Resumen del libro:
Momo es una niña muy especial, posee la maravillosa cualidad de hacer sentir bien a todo aquel que la escucha. Pero la llegada de los hombres grises, que pretenden apoderarse del tiempo de las personas, va a cambiar su vida. Será la única en no dejarse engañar y con la ayuda de la tortuga Casiopea y del Maestro Hora, emprenderá una aventura fantástica contra los ladrones de tiempo.
Primera parte: Momo y sus amigos
I
Una ciudad grande y una niña pequeña
En los viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas, ya había en los países ciudades grandes y suntuosas. Se alzaban allí los palacios de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas, callejas estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la gente se reunía para comentar las novedades y hacer o escuchar discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros. Tenían el aspecto de nuestros circos actuales, sólo que estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de asientos para los espectadores estaban escalonadas como en un gran embudo. Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran totalmente redondos, otros más ovalados y algunos hacían un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un campo de fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos, adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos, sin decoración. Esos anfiteatros no tenían tejado, todo se hacía al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las filas de asientos tapices bordados de oro, para proteger al público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En los teatros más humildes cumplían la misma función cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.
Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad.
Han pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han derrumbado. El viento y la lluvia, el frío y el calor han limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra respirara en sueños.
Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono y electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los edificios nuevos, quedan todavía un par de columnas, una puerta, un trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos días.
En una de esas ciudades transcurrió la historia de Momo.
Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un pequeño anfiteatro. Ni siquiera en los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En nuestros días, es decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban casi olvidadas. Sólo unos pocos catedráticos de arqueología sabían que existían, pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera comparar con los otros que había en la gran ciudad. De modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de hierbas, hacían ruido, hacían alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvía el silencio al círculo de piedra y las cigarras cantaban la siguiente estrofa de su interminable canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las estrofas anteriores.
En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocía el curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los niños usaban la plaza redonda para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahí, de noche, algunas parejitas.
Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña. No lo podían decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy curioso. Parecía que se llamaba Momo o algo así.
El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo y al orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el pelo muy ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado jamás a un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y también negros como la pez y unos pies del mismo color, pues casi siempre iba descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser diferentes, descabalados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada más que lo que encontraba por ahí o lo que le regalaban. Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con tantos bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, había unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla. Momo los miraba asustada, porque temía que la echaran. Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable.Ellos también eran pobres y conocían la vida.
—Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta esto. —Sí —contestó Momo.
—¿Y quieres quedarte aquí?
…