Memorias de una viuda
Resumen del libro: "Memorias de una viuda" de Joyce Carol Oates
En una mañana gris de febrero, Joyce Carol Oates llevó a su marido Raymond Smith a urgencias aquejado de una neumonía; una semana después, ciertas complicaciones terminaban con su vida. Estas deslumbrantes páginas capturan el estado emocional de Oates tras la repentina muerte de su marido, y cómo se ve obligada a hallar su equilibrio sin la alianza que la había sostenido durante cuarenta y siete años y veinticinco días.
Llenas de agudas reflexiones y, a veces, de humor negro, estas Memorias de una viuda narran también una conmovedora historia de amor, lírica, moral e implacable, como las que pueblan sus novelas, y ofrecen un inédito retrato de su intimidad, hasta ahora celosamente guardada.
En memoria de mi marido
Raymond Smith
Algunos fragmentos de estas memorias han aparecido en The Atlantic Monthly y Conjunctions.
Dios mío, qué desdichada vas a ser.
GAIL GODWIN
He sentido mucho enterarme de que Ray murió hace un par de semanas. Cuando murió alguien a quien yo amaba, me ayudó mucho recordar que esa persona no era menos real por que no fuera real en este momento, del mismo modo que la gente de Nueva Zelanda no es menos real por que no sea real aquí.
DEREK PARFIT
Cuando murió mi madre, adopté la técnica Gestalt de decirme a mí misma, siempre que me atenazaba la pena: «He decidido tener una madre que está muerta».
T. D., antigua colega en la Universidad de Windsor
Respira poco a poco, Joyce. Respira poco a poco.
GLORIA VANDERBILT
I. La vigilia
«Mi marido murió, mi vida se derrumbó.»
1. El mensaje
15 de febrero de 2008. Cuando regreso a nuestro coche, que había aparcado de cualquier forma en una estrecha bocacalle cercana al Centro Médico de Princeton, veo, sujeto con el limpiaparabrisas, lo que parece ser un trozo de cartulina. Se me encoge bruscamente el corazón y me siento llena de consternación y una aprensión culpable: ¿una multa?, ¿una multa de estacionamiento?, ¿en estos momentos? Hace unas horas aparqué ahí, apresurada, agobiada, con una ristra de advertencias pasándome por la cabeza como si fueran gritos de cigarras —si me hubieran visto, habrían pensado con compasión: esa mujer tiene una prisa desesperada, como si fuera a servirle de algo—, de camino a ver a mi marido en la Unidad de Telemetría del centro médico en el que había ingresado unos días antes con neumonía; ahora necesito volver a casa unas horas y prepararme para regresar al centro médico a primera hora de la noche, angustiada, con la boca seca y dolor de cabeza pero en un estado de nervios que podría llamarse «esperanzado», porque desde su ingreso en el centro médico, Ray no ha dejado de restablecerse, tiene otro aspecto y se encuentra mejor, y su nivel de oxígeno, medido en unas cifras que fluctúan literalmente con cada inspiración —90, 87, 91, 85, 89, 92—, progresa sin cesar; están haciendo los preparativos para trasladarlo a una clínica de rehabilitación cercana (la esperanza es nuestro consuelo ante la mortalidad), y ahora, a media tarde de otra de estas interminables y agotadoras jornadas de hospital, ¿de verdad que nos han puesto una multa de coche? ¿En mi distracción he aparcado en zona prohibida? El límite de tiempo para aparcar en esta calle es de dos horas, he estado más de dos en el hospital, y veo, avergonzada, que nuestro Honda Accord de 2007 —de un blanco inquietante en el atardecer de febrero, como una extraña criatura fosforescente en las profundidades marinas— está estacionado de forma inexperta y, sobre todo, nada elegante, torcido respecto a la acera, con la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada y el parachoques delantero casi tocando el todoterreno de la plaza siguiente. Pero ahora, si esto es una multa, lo primero que pienso es: «No se lo diré a Ray, la pagaré en secreto».
Sólo que la hoja de papel no es una multa del Departamento de Policía de Princeton, sino un trozo de papel corriente, que, cuando mi mano temblorosa lo abre y alisa, resulta ser un mensaje de un particular en letras de imprenta enormes, agresivas, que leo varias veces con ojos asombrados como si estuviera a punto de precipitarme en un abismo:
APRENDE A APARCAR, ZORRA ESTÚPIDA
Así, como en esa parábola de Franz Kafka en la que la verdad más profunda y devastadora de la vida de un individuo se la revela un transeúnte en la calle, como por casualidad, sin importancia, la futura viuda, como si fuera ya viuda, se ve obligada a comprender que su situación, por desgraciada, desesperada o angustiosa que sea, no le da derecho a pisotear los límites de los demás, sobre todo de desconocidos que no saben nada de ella; «la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada».
…
Joyce Carol Oates. Escritora americana, se licenció en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Syracuse, consiguiendo más tarde un doctorado en la Universidad de Rice, y obtuvo un master en la de Wisconsin-Madison.
Oates publicó su primera novela en 1964, y fue profesora en la Universidad de Detroit. Marchó a Canadá, en donde también fue profesora, esta vez en la Universidad de Windsor, en Ontario, y allí fundó junto a su marido, también profesor universitario, una editorial. En 1978, Oates regresó a Estados Unidos, ejerciendo como profesora de Escritura Creativa en la Universidad de Princeton. En 1970, obtuvo el Nacional Book Award, y es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras.
Es autora de cuentos, relatos cortos, teatro, ensayos, poemas, libros juveniles e infantiles y especialmente novelas, algunas de las cuales las ha firmado con los seudónimos de Rosamond Smith y Lauren Kelly.
De entre su obra habría que destacar títulos como Qué fue de los Mulvaney, Monstruo de ojos verdes, La hija del sepulturero, Bestias o Una hermosa doncella, entre otros.
Su nombre ha sido propuesto en varias ocasiones para el Nobel de literatura y también llegó a ser finalista del Pulitzer en 1992 por su obra Agua Negra.