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Memorias encontradas en una bañera

Memorias encontradas en una bañera - Stanislaw Lem

Memorias encontradas en una bañera - Stanislaw Lem

Resumen del libro:

¿Nos hemos detenido alguna vez a pensar hasta que punto nuestra civilización se basa en algo tan frágil como el papel? EL hipotético hundimiento de esta papirocracia en el futuro de la humanidad, el subsiguiente caos y resurgimiento y, sobre todo, la denodada resistencia de un gigantesco “bunker” que se aferra a un pasado desaparecido y absurdo, sirven de pretexto al autor para construir una insólita obra maestra de la sátira, llena de humor y riquísima en sugerencias, que ha sido definida como “farsa utópica”.

I

… No pude encontrar la estancia cuyo número figuraba en el pase. Entré primero en la Sección Verística, luego en la Sección de Desinformación, donde un funcionario de la Sección de Presiones me dijo que debía subir al octavo piso, pero allí nadie quiso ni siquiera hablarme; iba extraviado entre una multitud de altas jerarquías, cada corredor resonaba de enérgicas pisadas y golpes de puertas y tacones; se mezclaba con estos ruidos marciales la música cristalina de unas campanitas que me recordaban cascabeles de trineos. De vez en cuando unos ujieres transportaban teteras humeantes, me metía por equivocación en los aseos donde varias secretarias se estaban maquillando apresuradamente, agentes disfrazados de ascensoristas charlaban conmigo amistosamente, uno de ellos, provisto de una prótesis de inválido, me había transportado tantas veces de piso en piso que ya me hacía señales de lejos, y hasta dejó de sacarme fotografías con el pequeño aparato metido en el ojal de su solapa como un clavel. Alrededor del mediodía empezó incluso a tutearme y me enseñó su tesoro, un magnetófono escondido bajo el suelo del ascensor; pero mi mal humor no me dejó interesarme por él.

Iba obstinadamente de habitación en habitación sin parar de hacer preguntas como si me hubieran dado cuerda, pero todas las contestaciones eran falsas; seguía encontrándome fuera de la continua corriente del secreto que animaba al Edificio, pero ¡qué diablos!, tenía que penetrar en ella en algún sitio. Dos veces me introduje sin querer en la cámara del tesoro subterránea y hojeé unas actas secretas que nadie había guardado, pero tampoco en ellas encontré la menor indicación para mí. Al cabo de varias horas, ya muy irritado y hambriento (había pasado ya la hora de la comida y ni siquiera había podido encontrar una cantina), decidí emplear una táctica diferente.

Recordaba que la mayoría de altas jerarquías canosas vivía en el piso cuarto; me dirigí, pues, allí; por una puerta con grandes letras encima SOLO PARA LOS CONVOCADOS entré en la subsecretaría, en aquel momento vacía, y de allí, por una salida lateral provista de la consigna LLAMAR, a una sala llena de planos de movilización puestos a secar, donde me enfrenté con un problema: había en ella dos puertas, una con el letrero EXCLUSIVAMENTE PARA LOS EQUILIBRADORES, la otra llevaba la inscripción PROHIBIDO EL PASO. Después de un momento de reflexión abrí esta segunda puerta, e hice bien, ya que me encontré en la secretaría del jefe supremo, el general Kashenblade. Puesto que entré por aquella puerta, el oficial de guardia, sin una sola pregunta, me llevó ante el jefe.

También aquí temblaba en el aire un suave sonido cristalino. Kashenblade estaba removiendo su té. Era un anciano calvo, de complexión robusta. Sus mejillas colgantes como un delantal y los múltiples pliegues de su papada reposaban sobre el cuello de su uniforme cubierto de distintivos en forma de galaxias. Tenía ante sí sobre el escritorio dos filas de teléfonos flanqueadas por unos aparatos de escucha secreta y, en el centro, tarros con etiquetas de varios especímenes; sin embargo, salvo alcohol, nada vi en ellos. Con la calva hinchada de venas, estaba muy ocupado en apretar botones que silenciaban al momento cualquier teléfono que empezara a sonar. Si varios llamaban a la vez, daba un puñetazo a todo el teclado. Es lo que hizo al verme. Reinó un silencio que sólo interrumpía el tintineo de la cucharita.

—¡Ah, es usted! —exclamó. Su voz era muy potente.

—Así es, soy yo —contesté.

—Espere, no hable, yo tengo memoria —gruñó, clavando en mi cara una mirada por debajo de las espesas matas de sus cejas—. X-27, retranspulsión contraestelar Cygni Eps, ¿eh?

—No —dije.

—¿No? ¡Ah! ¡No! ¡Ya! ¿Morbilatrinx B-KuK ochenta y uno, coma, operación Clavito? ¿Bi como Bipropoda?

—No —dije, tratando de ponerle ante los ojos mi convocatoria, pero la rechazó, malhumorado.

—¿Nnno…? —farfulló. Parecía herido en su orgullo. Se ensimismó, revolvió el té; sonó un teléfono. Lo acalló con un gesto leonino—. ¿De plástico? —me espetó de repente a la cara.

—¿Quién, yo? —pregunté—. No, más bien… normal.

Kashenblade ahogó de un golpe el ruido de varios teléfonos y volvió a contemplarme.

—Operación Hiperdios… Mammaciclogastrozauro…, entama, pentacla… —seguía probando, sin querer aceptar la inesperada laguna en su infalibilidad. Al no contestarle yo, se apoyó con ambas manos en el teclado y rugió—: ¡Fuera!

Parecía que él también quería echarme, pero yo estaba demasiado decidido, y me sentía demasiado civil, para obedecer sin protestar. Así que seguí allí con la mano extendida, alargándole mi convocatoria. Kashenblade la tomó finalmente, sin mirar, y la echó con un ademán despreciativo a la rendija de un aparato que tenía delante. El aparato susurró y empezó a hablarle en voz baja. Kashenblade escuchaba, se le nubló la cara, le llamearon las pupilas. Me miró de reojo y se puso a apretar los botones. Primero sonaron los timbrazos de los teléfonos, en tal cantidad que parecían un concierto de música concreta. Los acalló y siguió apretando. La brigada de aparatos que le rodeaba gritaba a cuál más fuerte y más aprisa cifras y criptónimos. Él escuchaba, severo, temblándole un párpado, pero yo ya veía que la tormenta se había desviado. Frunció el ceño y gruñó:

Memorias encontradas en una bañera – Stanislaw Lem

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