Modelos de mujer
Resumen del libro: "Modelos de mujer" de Almudena Grandes
Como insinúa el propio título, Modelos de mujer, estos siete relatos están todos protagonizados por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan todas ellas, en algún momento, a hechos extraordinarios. Todos, menos el que da título al libro, están de un modo u otro ligados a la infancia, a la capacidad de desear como motor de la voluntad, de los actos de voluntad que las protagonistas deberán asumir para impedir que la vida las avasalle. En los tres primeros cuentos —Los ojos rotos, Malena, una vida hervida y Bárbara contra la muerte—, los personajes femeninos vencen, cada uno a su manera, a la muerte: la pequeña Miguela, la mujer mongólica que se enamora de un fantasma; Malena, que se pasa la vida haciendo régimen por amor; y Bárbara, que acompaña a su abuelo a pescar. En los cuatro últimos —El vocabulario de los balcones, Amor de madre, Modelos de mujer y La buena hija—, las protagonistas tuercen el destino a su favor recurriendo unas al poder de seducción y otras a la fuerza de la razón, y todas con la voluntad que les otorga el firme deseo de no tolerar que la vida se les escape de las manos.
Prólogo
Memorias de una niña gitana
Los primeros diez años de mi infancia transcurrieron en un piso segundo, con un pasillo inmenso y muy poca luz, de un edificio bastante corriente —una mancha roja de ladrillo visto, apenas rota por las molduras blancas que dibujaban una ceja de yeso descascarillado sobre cada balcón, completando cuatro ojos por planta—, un ejemplar típico, casi vulgar, de las construcciones que, en el siglo pasado, imprimieron carácter, y hasta personalidad, al barrio de Madrid donde ha sucedido la mayor parte de los episodios de mi vida y de mis libros. La calle Churruca, corta y estrecha, nace en la plaza de Barceló y va a morir, casi sin darse cuenta, en la calle Sagasta, al lado de la glorieta de Bilbao, que para mí siempre ha sido y será el verdadero centro de la ciudad. Muy cerca de la esquina con Apodaca, sobre la oscura fachada de otra casa corriente, una placa pequeña, excesivamente discreta para la mirada del transeúnte que no ande buscándola, identifica el último domicilio del poeta Manuel Machado.
—Pues era tan bueno como su hermano… —decía mi padre cada domingo, un instante antes de doblar la esquina, camino de la calle de Fuencarral y la casa de mi abuelo.
Mi padre es poeta, y su padre también lo era, y por eso yo empecé muy pronto a fijarme en las placas de las calles y a aprenderme poemas de memoria, pero el motivo que se escondía tras nuestra obligada visita de los domingos, una cita de puntualidad inquebrantable, pertenecía al rango de los más prosaicos. Padre e hijo se reunían ante el televisor para contemplar juntos el partido de la liga de fútbol que la primera cadena retransmitiera aquella semana, sin fijarse mucho en la calidad de los equipos que iban a enfrentarse, en su clasificación, o en cualquier otro detalle que pudiera añadir o restar interés al espectáculo. Ellos veían el fútbol, simplemente. Y todos los demás teníamos que estar callados.
La casa de mi abuelo —tan característica del paisaje de mi barrio como la de mis padres, pero mejor, más grande, casi señorial— podría haberse confundido con el escenario de muchas de las novelas madrileñas de Galdós. En la zona exterior, las habitaciones amplias, de altísimos techos, no desembocaban en pasillo alguno, sino que se abrían unas a otras para formar una pequeña red de espacio compartido —todos esos huecos ciegos que se designan airosamente como «gabinetes»— en la que era muy difícil imponer un silencio uniforme. Para lograrlo, las mujeres de mi familia, que pasaban el rato alrededor de una mesa camilla, cotilleando entre susurros, desterraban a los niños al comedor, y nos obligaban a entretenernos con la boca cerrada, unas cuartillas de papel y unos lápices de colores. En esas circunstancias comenzó mi carrera literaria.
Ahora, cuando tengo la sensación de estar empezando a dominar algunos trucos de este oficio, podría confesar que el fútbol me hizo escritora, pero será más exacto —más sincero— declarar que empecé a escribir porque nunca he sabido dibujar. Mi hermano Manuel pintaba casas y cercas, chimeneas y animales, nubes y pájaros, niños y niñas montando a caballo. Yo intentaba imitarle, pero apenas obtenía las amorfas siluetas de algo vagamente parecido a una vaca con joroba sobre las cuatro patas de una mesa sin tablero. Y me aburría. Y me ponía tan pesada como cualquier niño que se aburre. Hasta que una tarde, alguien —mi madre, mi abuela, mi tía Charo, ya no lo recuerdo bien— me ofreció una solución que resultaría definitiva. Desde entonces, todos los domingos, invertía los noventa minutos del partido en escribir el cuento. Porque yo sólo tenía una historia que contar, yo escribía siempre el mismo cuento.
Mi familia conserva todavía algunas versiones semanales de este relato, que siempre estaba escrito en tercera persona aunque hablaba de mí más, y más explícitamente, que ningún otro texto que haya llegado a escribir después. El argumento puede resumirse en media docena de frases. Una niña burguesa —éste era un detalle importante—, nacida en una casa auténtica —una casa «con tejado y paredes», describía yo entonces—, era apenas un bebé cuando su niñera la sacaba a pasear en su cochecito e, inexplicablemente, la perdía en un parque. Cuando la caravana de un circo que abandonaba la ciudad pasaba a su lado, una joven gitana se apiadaba del bebé perdido y lo recogía para criarlo junto al resto de sus hijos. Pasaban los años y la niña criada en el circo crecía sin sospechar su verdadero origen, hasta que, diez o doce años después, de vuelta a la misma ciudad, se perdía ella sola, tan inexplicablemente como antes la perdiera su niñera, en el mismo parque de entonces, para que una señora muy buena, muy rica y muy compasiva —que, por supuesto, era su verdadera madre— se apiadara de ella por segunda vez y la llevara a su casa, adoptándola como una hija más. Desde ese momento, la protagonista de mi cuento vivía sometida al tormento de escuchar que no era hija de su madre porque la habían recogido por caridad de unos gitanos, y por eso sus hermanos la despreciaban, y hasta los criados se burlaban de ella. Pero el verdadero amor puede abrir los párpados que el tiempo ha soldado, y así, una mañana, mirándola con ojos de cariño auténtico, la madre comprendía que la niña gitana no podía ser sino su propia hija, perdida con tanto dolor, tantos años antes, y recobrada ahora sin advertirlo siquiera. Tal descubrimiento precipitaba la historia en un final tan feliz como abrupto. La protagonista se despedía del lector dando cortes de manga a diestro y siniestro, en dirección a cada uno de los habitantes de su casa. Los inocentes recodos de esta historia de ida y vuelta encierran el sentido de mi propio viaje hacia la escritura. Entre todas las imágenes que guardo de mi infancia, ninguna me conmueve tanto como la aplicación de esa niña muy gorda y muy morena, demasiado morena —nueve, diez, once años vividos bajo el gratuito terror de haber sido efectivamente recogida por caridad de unos gitanos—, mientras se afana en silencio sobre una gran mesa de comedor, quieta y sola en la tarea de ajustar cuentas con el mundo. Lo primero que escribí fue un cuento, y la pasión —entre el miedo y la duda, la justicia y el amor— me llevó la mano. Porque yo no quería ser la primera de la clase, no pretendía la admiración de mis familiares, no buscaba elogios, ni ventajas, ni recompensas. Yo sólo aspiraba a ser la verdadera hija de mi madre, a dormir tranquila por las noches, a enderezar el mundo, y mi destino con él, de una buena vez y para siempre. Desde entonces, escribo para vivir, y la pasión sigue llevándome la mano —con frecuencia, hasta más de lo que yo quisiera—, pero apenas he acabado una docena de cuentos en todos estos años.
Este libro reúne siete de ellos, escritos con diversos propósitos entre 1989 y 1995, aproximadamente el mismo periodo de tiempo que he necesitado para comprender que soy novelista. De hecho, la extensión de dos de los relatos que aquí aparecen —«Los ojos rotos» y «La buena hija», es decir, el primero y el último— los convierte casi en novelas cortas, y advertiré enseguida que el orden establecido en esta edición es estrictamente cronológico para que nadie identifique el número de páginas con un pecado de juventud. Lo cierto es que me gusta mucho empezar a escribir cuentos, pero cuando estoy empezando a disfrutar de verdad, me doy cuenta de que mi trabajo excede ya, en cinco o seis folios, el límite requerido, y siempre los termino con cierta tristeza, como una inconcreta nostalgia por los días que ya no podré seguir viviendo en ellos. Después, sin embargo, recuerdo algunos con el cariño suficiente como para haber pensado muchas veces reunirlos en un libro, que por fin es éste.
Aunque estos relatos no han sido concebidos y escritos con la expresa voluntad de integrarlos en un libro unitario, creo que todos ellos están, de una u otra manera, íntimamente vinculados a los temas y conflictos que han inspirado mis obras anteriores, y confío en que esa condición les preste una unidad inevitable. Nunca he aspirado a conquistar un vastísimo universo literario. Al contrario, prefiero permanecer en un mundo pequeño, personal, cuyas fronteras vienen a coincidir con los precisos límites de mi memoria, y dirigir mi mirada a rincones tan conocidos que nunca terminan de sorprenderme. Así, tanto en «Los ojos rotos» (1989) como en «El vocabulario de los balcones» (1994), y hasta, de alguna manera, en «Modelos de mujer» (1995) y «Malena, una vida hervida» (1990), la mirada del amante modifica y determina la imagen que el ser amado obtiene de sí mismo, el tema que gobierna La edades de Lulú para reaparecer después en mis otras novelas. Esta Malena primeriza conoce la tremenda pérdida de un amor adolescente, definitivo, más o menos a la misma edad que la protagonista de Malena es un nombre de tango, y al igual que esta última, la narradora de «Bárbara contra la muerte» (1991) aprende una verdad esencial de labios de su abuelo, en el que presiente a todos los hombres que habitarán su propia vida. «El vocabulario de los balcones», en cambio, comparte mi barrio, y su espíritu, con Te llamaré Viernes.
«Amor de madre» (1994) es un cuento de origen atípico que surgió durante un almuerzo en una cervecería del centro de Viena, en diciembre de 1993. Cuando algún comensal llamó la atención de los demás —entre los que estaban Luis Mateo Díez, José María Merino, Clara Sánchez, Eloy Tizón y nuestro anfitrión austriaco, Georg Pichler— sobre un posavasos de cartón decorado con una fotografía verdaderamente pintoresca, Encarna Castejón, directora de El Urogallo, nos animó a escribir un breve texto sobre aquella imagen, con la intención de publicarlo, junto con el posavasos, en su revista. Por mi parte, el resultado fue este pequeño esperpento, que está más vinculado de lo que parece a otro relato de tono vertiginosamente distinto. «La buena hija» (1995). La áspera indiferencia que puede llegar a instalarse entre una madre y una hija, apuntada en Las edades de Lulú, contribuye decisivamente a construir el mundo de Malena es un nombre de tango. A su vez, en «La buena hija» se contraponen las figuras de dos mujeres opuestas que rivalizan entre sí, al igual que en «Modelos de mujer», el relato que presta su título al libro.
El motivo que me indujo a escoger este último no va más allá del carácter genérico, y aun más, tipológico, de una expresión que construí, en principio, como un simple juego de palabras. Pero como en el mundo literario prevalece un principio de discriminación sexual que obliga a las escritoras a pronunciarse a cada paso acerca del género de los personajes de sus libros, mientras que los escritores se ven privilegiada y envidiablemente libres de hacerlo, me gustaría aclarar, de una vez por todas, que —al igual que no reconozco un literatura de autores madrileños, una literatura de autores altos o una literatura de autores con el pelo negro, categorías que, de momento, nunca me han amenazado, a pesar de que una madrileña alta y morena puede llegar a tener una visión del mundo muy distinta a la que se haya construido, por ejemplo, una sevillana bajita y rubia— creo que no existe en absoluto ninguna clase de literatura femenina, y, precisamente por eso, todas las protagonistas de estos cuentos son mujeres.
Si me parece intolerable la tendencia de una buena parte de las mujeres que escriben a instalarse en una especie de menoridad pretendidamente congénita —géneros menores, argumentos menores, personajes de rango menor, ambiciones menores—, mucho más desolador resulta comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, cuando cierto tipo de escritoras se propone hacer «gran literatura de todos los tiempos» —el entrecomillado pretende sugerir lo estúpido de tal propósito formulado a priori—, escogen sistemáticamente un protagonista masculino, como si el género del personaje pudiera determinar la universalidad de la obra cuando la autora es una mujer, o como si escribir desde un punto de vista femenino fuera sospechoso de por sí. En mi opinión, este tipo de actitudes son las que justifican la división de la literatura en dos géneros que, lamentablemente, no son el masculino y el femenino —lo que, en definitiva, vendría a resultar una tontería inofensiva—, sino la literatura, a secas, y la literatura femenina. Yo, desde luego, creo que las comillas sólo pueden colocarlas los lectores, y procuro escribir desde mi memoria, que contempla mi género tanto como mis terrores infantiles, la aversión que me inspiran las coles de Bruselas y una incontrolable multitud de cosas más. Y apenas consigo perdonarme la dosis de pusilanimidad que encierra mi segunda novela —en la que escogí deliberadamente un punto de vista masculino sólo para demostrar que mi vocación literaria era firme—, cuando recuerdo el monstruoso esfuerzo que me exigió escribirla. Estoy segura de que la próxima vez que elija escribir desde la voz de un hombre tendré mejores motivos para hacerlo.
Quizá pase mucho tiempo antes de que publique otro libro de cuentos. Este salda mi deuda con una niña enferma de identidad que ya no está sola mientras se aplica afanosamente sobre una gran mesa de comedor, sin sospechar siquiera que jamás terminará de arreglar cuentas con el mundo.
…
Almudena Grandes. Una de las escritoras más destacadas de la literatura española contemporánea, nació en Madrid en 1960. Tras obtener su licenciatura en Geografía e Historia en la Universidad Complutense, trabajó en el sector editorial como redactora y correctora. En 1989, su primera novela, "Las edades de Lulú", ganó el prestigioso premio La Sonrisa Vertical y alcanzó un éxito internacional, incluso siendo adaptada al cine por el reconocido director Bigas Luna. A partir de entonces, Almudena Grandes publicó numerosas obras que abarcaron una amplia gama de géneros literarios, desde la narrativa erótica hasta la novela histórica, pasando por el relato, la crónica y la literatura infantil.
Entre los títulos más conocidos de Almudena Grandes se encuentran "Malena es un nombre de tango" (1994), "El corazón helado" (2007), "Inés y la alegría" (2010) y "Los pacientes del doctor García" (2017). Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos premios y reconocimientos a lo largo de su carrera. Entre ellos se destacan el Premio Nacional de Narrativa en 2018, el Premio Jean Monnet en 2020 y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2021.
Además de su labor literaria, Almudena Grandes fue una activa columnista del diario El País, donde plasmó sus reflexiones sobre diversos temas de actualidad. También se destacó como una defensora comprometida de los valores democráticos, el feminismo y la memoria histórica en España. Su escritura y su activismo social estuvieron estrechamente ligados, y sus obras reflejan su profundo compromiso con la justicia y la igualdad.
Tristemente, Almudena Grandes falleció en Madrid el 27 de noviembre de 2021, a los 61 años, después de luchar contra el cáncer. Su partida dejó un vacío en la literatura española y en la defensa de los valores que ella representaba. Su legado literario y su contribución al panorama cultural del país perdurarán como un testimonio de su talento y su compromiso social.