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Mefisto

Portada del libro Mefisto, por Klaus Mann

Resumen del libro:

Escrita en el exilio en 1936, «Mefisto», tras su publicación en Alemania en 1956, provocó uno de los más significativos procesos literarios de la Alemania de la posguerra. Inspirada en un personaje real, el actor Gustaf Gründgens, que llegó a ser Director General de Teatro en el III Reich, «Mefisto» describe la progresiva corrupción y el oportunismo de un actor lleno de ambición que utiliza para satisfacerla la palanca del poder nazi. Pero «Mefisto» es a la vez un vasto cuadro de un período y el análisis de una insatisfacción. Sobre esta novela Istvan Szabo realizó un filme interpretado por Karl-Maria Brandauer.

Capítulo primero

H. K.

En los últimos años de la primera Guerra Mundial y en los primeros que siguieron a la Revolución de Noviembre, el teatro literario alemán conoció un momento de esplendor. También al director Oskar H. Kroge le fueron bien las cosas, a pesar de la difícil coyuntura económica. Dirigía un Teatro de Cámara en Frankfurt del Main, un sótano angosto, pero con mucho ambiente, donde se reunían todos los intelectuales de la ciudad y, sobre todo, una juventud inquieta, sacudida por los sucesos, amante de la discusión y entusiasta, particularmente cuando se trataba de una reposición de Wedekind o Strindberg o un estreno de Georg Kaiser, Sternheim, Fritz von Unruh, Hasenclever o Toller. Oskar H. Kroge, que escribía también ensayos y odas, concebía el teatro como una aula moral: desde el escenario había que educar a la juventud en unos ideales para los cuales se creía que había llegado ya la hora: los ideales de la libertad, de la justicia, de la paz. Oskar H. Kroge era patético, confiado e ingenuo. Cada domingo por la mañana, antes de la representación de una obra de Tolstoi o de Rabindranath Tagore, hablaba a sus fieles. La palabra «Humanidad» se repetía una y otra vez; a los jóvenes, que se apretujaban en los pasillos, les decía con voz emotiva: «Tened el valor de ser vosotros mismos, hermanos», y cosechaba ardorosos aplausos al concluir con las palabras de Schiller: «Recibid un abrazo, millones.»

Oskar H. Kroge era querido y respetado en Frankfurt del Main y en todos los lugares del país donde se seguían los atrevidos experimentos del teatro intelectual. Su cara expresiva, de frente ancha, arrugada, el cabello ralo y gris y los ojos bondadosos, prudentes tras las gafas de estrecha montura dorada, se veía frecuentemente en las pequeñas revistas de vanguardia, a veces incluso en las revistas importantes. Oskar H. Kroge era uno de los más activos precursores del expresionismo dramático.

Sin lugar a dudas, fue una equivocación —de la que muy pronto se dio cuenta— dejar su pequeño teatro de Frankfurt, con su estupendo ambiente, pero en 1923 le ofrecieron la dirección del Teatro de los Artistas, en Hamburgo, que era mayor, y por esto último aceptó. Al público de Hamburgo no se llegaba con el apasionado y exigente experimento con tanta facilidad como a aquel círculo que, con rutina y entusiasmo al mismo tiempo, había sido fiel a las obras de cámara en Frankfurt. En Hamburgo tenía que escenificar una y otra vez El rapto de las sabinas y Pensión Scholler, junto a las obras que a él le parecían importantes. Y esto le hacía sufrir. Todos los viernes, cuando se elaboraba el plan para la semana siguiente, libraba una pequeña batalla con el señor Schmitz, el gerente de la casa. Schmitz quería incluir farsas y comedietas porque eran obras que hacían taquilla; Kroge se empeñaba en poner el repertorio literario. Casi siempre cedía Schmitz, que en verdad sentía una cordial amistad y admiración por Kroge. El Teatro de los Artistas continuaba siendo literario, con el consiguiente perjuicio para los ingresos.

Kroge se quejaba en particular de la indiferencia de la juventud hamburguesa, y del materialismo de una sociedad que se había apartado de todo lo que tuviera altura, en general.

—¡Cuán rápida ha sido la evolución! En 1919 se acudía a ver a Wedekind y a Strindberg, y hoy no se desea más que ver operetas —decía con amargura.

Oskar H. Kroge era exigente y no poseía un espíritu profético. ¿Se hubiera quejado del año 1926 si hubiera podido imaginarse lo que iba a ser 1936?

—Nada bueno atrae ya —protestaba—. Hasta con Los tejedores estaba la sala vacía.

—A pesar de todo, mantenemos el equilibrio.

El gerente Schmitz intentaba consolar a su amigo: le dolían las arrugas de consternación en su rostro, aunque a él tampoco le faltaran motivos para disgustarse, y en su cara rosada hubiera también arrugas.

—¡Pero cómo! —Kroge no se dejaba consolar—. ¿Cómo nos vamos a equilibrar? Tenemos que invitar a conocidos artistas de Berlín, igual que hoy, para que los hamburgueses vengan al teatro.

Hedda von Herzfeld, antigua colaboradora y amiga de Kroge, que ya había estado con él en Frankfurt como actriz y consejera literaria, observó:

—¡Otra vez lo ves todo negro, Oskar H.! No es una vergüenza invitar a Dora Martin. Es maravillosa, y además nuestros hamburgueses vienen también a ver a Hofgen.

Al nombrar a Hofgen, la señora von Herzfeld sonrió inteligente y cariñosa. Su rostro empolvado, de nariz carnosa, y sus dorados ojos se encendieron súbitamente.

—A Hofgen se le paga demasiado —dijo Kroge, gruñón.

—A la Martin también —añadió Schmitz—, Sin menoscabo de su atractivo y reconociendo que arrastra al público, mil marcos por velada me parecen mucho.

—Son las exigencias de las estrellas berlinesas —dijo Hedda, burlona.

Nunca había trabajado en Berlín y afirmaba menospreciar el movimiento teatral de la capital.

—Mil marcos al mes para Hofgen es también exagerado —afirmó Kroge, irritado de pronto—, ¿Desde cuándo cobra mil marcos? Antes cobraba ochocientos, lo que ya me parecía suficiente.

—¿Qué otra cosa podía hacer sino aumentarle? —se disculpó Schmitz—. Entró en mi oficina como un rayo y se me sentó en las rodillas. —La señora Herzfeld observó divertida que Schmitz enrojecía mientras contaba el suceso—. Me hacía cosquillas en la barbilla y decía: «¡Tienen que ser mil marcos! ¡Mil, directorcito! ¡Es una suma tan redonda y bonita!» ¿Qué remedio me quedaba? ¡Dígame!

Era costumbre de Hofgen entrar como un nervioso viento de tormenta en el despacho de Schmitz cuando necesitaba un adelanto o un aumento de sueldo. En estas ocasiones hacía el papel de jovencito maniático y caprichoso, porque sabía que el bobalicón de Schmitz estaba perdido si le alborotaba el cabello o le oprimía insolentemente el estómago con el índice. Como esta vez se trataba de un sueldo de mil marcos, hasta se le había sentado en las rodillas. Schmitz lo confesó enrojeciendo.

—¡Eso son tonterías! —Kroge movía con disgusto la cabeza—, Hofgen es un necio integral. Todo en él es falso, desde sus aficiones literarias hasta su pretendido comunismo. No es un artista, sino un comediante.

—¿Qué tienes contra nuestro Hendrik? —la señora von Herzfeld se esforzaba por hablar con ironía; en realidad no la sentía al referirse a Hofgen, a cuyos estudiados encantos no era del todo insensible—. Es lo mejor que tenemos, y podemos estar contentos de que no se nos vaya a Berlín.

—Pues yo no estoy especialmente orgulloso de él —admitió Kroge—. No es más que un actor de provincias, con cierta experiencia. Eso lo sabe, en el fondo, hasta él.

—Por cierto, ¿dónde anda metido? —preguntó Schmitz.

—Está en su camerino, escondido detrás de un biombo. Me lo ha contado el pequeño Bock. Siempre que vienen invitados de Berlín se pone sumamente nervioso y celoso. Dice que no va a llegar tan lejos como ellos, y se esconde, histérico perdido, detrás del biombo. La Martin le saca especialmente de sus casillas, es una especie de odio-amor lo que siente por ella. Dicen que esta tarde ha tenido un ataque producido por el alcohol —dijo, sonriente, la Herzfeld.

—¡Ahí veis su complejo de inferioridad! —apuntó triunfante Kroge—. Más aún: en cierto modo se valora exactamente a sí mismo.

Los tres estaban sentados en la cantina del teatro, a la que llamaban H. K, por las iniciales del Hamburger Künstlertheater (Teatro de los Artistas de Hamburgo). Detrás de las mesas, cuyos manteles estaban llenos de manchas, colgaba de la pared una galería de retratos polvorientos: los de todos aquellos que, en el paso de los decenios, se habían promocionado desde allí. La señora von Herzfeld sonreía a veces a las ingenuas damas jóvenes, al cómico, al actor de carácter, a los juveniles amantes, a los intrigantes y a las damas de sociedad, que pasaban inadvertidos a Schmitz y Kroge.

Abajo, en el teatro, actuaba Dora Martin, quien con su ronca voz, la delgadez atrayente de su cuerpo de efebo y sus grandes ojos trágicos, infantiles, insondables, embrujaba al público de las grandes ciudades alemanas. La gran actuación tocaba a su fin. Los dos directores y la señora von Herzfeld habían abandonado su palco después del segundo acto. Los demás miembros de la compañía habían permanecido en la sala para ver a su colega de Berlín, a la que admiraban y odiaban por partes iguales.

—La compañía que se ha traído no resiste la menor crítica —opinaba Kroge despectivo.

—¿Qué quiere usted? ¿Cómo ganaría mil marcos por velada si llevara actores caros consigo? —replicó Schmitz.

—Ella, en cambio, está cada vez mejor —dijo la despabilada Herzfeld—, Se puede permitir cualquier amaneramiento. Podría hablar como un bebé subnormal, y arrollaría.

—No está mal lo de bebé subnormal —reía Kroge—. Parece que abajo han terminado —añadió, mirando por la ventana. La gente subía por el camino adoquinado que, pasando por delante de la cantina, llevaba al portal que daba a la calle.

Poco a poco se llenó la cantina. Los actores saludaban con respetuosa cordialidad hacia la mesa de los directores y bromeaban con el encargado del bar, un anciano de barba blanca y nariz amoratada. Papaíto Hansemann, el dueño de la cantina, era para la compañía casi tan importante como Schmitz, el gerente. De Schmitz se podía sacar un adelanto cuando se sentía generoso, pero Hansemann les fiaba si el día quince se les había acabado el sueldo y no habían conseguido el adelanto. Todos le debían algo. Se decía que Hofgen le debía más de cien marcos. A Hansemann no le hacía falta responder a las bromas de sus poco serios clientes; con gesto impávido y solemne seriedad en la frente servía coñac, cerveza y bocadillos que nadie pagaba.

Todos hablaban sobre Dora Martin; cada uno tenía su opinión sobre la categoría, sobre la capacidad de Dora; sólo en un punto estaban de acuerdo: ganaba demasiado. La Motz explicaba:

—El teatro se hunde con esta economía de estrellas —a lo que asentía su amigo Petersen.

Petersen era un actor de carácter con pretensiones de héroe; le gustaban los papeles de reyes y nobles espadachines maduros en obras históricas. Desgraciadamente, era demasiado bajo y gordo para estos papeles, cosa que intentaba paliar con una postura firme y luchadora. En su rostro, que expresaba falsa sinceridad, hubiera cuadrado una barba de marinero, pero como no la tenía, su cara parecía como calva, con el labio superior afeitado, y unos ojillos muy azules y expresivos. La Motz lo quería más de lo que él la quería a ella, eso lo sabían todos. Como él había asentido, ella se dirigió directamente a él en tono íntimo:

—¿No es cierto, Petersen, que sobre esta triste economía ya hemos hablado en otras ocasiones?

—Sí, mujer —confirmó él mansamente, e hizo un guiño a Rahel Mohrenwitz, que iba de muchachita perversa y demoníaca: flequillo negro hasta las cejas afeitadas y un gran monóculo con montura negra en la cara, que aparecía infantil, mofletuda y deformada.

—Es posible que en Berlín atraigan las monerías de la Martin, pero a nosotros no puede engañarnos —sentenció la Motz—; nosotros somos profesionales de toda la vida.

Miró a su alrededor como si esperara los aplausos. Era la actriz de carácter; algunas veces le permitían hacer papeles de dama de sociedad. Le gustaba reír mucho y fuerte, por lo que se le señalaban arrugas alrededor de la boca, en cuyo interior brillaba el oro. En estos momentos tenía una expresión digna, seria, casi furibunda.

Rahel Mohrenwitz comentaba, jugando con la punta de su largo cigarrillo:

—Nadie puede negar que la Martin posee una enorme personalidad. Haga lo que haga sobre el escenario, lo hace siempre con la mayor intensidad, ya sabéis lo que quiero decir…

Todos lo habían entendido, la Motz indicaba con la cabeza su desacuerdo, mientras la pequeña Angelika Siebert declaraba con su vocecita tímida:

—Yo admiro a la Martin. Exhala una fuerza maravillosa, me parece…

Se puso muy colorada por haber osado pronunciar una frase tan larga y atrevida. Todos la miraron con una cierta emoción. La pequeña Siebert era encantadora. Su cabecita, pelo corto y rubio con raya a la izquierda, parecía la de un muchacho de trece años. Sus ojos claros e inocentes no eran menos atractivos por ser cortos de vista; al contrario, algunos pensaban que esa forma de guiñar los ojos al mirar era precisamente su mayor encanto.

—Nuestra pequeña quedó otra vez prendada —dijo el atractivo Rolf Bonetti, riendo demasiado fuerte.

Él era el miembro de la compañía que recibía más cartas de amor del público. De ahí su expresión orgullosa, hastiada, casi repugnante por su indolencia. Le gustaba la pequeña Angelika, a la que cortejaba desde hacía tiempo. En el escenario tenía a menudo la posibilidad de abrazarla, se lo permitían sus papeles de galán. Pero fuera del escenario era esquiva. Con increíble cabezonería depositaba su cariño allí donde menos posibilidad tenía de ser correspondida, allí donde quizá ni era deseada. Conmovedora y deseable como era, parecía hecha para ser amada y mimada. Pero la especial constancia de su corazón le hacía permanecer fría y burlona ante las tormentosas protestas de Rolf Bonetti y llorar, en cambio, amargamente ante la poca atención que le dedicaba Hendrik Hofgen.

Rolf Bonetti decía con aire de entendido:

—Como mujer, esa Martin no vale gran cosa; es un increíble producto híbrido; por sus venas debe correr algo así como sangre de horchata.

—Yo la encuentro bella —dijo Angelika en voz baja, pero decidida—. Para mí es la más bella.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Angelika lloraba a menudo, aunque no tuviera un motivo especial.

—Es curioso —dijo—, noto cierta semejanza enigmática entre Dora Martin y Hendrik…

Esta afirmación maravilló a todo el mundo.

—La Martin es judía.

Fue el joven Hans Miklas el que dijo esto de repente. Todos lo miraron sorprendidos y algo hastiados.

—Miklas es delicioso —dijo la Motz rompiendo el silencio, e intentó reír.

Kroge arrugó la frente, maravillado y asqueado al propio tiempo, mientras que la señora von Herzfeld no podía sino mover la cabeza; también se había puesto pálida. La pausa resultaba larga y penosa; el joven Miklas se apoyaba, pálido y altivo, en la barra. Entonces el director Kroge dijo, punzante:

—¿A qué viene eso? —y adoptó un gesto tan furibundo como le fue posible.

Otro actor joven, que había estado hablando con Papaíto Hansemann hasta este momento, dijo, enérgico y conciliador:

—¡Anda, hombre, que te has pasado! Déjalo, Miklas, eso le puede ocurrir a cualquiera. Tú eres un buen muchacho.

Al mismo tiempo daba palmadas en el hombro del joven, y sonreía tan cordialmente, que todos asintieron; incluso Kroge se permitió un ataque de hilaridad, aunque un poco envarado: se dio una palmada en el muslo, inclinó la parte superior del cuerpo hacia delante y pareció de pronto tremendamente divertido. Miklas estaba serio; volvió el rostro obstinado hacia un lado, los labios apretados.

—De todas formas, es judía.

Habló tan bajo, que nadie le oyó; sólo Otto Ulrichs, que acababa de salvar la situación con tanta naturalidad, lo escuchó y le reprendió con una seria mirada.

El director Kroge, después de haber demostrado que sabía tomar el desliz de Miklas por su lado cómico, hizo una seña a Ulrichs.

—¡Ah, Ulrichs, venga usted un momento, por favor!

Ulrichs se sentó a la mesa con los directores y la señora von Herzfeld.

Mefisto – Klaus Mann

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