Resumen del libro:
A mediados del siglo XIX, en una Norteamérica dividida en dos bandos cada vez más irreconciliables, una huérfana de Filadelfia vivirá la experiencia del sexo hasta las últimas consecuencias. Estas Memorias de Dolly Morton, transcripción en primera persona de las peripecias de su protagonista, narran la flagelación de Dolly por unos negreros, el posterior secuestro y violación a manos de un rico plantador y la progresiva inmersión en situaciones eróticas de toda índole originadas por la particular situación de sumisión en la que se encuentra. Pero el autor, que quiso permanecer anónimo, de estas memorias no se limita al simple recuento de las muy numerosas actividades sexuales, sino que, al igual que autores de la talla de Casanova o Frank Harris, hace una crónica de los acontecimientos de esta movida época. La situación de los negros del Sur, los horrores y humillaciones del esclavismo, la guerra civil, son pues el perfecto contrapunto de una experiencia sexual que oscila entre la amargura y el éxtasis.
Introducción
De cómo conocí a Dolly Morton, junto con un recuento fehaciente de las circunstancias que la impulsaron a referirme la historia de su vida.
En el verano del año 1886, poco después de terminada la guerra civil que había enfrentado al Norte con el Sur, en Norteamérica, me encontraba yo en Nueva York, ciudad a la cual había llegado con objeto de sacar un pasaje en uno de los vapores de la compañía Cunard con destino a Liverpool, para regresar a mi patria, a uno de los condados del centro de Inglaterra, después de una partida de caza y pesca por tierras de Nova Scotia.
En aquella época yo contaba treinta años de edad, medía más de un metro ochenta, y era fuerte y saludable; siendo como era de ánimo aventurero, me gustaban las mujeres, aparte de ser más bien intrépido a la hora de requebrarlas; por eso, mientras duró mi estancia en Nueva York, me dediqué a recorrer la ciudad de noche, viendo muchas escenas sin duda singulares, así como diversos estadios de la vida en las casas de alquiler. De todos modos, no tengo la intención de relatar mis experiencias en los barrios bajos de la ciudad de Nueva York.
Una tarde, a las cinco en punto, emprendí un paseo por Central Park, y tomé asiento a la sombra de un árbol frondoso para fumar tranquilamente un cigarro. Era un hermoso día de agosto y el sol, que declinaba hacia el oeste, brillaba con fuerza en un cielo desprovisto de nubes. Soplaba una brisa ligera, muy a tino para atemperar el calor y acariciar las hojas de los árboles, que susurraban en un tono consolador; me arrellané en el asiento, con intención de contemplar las hermosas y acicaladas doncellas de diversas nacionalidades, al cuidado todas ellas de los niños norteamericanos, vestidos de manera muy atildada. Fue entonces cuando volví la vista hacia una dama que estaba sentada en un banco contiguo al mío, leyendo un libro.
Aparentaba unos veinticinco años de edad, una mujer menuda y muy hermosa, de tipo, por lo que pude ver, redondeado y bien perfilado. Tenía un cabello castaño claro, dorado, recogido en un voluminoso moño —era la época de los moños y los miriñaques—. Llevaba unos guantes primorosos, e iba vestida con pulcritud y modestia; todo cuanto llevaba puesto era de buen gusto, desde el sombrerito hasta las atildadas botas que cubrían sus pequeños y bien torneados pies, que asomaban bajo el dobladillo de una amplia falda. La estuve mirando un rato con mayor intensidad de la aconsejable y, desde luego, excediéndome en las normas de la cortesía, convencido de que respondía con fidelidad al tipo de la bonita dama norteamericana de clase alta. Pasado un rato, se dio cuenta de que mi mirada se había prendado de ella; elevó los ojos del libro y me miró con resolución durante un instante; después, satisfecha por lo visto con mi apariencia, le afloró a la boca una hermosa sonrisa, y me lanzó una mirada descarada y coqueta, a la vez que con un gesto me invitaba a tomar asiento a su lado. Me quedé más bien perplejo, pues por su aspecto no había pensado que se tratara de una demi-monde; pero la verdad es que estaba más que deseoso de charlar un rato con ella, y también de inmiscuirme en sus asuntos, caso de que su conversación me complaciera tanto como su aspecto.
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