, a una raza o a una zona geográfica. Puede estar ligada a una Iglesia o a una clase social, o funcionar de un modo puramente negativo, contra algo o alguien, sin necesidad de que haya ningún objeto positivo al cual se adhiera.
Cuando digo «nacionalismo» me refiero antes que nada al hábito de pensar que los seres humanos pueden clasificarse como si fueran insectos y que masas enteras integradas por millones o decenas de millones de personas pueden confiadamente etiquetarse como «buenas» o «malas». Pero, en segundo lugar —y esto es mucho más importante—, me refiero al hábito de identificarse con una única nación o entidad, situando a esta por encima del bien y del mal y negando que exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses. El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo, aunque ambas palabras se usan normalmente con tanta vaguedad que cualquier definición es susceptible de ser sometida a discusión. Sin embargo, es preciso distinguir entre ellas, puesto que aluden a dos cosas distintas, incluso opuestas. Por «patriotismo» entiendo la devoción a un lugar determinado y a una determinada forma de vida que uno considera los mejores del mundo, pero que no tiene deseos de imponer a otra gente. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder; el propósito constante de todo nacionalista es obtener más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad que haya escogido para diluir en ella su propia individualidad.
Mientras se aplique en exclusiva a los movimientos nacionalistas más notables y reconocibles de Alemania, Japón y otros países, lo anterior resulta bastante obvio. Frente a un fenómeno como el nazismo, que podemos observar desde fuera, casi todos diríamos más o menos las mismas cosas. Pero aquí debo repetir lo que ya he dicho antes: que solo empleo la palabra nacionalismo a falta de otra mejor. El nacionalismo, en el sentido amplio que le doy a la palabra, incluye movimientos y tendencias como el comunismo, el catolicismo político, el sionismo, el antisemitismo, el trotskismo y el pacifismo. No necesariamente implica lealtad a un gobierno o a un país —y mucho menos a la propia nación—, y ni siquiera es estrictamente necesario que las entidades a las que alude existan en realidad. Por nombrar unos cuantos ejemplos obvios, el judaísmo, el islam, la cristiandad, el proletariado y la raza blanca son todos ellos objeto de apasionados sentimientos nacionalistas, pero su existencia puede ser seriamente cuestionada y ninguno posee una definición aceptada universalmente.
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