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Música para camaleones

Música para camaleones - Truman Capote

Música para camaleones - Truman Capote

Resumen del libro:

“Música para camaleones”, un libro que Truman Capote presenta como una obra de literatura documental, bucea con implacable lucidez en la poesía y el horror de la vida; es el espléndido resultado de una necesidad de comunicación directa entre lector y materia narrativa, que Truman Capote buscó febrilmente para conseguir una escritura «sencilla y límpida como un arroyo de montaña». Una prosa en la que pudiera mantenerse al margen del tema tratado, sin influir con su estilo, juicios y opiniones. En palabras suyas: hacer del lector un observador o, mejor aún, el testigo de una experiencia verdadera que, contada bajo tal óptica, resultará mucho más subyugante que si el autor la interpretase al modo clásico.

Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleáns. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.

Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:

—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música? —me contempla con sus bellos ojos negros—. ¿No me cree?

A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas. Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscura, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que esta enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.

—Si, claro que la creo.

Ladea su cabeza plateada.

—No, no me cree. Pero se lo demostrare.

Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.

Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones sales disparados coma chispas de una estrella en explosión.

Ahora me mira.

Et maintenant? C’est vrai?

—En efecto. Pero resulta muy extraño.

Sonríe.

Alors. Toda la isla flota en lo extraño. Esta misma casa esta encantada. La habitan muchos fantasmas. Y no en la oscuridad. Algunos aparecen en pleno día, con toda la insolencia que pueda imaginarse. Impertinentes.

—Eso también es corriente en Haití. Allá, los fantasmas se pasean a la luz del día. Una vez vi una horda de fantasmas que trabajaban en el campo, cerca de Petionville. Quitaban insectos de las plantar de café.

Ella lo acepta como un hecho, y continúa:

Oui. Oui. Los haitianos dan empleo a sus muertos. Son famosos por eso. Nosotros los abandonamos a sus penas. Y a sus alegrías. Tan vulgares, los haitianos. Tan criollos. Y uno no puede bañarse allí, los tiburones son muy imponentes. Y los mosquitos: ¡qué tamaño, que audacia! Aquí, en la Martinica, no tenemos mosquitos. Ni uno.

—Lo he notado; me ha sorprendido.

—Y a nosotros. La Martinica es la única isla del Caribe que no esta atormentada por los mosquitos, y nadie puede explicárselo.

—Quizá se los traguen todas las mariposas nocturnas.

Se ríe.

—O los fantasmas.

—No. Creo que los fantasmas preferirían las mariposas.

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