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Mi madre

Resumen del libro:

Narración delicada y conmovedora de los últimos años en la vida de una mujer que zozobra en la senilidad, Mi madre es probablemente la novela más bella, emotiva y personal del autor de La escopeta de caza. En unas páginas autobiográficas inolvidables, Inoue plasma con sobrio lirismo la muerte de su madre, así como el previo e imparable proceso que la lleva a desvanecerse en vida, a fallecer de mil pequeñas maneras antes de cruzar los umbrales definitivos de la desaparición. Esta es, a fin de cuentas, una historia tan vieja como el mundo, una amarguísima prueba por la que todo ser de carne y hueso debe pasar: ser testigo de la extinción de aquellos que le dieron la vida, y antes, vivir el no menos doloroso trance de ver cómo la edad convierte a los progenitores en niños indefensos en brazos de sus propios hijos, de pronto devenidos padres, cuidadores. El acercamiento de Inoue al tema es de gran sutileza, dejando espacio y tiempo a los hechos, los detalles, los pequeños momentos, que brillan aquí y allá a lo largo de ese declive, otorgándoles una humilde solemnidad. Más allá de las sombras que se proyectan en él, Mi madre es, en realidad, un libro lleno de amor que se erige, en última instancia, en un canto imperecedero a nuestra finitud, a nuestra infinita fragilidad y a la eterna e ineludible figura de la madre.

BAJO LOS CEREZOS EN FLOR

UNO

Mi padre murió hace cinco años, cuando tenía ochenta. Se había retirado del cuerpo médico del Ejército con cuarenta y ocho años, justo después de que le otorgaran el rango de general, y se había ido a vivir a su pueblo natal, en Izu. Durante más de treinta años se dedicó a cultivar en el pequeño huerto de su casa las verduras y hortalizas que luego comía con mi madre. Había dejado el Ejército a una edad en la que aún habría podido abrir su propia consulta médica, pero no quiso hacerlo. Cuando empezó la Guerra del Pacífico aparecieron numerosos hospitales militares y centros de convalecencia, y como no había suficientes médicos en el Ejército le pidieron en varias ocasiones que se encargara de dirigir alguna de aquellas instituciones. Pero él declinó todas las ofertas arguyendo que era demasiado mayor. Había colgado el uniforme y no parecía dispuesto a ponérselo de nuevo. La pensión que recibía le alcanzaba para comprar comida, pero por entonces los bienes materiales escaseaban. Si se hubiera reincorporado al Ejército como director de un hospital de campaña, la vida de mis padres, que empezaba a rozar el umbral de la pobreza, habría sido probablemente muy distinta. Además de obtener cierta tranquilidad económica, habrían estado en contacto con otras personas, lo que habría supuesto un estímulo en la vida de aquellos dos ancianos.

Cuando mi madre me contó por carta que a mi padre le habían ofrecido un puesto en un hospital de campaña fui a casa para convencerlo de que aceptara, pero al final volví sin haberle mencionado el asunto. Al ver su silueta de espaldas trabajando en el huerto trasero con su ropa de campo remendada, me di cuenta de que había perdido cualquier vínculo con la sociedad. Además, había adelgazado bruscamente después de cumplir los setenta años. Durante aquella misma visita, mi madre me dijo que se podían contar con los dedos de la mano las veces que mi padre había salido de casa desde que vivían en el pueblo. Aunque no se mostraba descortés con las visitas que recibían, jamás iba a casa de nadie. Teníamos tres o cuatro parientes que vivían a pocas calles de distancia, pero nunca los visitaba a menos que alguno de ellos sufriera una desgracia. Salvo excepciones, pues, evitaba incluso salir al portal de su propia casa.

Mis hermanos y yo sabíamos que nuestro padre tenía cierta tendencia a la misantropía, pero todos vivíamos ya en la ciudad y teníamos nuestras propias familias. Durante el tiempo en que ninguno de nosotros tuvo contacto diario con él y nuestra madre, la edad agravó el trastorno de nuestro padre hasta límites que éramos incapaces de imaginar.

Siendo como era, probablemente nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda a sus hijos y en otras circunstancias se las habría arreglado para seguir adelante con su pensión, pero el final de la guerra trajo consigo una situación límite que lo cambió todo, y dejaron de ingresarle la pensión durante un tiempo. Cuando empezó a recibirla de nuevo, el importe había menguado y la moneda se había devaluado. Mi padre aceptaba el dinero que yo le enviaba una vez al mes, aunque estoy convencido de que lo hacía muy a su pesar. Puede parecer una exageración, pero se podría decir que verse obligado a aceptar mi dinero lo mataba por dentro. Mi padre no desperdiciaba nada. Aunque yo le enviaba dinero suficiente para que pudieran vivir sin estrecheces, no gastaba ni un centavo más de lo estrictamente necesario para cubrir sus necesidades más básicas. Una vez terminada la guerra siguió cultivando la huerta, empezó a criar gallinas e incluso hacía su propio miso para no tener que comprar nada más que arroz. Sus hijos e hijas ya éramos adultos trabajadores e independientes, y cada vez que nos reuníamos no podíamos evitar criticar y censurar la extrema austeridad de nuestro padre, pero no conseguimos que cambiara. Queríamos ayudar a nuestros padres para que pudieran disfrutar de una vejez lo más confortable posible, pero ellos no gastaban el dinero que les enviábamos y, si les regalábamos prendas de vestir o ropa de cama, utilizaban lo mínimo y guardaban el resto. Al final, pues, decidimos mandarles solo comida. La comida se echaba a perder, así que tendrían que comérsela.

La vida de mi padre, que había durado ochenta años, se podría describir como «pura». Nunca otorgó tratos de favor ni se granjeó enemistades. Cuando echo la vista atrás y reflexiono acerca de sus treinta años de aislamiento, me doy cuenta de que no habría podido mancillar su trayectoria vital aunque hubiera querido. Al morir dejó en su cuenta bancaria el importe justo para cubrir los gastos de su propio funeral y el de mi madre. Todo el patrimonio que había heredado al casarse con mi madre y entrar en su familia lo heredé yo —su primogénito— intacto. Al parecer, después de la guerra había vendido casi todos los muebles y enseres domésticos que había comprado mientras servía en el Ejército, así que en la casa no quedaba nada de valor. En cambio, no había extraviado ninguno de los objetos que se iban transmitiendo de generación en generación, como tapices y jarrones. Mi padre no había añadido ni sustraído un solo centavo al patrimonio familiar.

Cuando yo era pequeño, mis padres me dejaron al cuidado de una abuela que fue quien me crio. Aunque yo la llamaba «abuela», no guardaba ningún parentesco conmigo: se llamaba Nui y era la amante de mi bisabuelo, que había sido médico. Cuando este murió, Nui fue inscrita en el registro familiar como madre adoptiva de mi madre. Aquellas disposiciones se tomaron, como es natural, según la voluntad que mi bisabuelo había consignado en su testamento. Nadie se sorprendió, pues había tenido una vida muy poco convencional.

Así pues, según el registro familiar, Nui era mi abuela. De pequeño, yo la llamaba «abuela Nui» para distinguirla de mi bisabuela legítima, que entonces aún vivía; y de mi abuela, la madre de mi madre. A mi bisabuela la llamaba «abuelita» y a mi abuela, simplemente «abuela». No hubo ningún motivo concreto para que me criara la abuela Nui. Entonces mi madre era muy joven, estaba embarazada de mi hermana y no tenía ayuda en casa, así que me mandó provisionalmente al pueblo con la abuela Nui. Me quedé a vivir allí y pasé toda mi infancia con ella. Para la abuela Nui, tenerme a su cargo fue probablemente una forma de consolidar su delicada posición en la familia. Además, le habría resultado muy difícil separarse de mí porque era una anciana solitaria que me quería con todo el corazón. Yo, que debía de tener cinco o seis años, también me sentía muy unido a ella, por lo que es natural que no quisiera volver a casa. Y mis padres no tenían prisa por recuperarme —más aún viendo que yo no quería volver—, porque poco después de mi hermana nació mi hermano.

La abuela Nui murió cuando estaba acabando la primaria. Tras su fallecimiento, abandoné el pueblo y empecé a vivir por primera vez con mis padres y hermanos. Entré en el instituto de la ciudad en la que servía mi padre. Apenas un año más tarde, sin embargo, me vi obligado a abandonar de nuevo el hogar familiar porque destinaron a mi padre a una pequeña ciudad cercana a nuestro pueblo natal y tuve que entrar en un internado para seguir estudiando. En total solo viví dos años más con mi familia: uno al terminar la educación secundaria, mientras me preparaba el examen de acceso a bachillerato; y otro en primero de bachillerato, cuando un nuevo traslado de nuestro padre volvió a interferir en nuestra vida familiar. Desde entonces no he tenido más ocasiones de vivir con mis padres y hermanos. A pesar de que no existía una convivencia que reforzara el vínculo entre mi padre y yo, nunca recibí por su parte un trato distinto al que dispensaba a mis tres hermanos, que sí vivían bajo su mismo techo. Fuera cual fuera la situación, siempre se mostraba imparcial sin que le costara el menor esfuerzo: mi padre no era de los que sienten más apego por los hijos que han criado que por los que han crecido lejos de él. Además, por insólito que pueda parecer, tampoco había diferencias entre el afecto que prodigaba a sus propios hijos y a otros familiares. Y, lo que es aún más sorprendente: trataba de la misma forma a sus hijos e hijas que a cualquier conocido reciente, aunque no estuviera emparentado con él. Así pues, su actitud con sus hijos parecía más bien fría, mientras que su forma de relacionarse con otras personas era más bien cordial.

A los setenta años, a mi padre le diagnosticaron un cáncer que superó con éxito tras una operación, pero la enfermedad se reprodujo diez años más tarde y estuvo seis meses postrado en la cama, cada vez más débil. A su edad no era prudente operarlo de nuevo, así que solo cabía esperar la muerte. Durante un mes, cada día pensábamos que podía ser el último. Ante la inminencia del final, mis hermanos y yo llevamos al pueblo nuestra ropa de funeral y empezamos a visitar a nuestros padres con asiduidad. Fui a ver a mi padre el día antes de su muerte, y el médico me dijo que probablemente aguantaría cuatro o cinco días más. Aquella misma noche, mientras yo me encontraba de camino a Tokio, exhaló el último suspiro. Conservó la mente lúcida hasta el final, y no dejó de dar instrucciones detalladas a quienes lo rodeábamos sobre la comida que debíamos ofrecer a las visitas o a quién debíamos avisar en el momento de su muerte.

La última vez que vi a mi padre, me despedí diciéndole que volvía a Tokio y que regresaría en dos o tres días. Entonces él sacó su mano demacrada de entre las sábanas y la alargó hacia mí. Como nunca había hecho ningún gesto parecido, en aquel momento no supe qué esperaba de mí. Tomé su mano entre la mía, y él me la estrechó. Nuestras manos estuvieron tímidamente enlazadas por unos instantes y luego noté que mi padre me apartaba la mano. Fue una sensación parecida al leve tirón que se percibe en el extremo de una caña de pescar. Solté su mano de inmediato, sobresaltado. No supe cómo interpretar aquel gesto, pero tuve el presentimiento de que había querido decirme algo. Cuando me rechazó, fue como si me castigara: «¡Qué te has creído al tomar la mano de tu padre! ¡Menuda impertinencia!».

Después de su fallecimiento, estuve varios días rememorando aquel incidente. Me obsesioné y pasaba muchas horas pensando en ello. Es posible que mi padre, presintiendo que se acercaba la hora de su muerte, me hubiera tendido la mano para expresarme por última vez su amor paternal y luego, cuando yo se la estreché, él la rechazó súbitamente avergonzado de sus propios sentimientos. Aquella explicación era la que me resultaba más convincente, pero tal vez no fuera eso lo que había pasado: quizá mi padre había notado algo que no le había gustado en mi forma de tomarle la mano y la había apartado inmediatamente, conteniendo los sentimientos que quería expresar. Sea como fuere, con su sutil rechazo volvió a establecer la distancia habitual entre ambos, que se había reducido por un breve instante. Eso habría sido muy típico de él, y debo aceptarlo como tal.

Por otro lado, no lograba librarme de la sospecha de que tal vez fuera yo quien había apartado la mano de mi padre y no al revés. Tan posible era que él hubiera rechazado mi mano como que yo hubiera rechazado la suya. Quizá no hubiera existido frialdad alguna por su parte y yo fuera el único responsable. No tenía pruebas para demostrar lo contrario. Tal vez yo, inconscientemente, había pensado: «No es propio de ti ponerte cariñoso a estas alturas», o: «No deberías tenderme la mano a mí, que soy tu hijo», y había apartado su mano tras estrechársela momentáneamente. Aquella posibilidad me atormentaba cada vez que se inmiscuía en mis pensamientos.

Sin embargo, al final conseguí dejar de dar vueltas y más vueltas al pequeño episodio que había ocurrido entre mi padre y yo. Fue una liberación repentina y completamente inesperada: un día se me ocurrió pensar que quizá mi padre, dentro de su tumba, también estuviera tratando de descifrar el significado de aquel gesto que había tenido lugar entre ambos, sin testigos, tan sutil que había resultado casi imperceptible. Entonces, de repente, me sentí libre. Era posible que, en el otro mundo, él también estuviera devanándose los sesos por interpretar aquella escena igual que lo hacía yo. Así, en mi imaginación, me sentí hijo de mi padre por primera vez, lo que nunca me había pasado mientras él vivía. Yo era su hijo, y él era mi padre.

Tras la muerte de mi padre, a menudo me llamaba la atención el gran parecido entre nosotros. Mientras vivía nunca se me había ocurrido pensar que pudiera parecerme a él, y la gente que me rodeaba solía decirme que teníamos personalidades completamente distintas. Desde que empecé a estudiar, me esforzaba conscientemente por pensar lo contrario de lo que pensaba él y llevar un estilo de vida opuesto al suyo, aunque de todas formas habría sido muy difícil encontrar un parecido entre ambos. De joven, mi padre ya era un misántropo, mientras que yo tenía muchos amigos, era miembro del club de deporte y me gustaba estar en el centro de los círculos más animados. Seguí siendo igual de sociable cuando terminé la universidad y empecé a trabajar y, cuando alcancé la edad en la que mi padre se había retirado, no había nada más lejos de mis intenciones que volver al pueblo como había hecho él y vivir aislado del resto del mundo. A los cuarenta y tantos años, casi a la misma edad en la que mi padre había cortado cualquier vínculo con la sociedad, yo dejé el periódico donde trabajaba para empezar mi carrera como escritor.

A pesar de todo, tras la muerte de mi padre, lo sentía dentro de mí en los momentos más inesperados: cuando bajaba del porche para ir al jardín, por ejemplo; o cuando tanteaba el suelo con los pies buscando los zuecos igual que lo hacía él. Lo mismo me pasaba cuando abría el periódico en la sala de estar y me inclinaba para leerlo. A veces cogía un paquete de cigarrillos y, en ese mismo instante, me daba cuenta de que lo había hecho igual que mi padre y volvía a dejarlo. Por las mañanas me miraba en el espejo para afeitarme y, cada vez que enjuagaba la brocha bajo el grifo y la escurría con los dedos, me decía a mí mismo que mi padre lo hacía exactamente igual.

Aparte de todos aquellos gestos y ademanes, también me sobrevino la idea de que podía estar asimilando la forma de pensar de mi padre. Mientras trabajaba, a menudo me levantaba de la mesa para sentarme en la silla de mimbre del porche y zambullirme en pensamientos completamente ajenos a lo que tenía entre manos, con la mirada fija en las ramas del viejo olmo, que se esparcían en todas direcciones. Igual que mi padre. Lo recuerdo recostado en la silla de mimbre del porche de la casa del pueblo, con los ojos clavados en las copas de los árboles. Entonces me sentía como si estuviera contemplando un profundo abismo abierto delante de mí, sin poder librarme de la sensación de que mi padre se perdía en sus pensamientos del mismo modo en que lo hacía yo ahora. Así era como sentía que mi padre estaba dentro de mí, y a menudo pensaba en él como un ser individual que vivía en mi mente. A veces lo veía y hablaba con él.

Con la muerte de mi padre también comprendí que una de sus misiones en vida había sido protegerme de la muerte. Mientras él vivía —o quizá precisamente porque vivía—, yo nunca había pensado en mi propia muerte (al menos no de forma consciente, solo como algo que tenía escondido en un rincón del alma). Pero cuando mi padre murió, el conducto que me separaba de la muerte se despejó de repente y quedó completamente abierto, así que me vi obligado a mirar una de las mitades del rostro de la muerte: empecé a pensar que a mí también me llegaría la hora. Con la muerte de mi padre aprendí que él me había protegido a mí, su hijo, por el simple hecho de estar vivo. No es algo que se haga de forma consciente; no se trata de un pacto entre humanos ni de una cuestión de amor filial. Se trata de algo que nace de la simple relación entre un padre y un hijo y es, sin duda, el vínculo más genuino que puede existir entre ambos.

Entonces empecé a pensar que tal vez mi propio final no estuviera tan lejos. Pero mi madre, que seguía gozando de buena salud, mantenía oculta la otra mitad del rostro de la muerte, así que el velo que se interponía entre ella y yo no se apartaría por completo hasta que falleciera mi madre. Entonces la muerte vendría a plantarse ante mí con la cara completamente descubierta.

Mi madre tiene ahora la misma edad que tenía mi padre cuando murió. Es cinco años más joven que él, o sea que tiene ochenta.

Mi madre – Yasushi Inoue

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