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Mi tío el empleado

Mi tío el empleado

Resumen del libro:

Mi tío el empleado relata la historia de don Vicente Cuevas, que llega a Cuba de España a bordo de un bergantín, sin más carta de presentación que una recomendación del señor marqués de Casa Vetusta. La novela es narrada por el sobrino de Vicente; y denuncia cómo los funcionarios de la colonia se corrompen y enriquecen. El relato transcurre entre sórdidas oficinas, en el lujo grotesco de los advenedizos y oportunistas. Martí dijo que su estilo es tan preciso que parece una hoja de espada a la vaina.

1. De arribada

En los primeros días del mes de enero, uno de esos días hermosos, espléndidos, después de largo tiempo de lenta navegación llegó a vista del puerto de La Habana el bergantín Tolosa. Henchidas sus blancas lonas e impelido por fresco viento del nordeste, parecía que iba a estrellarse el buque contra los negros riscos de la costa; mas cambiando bruscamente de rumbo, dirigió la proa hacia el punto medio de la estrecha boca del puerto. El cielo azul sin que manchase su pura trasparencia la más tenue nubecilla; el mar azul también y con sus aguas tan diáfanas que a trechos permitían ver la manchas oscuras de los escollos; el sol, en medio del cielo derramando raudales de luz por todas partes; la ciudad de La Habana, con sus casas de variados colores, con sus vidriadas almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros arrecifes ceñida por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos por el sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles con sus vetustos tejados y empinadas azoteas, con los grandes murallones de piedragris de sus fuertes asentados sobre dura roca cubierta de verdor: ¡ah! todo esto se presentaba a la contemplación de dos viajeros, que venían a bordo del bergantín, con cierto maravilloso atractivo de que no les era posible sustraerse. Y no se debe de extrañar que tan honda impresión les causara: no habían visto sino vetustas casas de muy pobre arquitectura, y nunca, más allá de las diez o doce reunidas que constituían el villorrio.

Debieron haberlas visto en Cádiz; pero su viaje por esta ciudad fue de noche, rápido, pues que lo hicieron en diligencia, cuyos pocos mullidos asientos y espaldares aprovecharon para reponerse, con algunas cabezadas de sueño, del cansancio y la fatiga producidos por otro viaje de muchos días, de muchas leguas, a pie firme, y a cuestas con el equipaje. Aquella misma noche, se trasladaron a bordo del bergantín que debía conducirlos a América, y desde él, sólo vieron las fosforescencias de las agitadas olas de la bahía de Cádiz y las luces de la ciudad que en lontananza brillaban, como puntillos luminosos, entre la sombra profunda. Al amanecer levó anclas el bergantín, y cuando despertaron sólo lograron ver ya, como densa y azulosa bruma cuyo color se confundía con el de las lejanas y bajas nubes, las costas de España.

El mayor de los dos viajeros aparentaba tener unos treinta años; su crecida barba; su rostro pálido por los padecimientos de la navegación en aquel pequeño buque de vela, en el cual, además, escaseaba a menudo el alimento; su calzado y sus ropas de burdo género y raídos; sus ojos rodeados de un ribete rojo por causa de una fuerte irritación del párpado y los lagrimales, y más que todo, un desgarbo general en su persona, dábanle aspecto de un hombre de temperamento enfermizo. Sin embargo, sus anchas espaldas, redondos hombros y recias mandíbulas acusaban robusta complexión y convencían de que, regularmente alimentado aquel hombre, llegaría a ser, con el tiempo… un hombre gordo.

El menor era un muchacho de doce a quince años, y por cierto que no asentaría su planta en la ribera de la gran Antilla en mejores condiciones que su compañero.

Había entre los dos mucha semejanza; y a aumentarla contribuía, en no poca parte, que usasen ambos, sombreros de castor alisados a contrapelo, de tiesas y angostas alas y de copas tan perfectamente esféricas que parecían medias balas de cañón; chaquetas cortas, de color de siena y bordeadas por el cuello, solapas y mangas, con terciopelo; pantalones, con grandes adornos de color distinto, que pudieran creerse enormes remiendos, si no fueran simétricos y como cortados por un mismo molde; un elástico les sostenía los sombreros por el lado derecho, y por el lado izquierdo, de éstos colgaban, atadas a dos cordoncillos de seda, un par de bellotas.

Quien mirase fijamente a estos dos viajeros podría tomarlos por hermanos; pero mejor informado, puedo asegurar al lector, que aquellos dos viajeros no eran otros que mi tío y yo.

–Oye, sobrino, ¿has visto si está en el mundo la carta de recomendación del primo?

Así me dijo mi tío, suspendiendo un instante la admiración que le producía la vista de La Habana, bañada toda por la luz del sol, al recordar que nos acercábamos ya al término de nuestro viaje.

Me dirigí al camarote, abrí el baúl y me palpitó con fuerza el corazón: la carta no estaba donde la había visto el día anterior y todos los demás días. Volví al derecho y al revés medias, bolsillos, mangas, y la carta de recomendación no aparecía.

Alarmado mi tío con mi tardanza se presentó en las puertas del camarote, y la revolución en que vio las ropas, y el apuro con que yo las registraba, le hicieron comprender la fatal nueva antes de que yo pudiera desplegar mis labios.

Jamás he vuelto a ver hombre alguno tan desesperado. Lo primero que hizo fue pegar un puntapié que rayó la tapa del mundo, como llamaba él al baúl. Después tiró al suelo el sombrero, lo pateó, se dio de puñadas en el estómago y vociferaba que yo era peor que un ladrón, pues que le había arrebatado su porvenir a un hombre honrado; que entrar en La Habana sin la carta de recomendación, era dar lugar a que nos confundieran con tanta gente vulgar que entraba en ella todos los días. ¡Bonito papel harían nada menos que los Cuevas, los recomendados por el ilustre madrileño señor marqués de Casa-Vetusta, sin poder acreditar que lo eran!

Los golpes y gritos subieron a punto que los oyeron el capitán y algunos marineros y acudieron todos precipitadamente al camarote a inquirir qué motivaba semejante alboroto.

–Pero hombre –preguntó incómodo el capitán–, ¿qué le pasa a usted?

–¡Nada!, que este rapaz –contestó mi tío señalándome–, es peor que un bandido, me ha robado mi fortuna, señor capitán, toda mi fortuna.

El capitán, que todo lo podría creer menos que mi tío tuviese fortuna que pudiera robársele, le preguntó, en más suave tono, qué le había hecho yo.

–¡Pues nada!, me ha extraviado la carta de recomendación del ilustre marqués de Casa-Vetusta, que me daba el mejor destino de Cuba.

–No se ofusque usted tanto, señor –continuó el capitán–, busque, registre, en el barco debe de estar. ¿Se ha registrado usted los bolsillos?

Llevóse mi tío las manos al bolsillo y sacó un papel doblado. ¡Era la carta de recomendación!

Esto lo hizo pasar tan rápidamente, y con tan cómico gesto, de su profunda desesperación a la mayor alegría, que los presentes no pudieron contener la risa.

Lejos de incomodarse mi tío por el motivo de aquella algazara, les hizo coro con tan vehementes carcajadas, que se le saltaban las lágrimas de puro gozo.

Mi tío el empleado – Ramón Meza

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