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Mujeres sin pareja

Portada de libro Mujeres sin pareja, de George Gissing

Resumen del libro:

«En este feliz país nuestro hay medio millón más de mujeres que de hombres. […] Tantas mujeres solteras para las que no existe posibilidad de pareja. Los pesimistas las llaman vidas inútiles, perdidas y vanas. Ni que decir tiene que yo, como parte integrante de ese grupo, no pienso así.»

Estas palabras de Rhoda Nunn, la heroína de Mujeres singulares (1893), que trabaja para «endurecer el corazón de las mujeres» y es un modelo de independencia para ellas, introducen acertadamente el problemático ambiente de esta novela, en la que el proyecto de emancipación feminista, en lo económico y en lo intelectual, se entrelaza con una ilustración profunda y acerada de los avatares del «corazón» comprometido en estas causas. Dos historias de amor puntúan el conflicto: por un lado, la propia Rhoda, halagada por el galanteo de un hombre liberal y poco ortodoxo que se ha propuesto conquistarla; y por otro, la joven Monica Madden, que se casa con un solterón al que no ama y que llegará a considerar la posibilidad de fugarse con un amante como «un deshonor comparable a quedarse junto al hombre que reclamaba legalmente su compañía».

Como dijo Virginia Woolf, «Gissing es uno de esos novelistas extremadamente insólitos, que cree en el poder de la inteligencia, que hace a sus personajes pensar», y Mujeres singulares es un magnífico ejemplo de los dramáticos vaivenes de la experiencia y de su pensamiento.

CAPÍTULO 1

EL PASTOR Y SU REBAÑO

—Así que mañana, Alice —dijo el señor Madden mientras paseaba con su hija mayor por las dunas de la costa próxima a Clevedon—, voy a tomar medidas para asegurar mi vida en mil libras.

Fue la conclusión de una conversación prolongada e íntima. Alice Madden era una joven de diecinueve años. Tímida, sencilla, de amables modales, baja y no excesivamente graciosa de movimientos, parecía contenta cuando miró a su padre a los ojos y luego se volvió hacia las colinas de Gales, al otro lado del canal azul. Se sentía halagada por la confianza que había depositado en ella, puesto que era la primera vez que el señor Madden, reticente por naturaleza, hablaba de sus asuntos financieros con los miembros de su círculo más íntimo. Al parecer era la clase de hombre que inspiraba afecto en sus hijas: grave pero benévolo, de una timidez cordial, con un leve matiz de oculta alegría en la mirada y en los labios. Y hoy estaba de un humor inmejorable. Las perspectivas profesionales, como le había estado explicando a Alice, eran más prometedoras que nunca. Había sido médico en Clevedon durante veinte años, pero con emolumentos tan insignificantes que las necesidades de su numerosa familia le dejaban un escaso margen para sus gastos. Ahora, a la edad de cuarenta y nueve años —corría el año 1872— afrontaba el futuro con mayor esperanza. ¿Acaso no podía contar con diez o quince años más en activo? Clevedon se estaba poniendo de moda como lugar de vacaciones en la costa; se estaban construyendo nuevas casas y a buen seguro el trabajo iría en aumento.

—No creo que las chicas deban preocuparse por esas cosas —añadió como disculpándose—. Hay que dejar que los hombres manejen el mundo porque, como dice el viejo himno, «lo llevan en la sangre». Me apenaría terriblemente llegar a pensar que en algún momento mis hijas tuvieran que preocuparse por asuntos de dinero. Aunque de pronto, Alice, me doy cuenta de que he tomado la costumbre de hablar contigo exactamente como si lo hiciera con tu querida madre, si la tuviéramos aún entre nosotros.

Después de haber dado a luz a sus seis hijas, la señora Madden había cumplido su misión en este maravilloso mundo. Hacía dos años que descansaba en el antiguo cementerio con vistas al mar de Severn. Padre e hija suspiraron al recordarla: una mujer dulce, tranquila y sencilla, admirable en sus cualidades domésticas, distinguida por su forma de pensar y por su conversación gracias a un refinamiento innato que, en los ojos más exigentes, habría sin duda establecido su derecho al título de señora. Había gozado de escaso reposo y en su rostro se había ido manifestando la huella de secretas ansiedades mucho antes del golpe final que había recibido su salud.

—Y sin embargo —siguió el doctor (doctor sólo por cortesía), mientras se agachaba y arrancaba una flor para luego examinarla—, siempre procuré no hablar de estos temas con ella. Como sin duda ya sabes, la vida ha sido un duro camino para nosotros. Pero hay que procurar que el hogar sea ajeno a las sórdidas preocupaciones hasta el último momento. No hay nada que me moleste más que ver esos pobres hogares en los que mujer e hijos se ven obligados a hablar de la noche a la mañana de cómo distribuir los pocos ingresos de que disponen. No, no. Las mujeres, jóvenes o viejas, jamás tendrían que pensar en el dinero.

La magnífica luz del sol de verano y la brisa que llegaba del oeste, impregnada del sabor del océano, daban alas a su natural alegría. El doctor Madden cayó en uno de sus habituales trances.

—Llegará un día, Alice, en que ni los hombres ni las mujeres tendrán que preocuparse por esos sórdidos asuntos. No, todavía no ha llegado el momento, pero llegará. Los seres humanos no están destinados a luchar para siempre como aves de presa. Hay que darles tiempo y dejar que la civilización madure: Ya sabes lo que dice nuestro poeta: «Y el sentido común de la mayoría someterá al reino de los descontentos».

Citó el pareado con el sumiso fervor que le caracterizaba y que explicaba su suerte en la vida. Elkanah Madden no debería haber elegido nunca la profesión de médico. Su elección respondía a un mero sentido humanitario que había marcado su soñadora juventud. Se convirtió en un empírico, sólo eso. «Nuestro poeta», había dicho el doctor. Clevedon le resultaba especialmente interesante por sus connotaciones literarias. Adoraba a Tennyson y nunca pasaba frente a la casa de Coleridge sin una reverencia interna. Su naturaleza se quebraba al tocar la dura realidad.

Cuando él y Alice hubieron regresado de su paseo era la hora del té. Esa tarde tenían un invitado. Las ocho personas sentadas a la mesa eran con mucho las que el saloncito podía albergar con comodidad. De las hermanas, la que seguía en edad a Alice era Virginia, una joven bella aunque delicada de diecisiete años. Gertrude, Martha e Isabel, cuyas edades iban de catorce a diez, no mostraban encanto físico alguno excepto el de la propia juventud; Isabel superaba a su hermana mayor en cuanto a sencillez de rasgos. La mas pequeña, Monica, era una chiquilla huesuda de sólo cinco años, morena y de ojos brillantes.

Los Madden no habían omitido detalle alguno en el cuidado de su rebaño. Tanto en casa como en escuelas locales las jóvenes habían recibido la educación propia de su clase, y las mayores estaban preparadas para completar su educación en privado. En la casa reinaba un ambiente intelectual: había libros en todas las habitaciones, especialmente las obras de los poetas. Sin embargo, al doctor Madden nunca se le ocurrió que sus hijas se dedicaran a los estudios con fines profesionales. Por supuesto que en momentos de melancolía le había embargado el temor a los riesgos propios de la vida, decidiendo, y siempre posponiendo, proveer de seguridad material a su familia. Al educar a sus hijas según lo permitían las circunstancias daba por hecho que, además de ahorrar, estaba haciendo lo que creía mejor, ya que, en caso de verse azotadas por la fatalidad, las niñas siempre podrían dedicarse a la enseñanza. Sin embargo, la idea de que sus hijas tuvieran que trabajar por dinero le resultaba tan absolutamente repulsiva que nunca sería capaz de asumirla. Una vaga piedad servía de apoyo a su valor. La providencia no iba a mostrarse cruel con él ni con aquellos a quienes quería. Gozaba de una salud excelente y su trabajo iba cada vez mejor. Sin duda la única tarea a la que debía dedicarse era establecer un ejemplo de vida virtuosa y desarrollar la inteligencia de sus hijas en la mejor dirección. En cuanto a encaminarlas a un futuro diferente de los ya trazados por las señoras de vocación familiar, nunca hubiera soñado con algo semejante. Las esperanzas que el doctor Madden depositaba en la raza eran inseparables del mantenimiento de la clase de moral y de convenciones que el hombre común presupone en su concepción de las mujeres.

La invitada en cuestión era una joven llamada Rhoda Nunn. Alta, delgada, de expresión vehemente aunque con indicios ya de cierto vigor corporal, saltaba a la vista que no pertenecía a la familia Madden. Su inmadurez (aunque tenía quince años parecía dos años mayor) se manifestaba en una agitación nerviosa y en su forma de hablar, en ocasiones infantil en su acumulación de ideas inconsecuentes, aunque se esforzaba lo indecible en imitar la expresión de los mayores. Tenía la cabeza en su sitio. Quizá desarrollara cierta belleza, pero sin duda germinarían en ella los frutos del intelecto. Su madre, enferma, pasaba el verano en Clevedon y contaba con el consejo médico del doctor Madden, y así la joven fue acercándose al hogar de éste. Trataba a las más pequeñas con condescendencia. Hacía tiempo que había abandonado cualquier afición infantil y su único placer era la conversación de tinte intelectual. Con la franqueza que la caracterizaba, y que era un claro indicativo de su orgullo, la señorita Nunn daba por sentado que iba a tener que ganarse la vida, probablemente como maestra de escuela. Ocupaba la mayor parte de su tiempo preparando sus exámenes, y con frecuencia pasaba sus horas libres en casa de los Madden o con una familia de apellido Smithson, gente por la que sentía una profunda y en cierto sentido misteriosa admiración. El señor Smithson, viudo y con una hija que padecía de tuberculosis, era un hombre de rasgos duros y voz grave, de unos cincuenta y cinco años, por quien el señor Madden sentía una marcada y secreta antipatía a causa de su agresivo radicalismo. Si pudiéramos hacer caso de las observaciones de las mujeres, Rhoda Nunn simplemente se había enamorado de él y había hecho de él, quizá de forma inconsciente, el objeto de su temprana pasión. Alice y Virginia así lo comentaban en privado, presas de un regocijo aparentemente púdico. Temían que eso dijera poco en favor de la educación de la joven. A pesar de todo, consideraban a Rhoda una persona admirable y la escuchaban con profundo respeto.

—¿Y cuál es su última paradoja, señorita Nunn? —inquirió el doctor con semblante jocoso, después de haber echado un vistazo a los rostros juveniles agrupados en torno a su mesa.

—La he olvidado ya, doctor. Oh, pero sí quería preguntarle algo: ¿cree usted que las mujeres deberían sentarse en el Parlamento?

—De ningún modo —fue la respuesta del doctor, supuestamente después de sopesar debidamente sus palabras—. En caso de que se les permita la entrada deberían quedarse de pie.

—Oh, no hay manera de conseguir que hable usted en serio —replicó Rhoda con expresión irritada, mientras los demás se reían sin malicia alguna—. El señor Smithson es de la opinión de que debería haber miembros femeninos en el Parlamento.

—¿Ah, sí? ¿Le han dicho las chicas que hay un ruiseñor en el huerto del señor Williams?

Siempre era así. El señor Madden no se molestaba en discutir siquiera en broma las ideas radicales que Rhoda recibía de su cuestionable amigo. Sus hijas jamás se hubieran atrevido a manifestar la menor opinión sobre esos temas estando él presente. A solas con la señorita Nunn, mostraban un tímido interés en cualquier propuesta que ella hiciera, aunque no había ni el menor resquicio de originalidad en sus argumentos.

Terminado el té, los presentes se disgregaron en pequeños grupos. Algunos salieron en dirección a los manzanos, otros se instalaron junto al piano, en el que Virginia tocaba una pieza de Mendelssohn. Monica correteaba entre la gente, incapaz de contener en ningún momento su infantil parloteo y siempre vigilada por su padre, que se había tumbado en una hamaca de lona, con la pipa en la boca, junto a la pared cubierta de hiedra que ahora bañaba la luz del sol. El doctor Madden pensaba en lo feliz que le hacían esas jóvenes encantadoras y de buen corazón; cómo el amor que sentía por ellas parecía madurar con el paso de los veranos; qué maravillosa vejez le esperaba cuando algunas se hubieran casado y tuvieran hijos y las otras se ocuparan de él como él lo había hecho con ellas. A Virginia probablemente la pedirían en matrimonio; era guapa, de grácil porte y de brillante inteligencia. Quizá también a Gertrude. Y la pequeña Monica… ¡Ah, la pequeña Monica! Sería la belleza de la familia. Cuando Monica se hiciera mayor llegaría el momento de jubilarse. Para entonces sin duda habría ya ahorrado dinero.

Tenía que procurarles mayor vida social. Habían estado siempre demasiado solas, de ahí su timidez cuando se encontraban entre extraños. ¡Si su madre estuviera viva!

—Rhoda desea que nos leas algo, papá —dijo su hija mayor, que se le había acercado mientras él se hallaba sumido en sus pensamientos.

Mujeres sin pareja: Una novela de George Gissing

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