Resumen del libro:
“Memorias de una Geisha” de Arthur Golden es una cautivadora inmersión en el Japón de entreguerras, narrada desde la perspectiva de Sayuri, una de las más destacadas geishas de su época. En este relato, somos testigos de la delicada interacción entre tradición y modernidad en una sociedad que aún se aferra a sus raíces feudales mientras experimenta los influjos occidentales.
A través de las confesiones de Sayuri, nos adentramos en un mundo clandestino donde las pasiones y las apariencias juegan roles protagónicos. En este universo, la sensualidad y la belleza se entrelazan con la degradación y el sometimiento, revelando la complejidad de las relaciones humanas en un contexto cultural y socialmente exigente. En este sentido, la novela nos sumerge en la dura realidad de las jóvenes aspirantes a geishas, quienes son instruidas rigurosamente en el arte de la seducción, y cuya virginidad es objeto de subasta al mejor postor. En este entorno, el amor se presenta como un espejismo inalcanzable, llevando a las protagonistas a confrontar sus propias creencias y deseos más profundos.
Arthur Golden, el autor de esta obra magistral, logra cautivar al lector con su habilidad para retratar la riqueza cultural y emocional de la época. A través de una prosa elegante y envolvente, Golden nos transporta a un Japón fascinante, donde cada detalle, desde la vestimenta hasta las ceremonias, cobra vida ante nuestros ojos. Su meticulosa investigación y su profundo respeto por la cultura japonesa se reflejan en cada página, creando una experiencia literaria que trasciende las barreras del tiempo y el espacio.
En resumen, “Memorias de una Geisha” es mucho más que una simple narración; es un viaje emocional e intelectual a través de la historia y la psicología humana, que deja una impresión duradera en aquellos que tienen el privilegio de sumergirse en sus páginas.
Capítulo uno
Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en una apacible estancia con vistas a un jardín, tomando té y charlando sobre unas cosas que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo te dijera «el día que conocí a fulano de tal… fue el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: «¿En qué quedamos? ¿Fue el mejor o el peor?». Tratándose de otra situación, me habría reído de mis palabras y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor y el peor día de mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado de sus manos me pareció un perfume. De no haberlo conocido, nunca hubiera sido geisha.
No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi vida, no habré hablado de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que pasé mi infancia o de mis padres o de mi hermana mayor, ni desde luego de cómo me hice geisha o de cómo te sientes siéndolo, con más de media docena de personas. La mayoría de la gente prefiere seguir imaginándose que mi madre y mi abuela fueron también geishas y que yo empecé a prepararme para serlo en cuanto me destetaron, y otras fantasías por el estilo. En realidad, un día, hace muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que mencionó de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior. Me sentí como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan sorprendida que no pude contenerme y le dije:
—¡Yoroido! De ahí soy yo.
¡Pobre hombre! Su cara se convirtió en un muestrario de muecas. Hizo todo lo posible por sonreír, sin conseguirlo, porque no podía dejar de mostrar una turbada sorpresa.
—¿Yoroido? Seguro que no estamos hablando del mismo lugar.
Para entonces ya hacía mucho tiempo que yo había desarrollado mi «sonrisa Noh»; la llamo así porque cuando la pongo parezco una máscara del teatro Noh, de esas que son totalmente hieráticas. La ventaja que tiene es que los hombres la interpretan como quieren; no te puedes imaginar lo útil que me ha sido. En ese momento pensé que lo mejor sería usarla, y como era de esperar, funcionó. El hombre suspiró profundamente y se bebió de un trago la copa de sake que acababa de servirle. Luego soltó una enorme carcajada, de alivio, creo yo, más que de otra cosa.
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