Resumen del libro:
“Mercaderes del espacio” es una obra de ciencia ficción que nos presenta un mundo distópico en el que las grandes corporaciones comerciales han adquirido el poder más absoluto, controlando incluso la vida de los habitantes del planeta. En este mundo, las identidades nacionales han perdido su significado, y la lealtad a la empresa para la que se trabaja es lo que cuenta.
La trama sigue a Mitchell Courtenay, el mejor publicista de la agencia Fowler Schocken, quien es asignado para elaborar la campaña publicitaria del Proyecto Venus, un plan para llevar colonos a dicho planeta. Sin embargo, tras una maniobra sucia de sus competidores, Mitchell se ve relegado a los niveles más bajos de la sociedad, desde donde deberá ascender de nuevo para recuperar la posición que le ha sido arrebatada. Durante su ascenso, Mitchell establecerá contacto con los “consistas”, una facción rebelde de anticonsumistas acusados de terrorismo y sabotaje, y deberá decidir de qué lado está en la lucha contra las grandes corporaciones comerciales.
La novela es una sátira del capitalismo y la publicidad, y nos presenta una sociedad estratificada en productores, ejecutivos y consumidores. Además, combina elementos de lujo y escasez, presentándonos un mundo en el que los aparatos fantásticos coexisten con la falta de combustible y la escasez de proteínas. En este sentido, la novela recuerda las observaciones de George Orwell sobre los lujos en relación a los artículos de primera necesidad.
“Mercaderes del espacio” ha sido considerada una de las mejores novelas de ciencia ficción, apareciendo en la lista de las 100 mejores novelas de ciencia ficción de David Pringle y en la selección de mejores obras de ciencia ficción de Miquel Barceló. Es una obra que sigue siendo relevante hoy en día, y que nos invita a reflexionar sobre el poder de las grandes corporaciones y la importancia de la libertad individual.
1
Aquella mañana, mientras me vestía, repasé mentalmente la larga serie de estadísticas, omisiones y exageraciones, que los miembros del directorio esperaban descubrir en mi informe. Mi departamento (Producción) había sido ferozmente atacado por una plaga de renuncias y enfermedades, y ya se sabe que sin personal no es posible hacer el trabajo. Pero la mesa directiva no me iba a aceptar esta excusa.
Me froté la cara con jabón depilatorio y me la enjuagué con un hilito de agua dulce. Un derroche, es verdad; pero el agua salada me irrita la piel, y al fin y al cabo pago mis impuestos.
No había acabado de sacarme los últimos restos de jabón, cuando el hilo de agua dejó de salir. Solté unas cuantas maldiciones y terminé de lavarme con agua salada. Últimamente estas cosas ocurrían a menudo. La gente acusaba de sabotaje a los consistas. La Compañía Neoyorquina de Suministro de Agua, S. A. había sido investigada en varias ocasiones, pero nada se había descubierto.
El transmisor de las primeras noticias del día, encima de mi espejo de afeitar, atrajo mi atención unos instantes. El discurso del presidente, pronunciado la noche anterior; una rápida ojeada al brillante cohete de Venus, instalado en las arenas de Arizona; los tumultos de Panamá…
La señal que marca los cuartos interrumpió la onda de sonido. Apagué el receptor.
Llegaría tarde otra vez… con lo cual, indudablemente, no iba a ablandar al directorio.
Gané unos cinco minutos poniéndome la camisa del día anterior en vez de buscar una limpia, y dejando que el desayuno se me enfriara y empastara sobre la mesa. Pero perdí esos cinco minutos tratando de comunicarme por teléfono con Kathy. No contestaba.
Llegué con retraso a la oficina.
Afortunadamente –y sorprendentemente– Fowler Schocken llegó también con retraso.
Fowler tiene la costumbre de citar a la mesa directiva quince minutos antes de la hora de entrada habitual. A los empleados de administración y a las taquígrafas se les ponen los nervios de punta; pero Fowler se siente muy cómodo. Fowler pasa todas las mañanas en la oficina, y las mañanas comienzan para él con la salida del sol.
En esta ocasión, sin embargo, tuve tiempo de recoger, antes de que comenzara la reunión, el informe preparado por mi secretaria. Cuando Fowler Schocken entró en la sala de conferencias, excusándose cortésmente por su tardanza, yo ya estaba en mi asiento, en uno de los extremos de la mesa, bastante tranquilo, y tan seguro de mí mismo como puede estarlo razonablemente un socio de Fowler Schocken.
–Buenos días –dijo Fowler, y los once le contestamos con el estúpido murmullo de costumbre.
Fowler no se sentó enseguida; se quedó mirándonos paternalmente durante casi un minuto y medio, y luego, con el aire de un turista en Xanadú, paseó por la sala una mirada complacida y atenta.
–He estado pensando en nuestra sala de reuniones –dijo, y todos miramos a nuestro alrededor.
La sala de reuniones no es ni muy pequeña ni muy grande; de unos cuatro por cinco. Pero es fresca, tiene buena luz y un mobiliario imponente. Unos frisos animados ocultan ingeniosamente los ventiladores; las alfombras son tupidas y suaves, y todos los muebles están enteramente construidos con madera de árbol: auténtica, genuina, garantizada.
–Tenemos una hermosa sala, señores –continuó Fowler Schocken–. No en vano nuestra agencia de publicidad es la más importante de Nueva York. El valor de nuestros anuncios supera en megadólar a todos los otros. –Y añadió paseando su mirada por nuestras caras–: Es innegable que le sacamos buen provecho. Creo que ninguno de los presentes vive en una casa de menos de dos habitaciones. –Me guiñó un ojo–. Ni siquiera los solteros. Yo tampoco puedo quejarme. Mi casa de verano está orientada hacia uno de los mejores parques de Long Island. No he probado una sola proteína sintética durante estos últimos años (me alimento de carne fresca), y cuando quiero dar un paseo pedaleo un lujoso Cadillac. El lobo aúlla muy lejos de mi puerta. Y creo que todos ustedes están en disposición de decir más o menos lo mismo. ¿No es cierto?
La mano del director de Investigaciones del Mercado se alzó en el aire y Fowler le preguntó, señalándolo con un movimiento de cabeza:
–¿Sí, Mathews?
Matt Runstead sabe perfectamente de qué lado está untado el pan. Lanzó a su alrededor una mirada de desafío.
–Solo deseo dejar constancia de que estoy en todo de acuerdo con el señor Schocken. En un cien por cien. Sí, señor –dijo, y castañeteó los dedos.
Fowler Schocken saludó con una inclinación de cabeza.
–Gracias, Mathews. –Y era sincero. Se quedó callado unos instantes y luego continuó–: Nadie ignora cómo hemos llegado hasta aquí. Recordarán ustedes el triunfo de Astromejor Verdadero y cómo levantamos a Indiastrias. El primer trust esférico. Todo un subcontinente transformado en una sola unidad industrial. La Sociedad Schocken fue la promotora de ambos negocios. Nadie puede decir que nos dejamos llevar por la marea. Pero esto es agua pasada… ¡Señores! Quiero hacerles una sola pregunta. Y contéstenme sinceramente. ¿Estamos aflojando?
Schocken examinó lentamente, uno por uno, todos nuestros rostros, sin hacer caso del bosque de manos levantadas. Y Dios me perdone, yo también levantaba la mano. Fowler señaló al hombre más próximo.
–Usted primero, Ben.
Ben Winston se incorporó y comenzó a decir con una voz abaritonada:
–En lo que se refiere a Antropología Industrial, ¡no! Escuche el informe de hoy. Ya lo encontrará en el boletín del mediodía, pero permítame que le ofrezca un resumen. Según las últimas estadísticas en todas las escuelas primarias situadas al este del Mississippi ya se está empaquetando el almuerzo escolar de acuerdo con nuestras instrucciones. Las croquetas de soja y los bistecs regenerados –y todos los que rodeaban la mesa se estremecieron al pensar en las croquetas de soja y los bistecs regenerados– se distribuyen en envases de color verde, un verde idéntico al de los productos Universal. Pero los caramelos, los helados y la ración de cigarrillos Colillitas están envueltos en el brillante color rojo de los productos Astromejor Verdadero. Cuando los niños crezcan… –Winston dejó de mirar sus notas y nos lanzó una ojeada triunfal–. Según nuestros cálculos, señores, de aquí a quince años los productos Universal estarán en quiebra, en la ruina, ¡fuera del mercado!
Winston se sentó en medio de una salva de aplausos. Schocken aplaudió y nos miró satisfecho. Yo me incliné hacia delante con la Expresión Uno (Voluntad, Inteligencia, Eficacia) pintada en mi rostro. Pero me molesté inútilmente. Fowler señaló con una mano al hombre que seguía a Winston, Harvey Bruner.
–No tengo que recordarles, señores, que la sección Ventas tiene problemas verdaderamente únicos –dijo Harvey hinchando sus delgadas mejillas–. Juro que en ese maldito Gobierno se han infiltrado los consistas. Ya lo sabrán ustedes. Las emisiones subsónicas de nuestra propaganda auditiva han sido declaradas fuera de la ley. Pero hemos devuelto el golpe, y estamos lanzando al público unas palabras claves, íntimamente relacionadas con los traumas y las neurosis de la vida norteamericana moderna. Hicieron caso a los fanáticos de la seguridad, y nos impidieron proyectar nuestros anuncios en las ventanillas de los vehículos aéreos. Pero también esta vez devolveremos el golpe. El laboratorio me informa –exclamó señalando al director de Investigaciones– que muy pronto ensayaremos un sistema que proyecta directamente el anuncio en la retina del ojo.
»Y no solo esto, señores. Avanzamos en toda la línea. Solo a modo de ejemplo quiero mencionarles el programa Mascafé. –Harvey se interrumpió–. Perdóneme, señor Schocken –dijo en voz baja–. ¿Los miembros de la sección Seguridad han registrado recientemente esta sala?
Fowler Schocken asintió con un movimiento de cabeza.
–Nada en absoluto, Harvey. Solo los micrófonos de costumbre. Los del Departamento de Estado y los de las Cámaras de Representantes. Pero alimentamos los micrófonos con una conversación ya preparada.
Harvey se tranquilizó.
–Bueno, acerca de este Mascafé. Estamos distribuyéndolo en quince ciudades. Una reserva de Mascafé para tres meses, mil dólares en efectivo y una semana en las playas de la Liguria. Pero, y esto es verdaderamente grandioso, cada muestra de Mascafé contiene tres miligramos de alcaloides. Una dosis inofensiva; pero después de diez semanas el consumidor queda atado para toda la vida. Una cura le costaría cinco mil dólares por lo menos, de modo que le resulta más fácil seguir tomando Mascafé. Tres tazas en cada comida y una jarra al lado de la cama para beber durante la noche, tal como se aconseja en la etiqueta del frasco.
Fowler Schocken resplandeció y yo me sumergí otra vez en Expresión Uno. Cerca de Harvey se sentaba Tildy Mathis, jefe de personal, nombrada por el mismo Fowler Schocken. Pero en las reuniones de la mesa directiva no hablan las mujeres, y después de Tildy estaba yo.
Comencé a preparar mis observaciones preliminares, pero Fowler Schocken me hizo sentar con una sonrisa.
–No pediré un informe a cada una de las secciones. No hay tiempo. Pero ustedes, señores, me han dado su respuesta. Una respuesta que me complace. Aceptan ustedes todos los desafíos. Y ahora…
Apretó uno de los botones de su tablero e hizo girar su silla en redondo. Las luces de la sala se apagaron. El Picasso proyectado en la pared, sobre la cabeza de Schocken, se desvaneció revelando una pantalla jaspeada en la que empezó a formarse una nueva imagen.
Era algo que yo había visto aquella misma mañana, sobre mi espejo de afeitar. El cohete de Venus; un monstruo de 300 metros de largo, el hijo inflado de la delgada bomba V-2 y de los anticuados y rechonchos cohetes a la Luna. Alrededor del cohete se veía un andamio de acero y aluminio con unas figuritas que manejaban unas minúsculas llamas autógenas de color blanco y azul. La imagen había sido registrada, indudablemente, hacía ya algún tiempo. Mostraba al cohete tal como había sido semanas o meses atrás, en una de las primeras etapas de su construcción, no ya listo para despegar tal como se me había aparecido esa mañana.
Desde la pantalla surgió una voz que declaró triunfal e inexactamente:
–¡Esta es la nave que llegará a las estrellas!
Reconocí enseguida la voz de tonos de órgano de uno de los comentaristas de la sección Efectos Auditivos, e identifiqué fácilmente el libreto como obra de una de las redactoras de Tildy. El talentoso descuido que confundía a Venus con una estrella tenía que proceder de las oficinas de esa mujer.
–¡Esta es la nave que un nuevo Cristóbal Colón conducirá a través del vacío! –decía la voz–. ¡Seis millones y medio de toneladas de acero inoxidable y de rayos arrebatados al cielo! Una nueva arca para mil ochocientos hombres y mujeres, y todo lo necesario para convertir un nuevo mundo en un nuevo hogar. ¿Qué hombres y mujeres irán a él? ¿Qué pioneros afortunados arrancarán unas riquezas imperiales al suelo fértil de ese novísimo mundo? Voy a presentárselos. Un hombre y su esposa, dos de los intrépidos.
Y la voz siguió así unos instantes. La imagen del cohete se transformó en un espacioso cuartito suburbano. El marido estaba doblando la cama, metiéndola en la pared, y sacando el biombo que separaba el rincón de los padres del rincón de los hijos; la madre sintonizaba el desayuno y ponía la mesa. Por encima de los jugos del desayuno y las pastas para niños (y por encima de los tazones humeantes de Mascafé, como es natural) los miembros de la familia se hablaban persuasivamente unos a otros, tratando de convencerse de lo hábiles y valientes que habían sido al reservar pasajes para Venus. Y la pregunta final del más pequeño de los charlatanes («Mamaíta, cuando yo sea mayor ¿podré llevar a mis hijitos a un lugar tan bonito como Venus?») dio paso a una serie, verdaderamente llena de imaginación, de vistas de un Venus futuro: valles verdeantes, lagos de cristal, resplandecientes montañas.
El comentario no negaba exactamente las décadas de cultivos hidropónicos y de vida en cabañas herméticas que esos pioneros tendrían que soportar en la irrespirable y anhidrída atmósfera de Venus. Pero tampoco hablaba de ellas.
Al comenzar la película, yo había apretado, casi inconscientemente, el botón de mi cronómetro. Cuando terminó la proyección, miré la esfera. Nueve minutos. Tres veces más larga que lo permitido por la ley, y un minuto más que nuestras propias películas.
Solo cuando volvieron las luces, y se encendieron los cigarrillos, y Fowler Schocken retomó su charla estimulante, comencé a comprender.
Fowler se dirigió a nosotros con ese estilo vibrante y lleno de circunloquios que forma ya parte indisoluble de nuestra profesión. Nos recordó la historia de la publicidad. En un principio solo se trataba de vender productos manufacturados. Un trabajo de niños. Actualmente, y con el fin de satisfacer las necesidades del comercio, creábamos nuevas industrias y remodelábamos las costumbres. Volvió a repetirnos lo que nosotros, la Sociedad Fowler Schocken, habíamos alcanzado a lo largo de nuestra expansiva carrera, y luego dijo:
–Alguna vez hemos comparado el mundo, señores, con un plato de comida. Hemos demostrado, varias veces, la exactitud de nuestra afirmación. Pero ya no hay más comida en el plato. –Aplastó cuidadosamente el cigarrillo–. Nos hemos comido hasta los últimos restos. Hemos conquistado, literalmente, el mundo, y como Alejandro, lamentamos que no haya más que conquistar. Pero he ahí –y señaló la pantalla a sus espaldas– un mundo nuevo.
Matt Runstead nunca me gustó, como ya habrán advertido. Es un Paul Pry1 capaz de instalar toda una red de micrófonos aun dentro de nuestra misma compañía. Debía de estar enterado del Proyecto Venus; de otro modo no hubiese podido espetarnos aquel discursito. La educación de los reflejos no da para tanto. Mientras los demás aún tratábamos de digerir lo que Fowler nos había dicho, ya Runstead, de pie, exclamaba:
–Caballeros, esto es en verdad la obra de un genio. Ya no se trata de la India. Ya no se trata de algo simple y cómodo. Todo un planeta para vender. ¡Yo te saludo, Fowler Schocken, el Clive, el Bolívar, el Juan Jacobo Astor de un nuevo mundo!
Matt fue el primero, como ya he comentado; pero todos los demás nos fuimos levantando por turno y dijimos más o menos lo mismo. Incluso yo. Era fácil. Lo estaba haciendo desde hacía mucho tiempo. Kathy no lo entendía, y yo había tratado de explicarle que era algo así como romper una botella de champán en la proa de un barco o sacrificar una virgen al iniciarse las cosechas. La analogía era bastante exacta, pues no creo que ninguno de nosotros, excepto quizá Matt Runstead, alimentase al mundo con derivados de opio solo por el dinero. Al oír a Fowler Schocken, y al hinoptizarnos a nosotros mismos con nuestras respuestas antifonales, nos sentíamos capaces de hacer cualquier cosa en honor del dios de las Ventas.
No quiero decir que fuésemos criminales. Los alcaloides contenidos en el Mascafé eran, como había dicho Harvey, casi inofensivos.
Cuando terminamos de hablar, Fowler apretó otro botón y nos mostró la imagen de un mapa. Cuidadosamente, nos explicó todas sus partes. Nos presentó cuadros, diagramas y gráficos de la nueva sección de la Sociedad Fowler Schocken, sección encargada del desarrollo y la explotación del planeta Venus. Resumió rápidamente los fastidiosos cabildeos preliminares en el Congreso (conversaciones en los pasillos y búsqueda de votos), que nos habían permitido obtener el derecho exclusivo de aplicar y recolectar impuestos entre los colonizadores de Venus. Y entonces comencé a entender por qué podíamos usar, sin ningún peligro, un anuncio de nueve minutos de duración.
Fowler explicó cómo el Gobierno (es curioso que nos refiriéramos a esa cámara de compensación de influencias como si aún fuese una entidad independiente), cómo el Gobierno, repito, quería que Venus fuese un planeta norteamericano, y cómo había elegido nuestro singular talento publicitario para llevar a cabo esa idea. Mientras Fowler hablaba, todos fuimos contagiándonos con su entusiasmo. Envidié al hombre que iba a dirigir el proyecto Venus. Cualquiera de nosotros se hubiese sentido orgulloso.
Fowler nos habló también de las dificultades que habíamos tenido con el senador por Productos Químicos Du Pont, con sus cuarenta y cinco votos, de nuestro fácil triunfo sobre el senador por la Nash Kelvinator, con sus seis votos, y citó luego orgullosamente una frustrada demostración de los consistas contra la Sociedad Fowler Schocken, demostración que había sublevado al entusiasta secretario del Interior.
La sección Ayuda Visual había realizado un hermoso trabajo, pero ya llevábamos casi una hora mirando los mapas y dibujos y escuchando los planes y las hazañas de Fowler.
Finalmente, Fowler Schocken apagó el proyector y dijo:
–Bien, ahí la tienen. Esa es nuestra nueva campaña. Y comienza en este mismo instante. Solo tengo que hacer un pequeño anuncio y nos pondremos enseguida al trabajo.
Fowler Schocken es todo un artista. Buscó una hojita de papel y leyó en ella una frase que el más tonto de nuestros cadetes hubiese podido repetir de memoria.
–El jefe de la sección Venus –leyó– será Mitchell Courtenay.
Y esa fue la mayor de todas las sorpresas. Porque Mitchell Courtenay soy yo.
…