Resumen del libro:
Murciélagos (1916) es quizás el libro de relatos más importante de Gustav Meyrink, el famoso autor de El Golem (1913). Su otro volumen, El cuerno encantado del pequeño burgués alemán (1913), recopila sólo una serie de relatos publicados de forma dispersa en revistas de la época. Murciélagos incluye varios de sus cuentos más destacados: Maese Leonhard, una nouvelle por su extensión, donde fusiona dos historias, una de incesto y de crimen —morosa y convincente—; y otra que lleva a Leonhard en busca de Jacobo de Vitríaco, el místico Gran Maestre de la Orden del Temple —mística y obsesiva—, una historia muy lograda que luego serviría de modelo a toda una generación de autores ingleses cultivadores del género. En el mismo nivel se ubican La visita que J. H. Oberheit hace a las tempijuelas, El cardenal Napellus y Los cuatro hermanos lunares, relato que contiene un curioso resumen, por así decirlo, de sus cuatro temas mayores. El juego de los grillos, De cómo el Dr. Job Paupersum le trajo rosas rojas a su hija y Amadeo Knodlseder… pertenecen, en cambio, al ciclo de obras satíricas y apocalípticas, producto de la influencia de la guerra sobre su alma mórbida.
MAESE LEONHARD
Maese Leonhard está sentado inmóvil en su sillón gótico, y con los ojos bien abiertos, mantiene su mirada absorta clavada hacia adelante.
El reflejo del fuego de leñas que arde de lleno en el pequeño hogar tiembla sobre la tela rústica de su cilicio, pero el resplandor no queda adherido a nada de esa inmovilidad total que lo rodea; se desliza por la larga y blanca barba, por la cara surcada y las manos sarmentosas, que en ese silencio de muerte, parecen como fundidas con el marrón y oro de la madera tallada en que se apoyan.
La mirada de Maese Leonhard permanece fija en la ventana, delante de la cual se alzan los altos túmulos de nieve que circundan la capilla ruinosa y semihundida en la que se halla sentado, pero en su mente puede ver las lisas y desnudas paredes detrás suyo, la cama estrecha y modesta, el crucifijo colgado sobre la puerta carcomida; ve la jarra de agua, el pan casero de harina de hoyuco y el cuchillo con mango de hueso que se apoya a su lado en el estante del rincón.
Oye como afuera las ramas de los árboles se quiebran bajo el peso de la escarcha y ve los carámbanos que brillan en la cortante luz de la luna. Puede ver su propia sombra caer a través de la ventana ojival y bailar sobre la brillante nieve su ronda de espectros con las siluetas de los pinos cada vez que las llamas del hogar estiran sus cabezas para enseguida volverse a agachar; entonces ve como su sombra se encoge hasta asemejarse a la figura de un macho cabrío agazapado sobre un trono de negro y azul, los capiteles del sillón formando cuernos diabólicos sobre orejas puntiagudas.
Una vieja jibosa que viene cojeando desde la carbonera que queda a horas de distancia, más allá de los pantanos situados en la profundidad de la ladera, llega arrastrando trabajosamente a través del bosque un trineo cargado de leña menuda; deslumbrada por la luz repentina, se asusta y no comprende. Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.
Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.
Mentalmente, Maese Leonhard la sigue durante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectáculo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.
Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraídos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.
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