Resumen del libro:
Hermann Hesse, el célebre autor alemán galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1946, nos presenta en su obra maestra “Narciso y Goldmundo” un relato profundamente humano y filosófico. Este libro, considerado una pieza fundamental en la literatura contemporánea, alcanza el pináculo de la destreza literaria de Hesse al explorar los dilemas de la naturaleza humana a través de dos personajes icónicos: Narciso y Goldmundo.
Narciso y Goldmundo representan, de manera magistral, los polos opuestos de la experiencia humana. Narciso personifica el mundo de la razón, la disciplina y la claridad, encarnando el idealismo racionalista y el espíritu ascético. En contraste, Goldmundo emerge como el alma errante y artística, impulsado por la pasión de vivir y la búsqueda de la belleza en el mundo. Este enfrentamiento entre lo racional y lo instintivo se convierte en una poderosa alegoría de los dos componentes esenciales de la psique humana, desencadenando un viaje emocionante y revelador.
A lo largo de la narrativa, Hesse nos sumerge en un mundo de contrastes y dualidades, explorando temas universales como el amor, la amistad, la búsqueda de identidad y el propósito de la existencia. A través de las experiencias de Narciso y Goldmundo, el autor nos invita a reflexionar sobre la complejidad de la naturaleza humana y los conflictos internos que enfrentamos en nuestro viaje hacia la autorrealización.
La prosa de Hesse cautiva al lector con su belleza poética y su profundidad emocional, creando un vínculo íntimo entre el texto y el lector. Su estilo narrativo fluido y evocador nos transporta a través de los paisajes de la mente y del corazón, ofreciendo una experiencia de lectura inolvidable que resuena mucho más allá de las páginas del libro.
En conclusión, “Narciso y Goldmundo” es una obra maestra que trasciende las barreras del tiempo y del espacio, ofreciendo una exploración inigualable de la condición humana. Con su rica profundidad psicológica y su exquisita sensibilidad artística, Hermann Hesse nos brinda una obra que perdura como un testimonio perdurable de la capacidad del arte para iluminar los misterios de la existencia humana.
CAPÍTULO I
Ante la puerta de entrada del convento de Mariabronn —un arco de medio punto sustentado en pequeñas columnas geminadas— alzábase, en el mismo borde del camino, un castaño, solitario hijo del mediodía que un romero había traído en otro tiempo, árbol gallardo de robusto tronco. Su redonda copa pendía blandamente sobre el camino y aspiraba las brisas a pleno pulmón. Por la primavera, cuando todo era ya verde en derredor y hasta los nogales del convento ostentaban su rojizo follaje nuevo, aún demoraba buen trecho la aparición de sus hojas. En la época en que son más cortas las noches, hacía surgir de entre la fronda los pálidos rayos verdeclaros de sus extrañas flores, cuyo áspero olor evocaba recuerdos y oprimía. Y en octubre, recogida la uva y las otras frutas, caían de su copa amarillenta, al soplo del viento del otoño, los espinosos erizos, que no todos los años llegaban a madurez, y que los rapaces del convento se disputaban y el sub-prior Gregorio, oriundo de Italia, asaba en la chimenea de su celda. Exótico y tierno, el hermoso árbol mecía ante la puerta del convento su copa, huésped delicado y friolento venido de otras regiones, pariente secreto de las esbeltas y mellizas columnas de arenisca de la entrada y de los adornos, labrados en piedra, de ventanas, cornisas y pilares, amado de los italianos y otras gentes latinas, y pasmo, por extranjero, de los naturales del país.
Varias generaciones de alumnos del convento habían ya pasado bajo aquel árbol forastero: las pizarras bajo el brazo, parloteando, riendo, jugando, riñendo, según la estación descalzos o calzados y con una flor en la boca, una nuez entre los dientes o una bola de nieve en la mano. Constantemente llegaban nuevos muchachos; cada dos años las caras eran otras, en su mayoría parecidas, con pelo rubio y ensortijado. Algunos se quedaban allí, se hacían novicios, luego monjes, eran tonsurados, vestían hábito y cordón, leían libros, doctrinaban a los muchachos, envejecían, morían. Otros, terminados los estudios, regresaban a sus hogares, ora castillos nobiliarios ora moradas de comerciantes o artesanos, corrían por el mundo entregados a sus diversiones y quehaceres, quizá, ya hombres cabales, hacían alguna vez una visita al convento, llevaban a los frailes sus hijos pequeños para que recibieran enseñanza, permanecían un instante contemplando, sonrientes y pensativos, el viejo castaño y tornaban a desaparecer. En las celdas y salones del convento, entre los sólidos arcos semicirculares de las ventanas y las recias columnas geminadas de piedra roja, se vivía, se enseñaba, se estudiaba, se administraba, se gobernaba; muchas especies de artes y ciencias, sagradas y profanas, claras y recónditas se cultivaban en aquel lugar, y se transmitían de unas generaciones a otras. Los religiosos escribían y comentaban libros, ideaban sistemas, coleccionaban obras de los antiguos, hacían códices miniados, velaban por la fe del pueblo y se sonreían de ella. Erudición y piedad, candor y disimulo, sabiduría del Evangelio y sabiduría de los griegos, magia blanca y magia negra, todo florecía allí en mayor o menor grado, para todo había lugar. Había lugar tanto para la vida anacorética y la penitencia como para la sociabilidad y las comodidades; del carácter del abad que estuviese al frente y de las tendencias dominantes de la época dependía el que prevaleciera y predominara lo uno o lo otro. Unas veces el convento gozaba de renombre y era muy visitado por causa de sus exorcistas, otras por su música excelente, otras por algún santo varón que realizaba curaciones y prodigios, otras por sus sopas de lucio y sus pasteles de hígado de venado, cada cosa en su tiempo. Y entre la grey de monjes y discípulos, de los devotos y los tibios, los que ayunaban y los que se regalaban, entre los muchos que allá iban, vivían y morían, siempre había alguno singular a quien todos querían o a quien todos temían, que parecía elegido y del que seguía hablándose largo tiempo, cuando sus contemporáneos habían caído ya en el olvido.
También ahora moraban en el convento de Mariabronn dos individuos singulares, el uno viejo y el otro joven. Todos los hermanos, cuya muchedumbre llenaba celdas, capillas y aulas, los conocían y tenían fija en ellos su atención. El viejo era el abad Daniel, y el joven, el educando Narciso, quién, aunque había comenzado el noviciado hacía poco, se le empleaba ya, debido a sus excepcionales dotes y pasando por alto la costumbre, como maestro, especialmente en griego. Los dos, el abad y el novicio, gozaban de gran prestigio en la casa y eran objeto de curiosa observación: se les admiraba y se les envidiaba, y, en secreto, se les censuraba también.
Los más profesaban afecto al abad. No tenía enemigos; era un hombre lleno de bondad, de sencillez, de humildad, únicamente los eruditos del convento mezclaban en su amor cierto desdén, pues el abad Daniel, aunque fuese un santo, un letrado ciertamente no lo era. Poseía esa simplicidad que es sabiduría, pero su latín era modesto y el griego lo desconocía por completo.
Esos pocos que, en algunas ocasiones, se sonreían de la candidez del abad, eran los que más entusiasmo sentían por Narciso, el niño prodigio, el apuesto jovenzuelo, con su elegante griego, sus aristocráticos modales, su serena y penetrante mirada de pensador y sus labios finos, hermosos y enérgicos. Los espíritus cultos lo apreciaban por su maravilloso conocimiento de la lengua griega, la gran mayoría de sus compañeros lo amaba por su distinción y su nobleza, y muchos se habían prendado de él. Y el que fuera tan reposado y contenido y tuviera tan cortesanas maneras desagradaba a algunos.
El abad y el novicio soportaban, cada cual a su modo, el destino de los elegidos, y también dominaban y sufrían cada cual a su modo. Sentían ambos mayor afinidad y atracción entre sí que respecto a todos los demás moradores del convento; y sin embargo ni solían reunirse a solas ni podían acostumbrarse a su mutua compañía. El abad trataba al joven con la mayor solicitud, con la mayor consideración; cuidábalo como a un hermano excepcional, frágil, quizá maduro antes de tiempo, quizás en peligro. El joven recibía todos los mandatos, consejos y alabanzas del abad con irreprochable actitud; jamás contradecía, jamás se malhumoraba; y si era exacto el juicio del abad de que no tenía más defecto que el orgullo, ese defecto sabía ocultarlo a maravilla. Nada podía decirse de él: era perfecto y superior a todos. Empero, fuera de los eruditos, tenía pocos amigos verdaderos; su distinción lo envolvía como en un aire helado.
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