Libro 1: Trilogía de los Mundos
Mundos
Resumen del libro: "Mundos" de Joe Haldeman
Joe Haldeman, aclamado autor de ciencia ficción y veterano de la guerra de Vietnam, nos transporta a un futuro distópico en su cautivador libro “Mundos”. En esta obra, ambientada en el año 2084, la Tierra está plagada de polución y superpoblación, llevando a casi medio millón de personas a buscar refugio en asteroides huecos en órbita alrededor del planeta.
La protagonista, Marianne O’Hara, nacida y criada en uno de estos mundos orbitales, enfrenta una encrucijada cuando se le presenta la oportunidad de estudiar en la universidad en la Tierra. Este cambio implica abandonar un entorno de amor libre y familias organizadas en matrimonios de tres miembros llamados “triunos”, para adentrarse en la caótica y peligrosa Nueva York de antaño.
Haldeman teje una trama magistralmente articulada, explorando temas como la identidad, la lealtad y el choque cultural. A medida que Marianne se sumerge en la sociedad terrestre, se enfrenta a la violencia, el malestar y el fanatismo político que amenazan con desestabilizar tanto los Mundos como la Tierra misma.
La prosa de Haldeman es exquisita, llevando al lector a través de paisajes emocionales vívidos y provocadores. Su habilidad para crear personajes complejos y realistas, junto con un ritmo narrativo que mantiene al lector en vilo, demuestra por qué es considerado uno de los grandes de la ciencia ficción.
“Mundos” no solo es una obra de entretenimiento sobresaliente, sino también una reflexión profunda sobre el futuro de la humanidad y los dilemas éticos que enfrentamos en un mundo cada vez más interconectado y en conflicto. Con su capacidad para crear mundos vívidos y personajes inolvidables, Joe Haldeman nos brinda una experiencia de lectura que perdura mucho después de haber pasado la última página.
Esto es, finalmente, para Kirby
PREFACIO
Debes sobre todo ser joven y alegre. Porque si eres joven, cualquier vida que lleves se convertirá en ti; si eres alegre cualquier vida se volverá tú mismo. Chicaschicos no necesitan más que chicoschicas: yo conozco totalmente su único amor cuyo misterio hace de cada hombre la carne crear espacio; y su mente borrar el tiempo que puedas pensar, dios te perdone y (en su misericordia) guarde a tu verdadero amor: en eso reside el camino del conocimiento, la tumba fetal llamada progreso, y la muerte de la negación sin sentencia.
Mejor quiero aprender de un pájaro a cantar que enseñar a diez mil estrellas a no bailar.
E. E. CUMMINGS (1894-1962)
1
MUNDOS APARTE
No se conoce el espacio si no se ha nacido allí. Como mucho, puedes acostumbrarte a él.
Si se ha nacido en el espacio no se puede amar la superficie de un planeta. Ni siquiera la de la Tierra, demasiado grande, demasiado llena de gente y sin nada, entre uno y el cielo. Los objetos caen allí en línea recta.
A pesar de ello, la gente de la Tierra visita los Mundos, y la gente de los Mundos visita la Tierra. Siempre para regresar cambiada y, en algún caso, dejando cambios tras ella.
2
LOS MUNDOS
El mundo no se acabó en el siglo XX, pero salió de él maltrecho y, durante la mayor parte del siglo siguiente, las cicatrices psíquicas del pasado reciente constituyeron una parte importante de la actividad humana; más, incluso, que las expectativas presentes o las esperanzas en el porvenir.
Muchas personas, aunque no la mayoría, creyeron que la única esperanza real para la especie humana estaba en los Mundos, las colonias orbitales cuya población, en los años ochenta, se acercaba al medio millón. Los Mundos parecían ofrecer a la Tierra un lugar donde empezar de nuevo, una tabla rasa, un espacio ilimitado para expandirse. Así lo consideraba la mayoría de residentes en los Mundos, y algunas personas en la Tierra.
Se les denominaba los «Mundos» por convención, no como expresión de un grado significativo de autonomía política o de propósito común. Algunos, como Salyut y Acuden, no eran más que colonias con poblaciones aún leales a sus países fundadores. Otros dependían de corporaciones como Bellcom o Skyfac y había uno que pertenecía a una secta religiosa.
Había cuarenta y un Mundos, cuyo tamaño iba desde pequeños laboratorios hasta la enorme Nueva Nueva York, que acogía ya a un cuarto de millón de personas.
Nueva Nueva York era políticamente independiente, al menos en teoría. No obstante, tras cuarenta años de exportar energía y materias primas, todavía mantenía enormes deudas con los Estados Unidos de América y el estado de Nueva York. Allá por el 2010, había parecido una inversión rentable a largo plazo, pues otros productores de energía a menor escala, como el Mundo de Devon (entonces llamado de O’Neill) estaban logrando fortunas. Sin embargo, llegó entonces el abaratamiento del método de fusión y Nueva Nueva apenas pudo cobrar el kilowatio/hora con un beneficio suficiente para devolver los intereses del capital invertido. Dos industrias mantuvieron en marcha la colonia: la espuma de acero y, sorprendentemente, el turismo.
Nueva Nueva se inició a partir de un asteroide llamado Pafos y de una filosofía denominada «economía de escala».
Pafos (cuya denominación astronómica era 1992BH) era un pequeño asteroide cuya órbita lo acercaba, una vez cada nueve años, a unos 750.000 kilómetros de la Tierra. Estaba compuesto de níquel y hierro, es decir, de acero casi puro.
Doscientos cincuenta trillones de toneladas de acero merecían la pena. En 2001, una factoría orbital interceptó a Pafos y se ancló en él. Durante los nueve años siguientes, cientos de explosiones nucleares meticulosamente calculadas lo desviaron de su órbita, aproximándolo a la Tierra. En 2010, fue colocado en órbita geosincrónica y se convirtió en un nuevo astro que colgaba sobre el cielo de América del Norte y del Sur, sin destellar, y más brillante que Venus.
Las bombas que lo habían impulsado eran «cargas controladas», cuya misión era doble: excavar en el planetoide, al tiempo que lo movían. Cuando Pafos llegó a su nuevo emplazamiento, se había excavado su centro, transformándolo en un hueco donde la gente llegaría a vivir. También se le dio un movimiento de rotación mucho más rápido que el de cualquier planetoide natural, y el giro lo dotó de una gravedad artificial en el interior.
Los megatones para poner a Pafos en órbita y para impulsar su rotación habían sido regalo de los Estados Unidos (rescatados de armas obsoletas procedentes de la carrera armamentística del siglo anterior), a cambio de un status perpetuo de «nación más favorecida». Un uno por ciento de la masa de Nueva Nueva proporcionaría a Estados Unidos acero suficiente para mil años, y sería el único país que no tendría que pagar tasas.
Después se cerró la abertura del planetoide y se llenó el hueco de aire, tierra, agua, plantas y luz, y se modeló el interior en una combinación de zonas silvestres meticulosamente proyectadas y parques exquisitos. Luego empezó a llegar gente. Al principio, mineros con enormes perforadoras que extraían el acero del sólido subsuelo metálico, bajo la capa de bosques y hierbas cada vez más abundantes. El acero valía su peso en dinero para cualquier país o empresa que construyera estructuras en órbita. Habitualmente, el noventa y nueve por ciento del coste de los materiales de construcción en el espacio correspondía al lanzamiento. Nueva Nueva York podía enviar acero a cualquier órbita por poco dinero, mediante lentas naves de transporte impulsadas por energía solar.
Cuando los mineros llevaban ya un año dedicados a su trabajo, llegó el equipo de construcción que convirtió en ciudad los pasadizos y las cavernas. Igual que su homónima, Nueva Nueva York iba a tener su Central Park —más estrictamente central en el caso de Nueva Nueva— para que quienes se disponían a pasar su vida en unas cuevas de metal tuvieran un pulmón verde y un espacio abierto.
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El abaratamiento del método de fusión, que tanto había afectado el mercado energético, también hizo accesible el viaje al espacio a los simples pudientes. Acudieron turistas para ponerse unas alas y volar (lo cual se hacía sin esfuerzo en la zona de gravedad cero en torno al eje) o para sentarse durante horas en las cúpulas de observación, perdidos en el hermoso y terrible vértigo de Pafos. Los recién casados y muchos otros acudieron para hacerse el amor en gravedad cero, lo que resultaba maravilloso siempre que uno no empezara a dar vueltas, y para darse el capricho de pagar dos mil dólares por una noche en una pequeña habitación del Hilton. Los enófilos gastaban los ahorros de toda una vida para subir y probar vinos que no se exportaban nunca: los SaintEmilons, los Cháteau d’Yquem y los neufduPape que no tenían años mejores que otros porque todos eran perfectos, las cosechas del siglo.
El turismo funcionaba en ambos sentidos. Casi todos los hombres, mujeres y niños de Nueva Nueva deseaban ver la Tierra, pero los gastos cotidianos se lo impedían, salvo a uno entre mil.
Marianne O’Hara fue una de las afortunadas. Depende de cómo se mire.
…
Joe Haldeman. Nacido el 9 de junio de 1943 en Oklahoma, es una voz inquebrantable en el paisaje de la ciencia ficción estadounidense. Su vida, marcada por la itinerancia temprana a través de los Estados Unidos y Puerto Rico, le brindó una perspectiva única, teñida de las diversas atmósferas culturales que encontró en su camino. Graduado en Física, con énfasis en astronomía, en la Universidad de Maryland en 1967, Haldeman pronto se vio arrastrado a uno de los eventos más tumultuosos de su época: la guerra de Vietnam.
En la jungla de Vietnam, Haldeman enfrentó el horror de la guerra, siendo herido gravemente por una mina y recibiendo el Corazón Púrpura. Esta experiencia traumática se convirtió en un crisol para su futura obra literaria. Tras su regreso, canalizó sus vivencias en su primer libro, "War Year", marcando el inicio de una carrera literaria que fusionaría su pasión por la ciencia ficción con su profunda aversión a la guerra.
Su obra cumbre, "La guerra interminable", le catapultó a la cima del género. Esta novela no solo ofrece una visión distópica y visceral de la guerra, sino que también sirve como un espejo crítico de la sociedad contemporánea, cuestionando los fundamentos mismos de la violencia y la intolerancia. Con una prosa afilada y un ingenio incisivo, Haldeman estableció su nombre como un maestro de la ciencia ficción, ganando los prestigiosos premios Hugo, Nébula y Locus.
Además de su brillante carrera como escritor, Haldeman es un erudito consumado, obteniendo un Máster en Literatura por la Universidad de Iowa. Su compromiso con la enseñanza lo ha llevado a convertirse en profesor de redacción y escritura en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde comparte su pasión y conocimiento con las mentes jóvenes y prometedoras del mañana.
A lo largo de los años, Haldeman ha dejado una huella indeleble en la literatura de ciencia ficción con una prolífica bibliografía que abarca desde la exploración del cosmos hasta las profundidades de la condición humana. Su trilogía de "La guerra interminable", junto con otras obras como "Camuflaje" y "La llegada", continúan resonando en los corazones y mentes de los lectores, desafiando las convenciones y explorando las posibilidades infinitas del universo.
Como presidente de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos (SFWA) entre 1992 y 1994, Haldeman ha dejado una marca indeleble en la comunidad literaria, promoviendo la creatividad y la diversidad en el género. Su legado perdurará como una inspiración para las generaciones futuras de escritores y lectores, quienes encontrarán en sus palabras una ventana a mundos inexplorados y reflexiones profundas sobre la condición humana.