Resumen del libro:
“Meditaciones de cine” es un cautivador libro escrito por el reconocido director de cine Quentin Tarantino, en el cual desentraña las profundidades de varias películas icónicas del cine estadounidense de la década de los setenta. La obra está enriquecida con anécdotas, reflexiones y perspectivas personales que Tarantino comparte, arrojando luz sobre sus propias creaciones cinematográficas y su fervor por la séptima arte.
Las raíces de este relato se hunden en la infancia de Tarantino en Los Ángeles, donde su curiosidad se despertó por un crisol de películas, desde clásicos hasta las más modernas. Fue en ese período que su amor por el cine floreció y su entendimiento de los variados géneros se fue moldeando.
En el transcurso de las páginas, Tarantino examina de manera meticulosa diversas películas setenteras, incluyendo aquellas que ocupan un lugar especial en su corazón: “Pulp Fiction”, “Jackie Brown” y “Reservoir Dogs”. Aprovechando su vasto conocimiento cinematográfico, aborda varios aspectos de las películas, como la dirección, el guion, la fotografía, la música y la interpretación.
El libro va más allá de ser un análisis cinematográfico, ya que Tarantino también comparte anécdotas íntimas relacionadas con su carrera en el cine. Entre ellas, se destaca su conexión con su mentor, el director Roger Avary, y los inicios de su incursión en la escritura de guiones. Asimismo, el lector se adentra en sus experiencias colaborando con célebres actores de Hollywood, como Uma Thurman, John Travolta y Brad Pitt.
“Meditaciones de Cine” no solo es un tesoro literario para los devotos de la filmografía de Quentin Tarantino, sino también una fuente invaluable para los amantes del cine en general. El libro brinda la oportunidad de explorar más a fondo la personalidad del director y su devoción por el arte cinematográfico, al tiempo que arroja una nueva perspectiva sobre sus películas más icónicas.
No solo se limita a agradar a los fanáticos de Tarantino, “Meditaciones de Cine” se convierte en una joya literaria para cualquier apasionado del cine. Repleto de detalles sobre la cinematografía estadounidense de los años setenta, el libro arroja luz sobre el contexto en el cual germinaron las obras de Tarantino.
En resumen, “Meditaciones de Cine” emerge como una obra astuta, entretenida y apasionante. Tanto los seguidores fervientes de Quentin Tarantino como aquellos con un amor por el séptimo arte encontrarán en esta lectura una fuente inagotable de conocimiento y placer.
EL PEQUEÑO Q VE GRANDES PELÍCULAS
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, el Tiffany Theater contaba con un bien cultural inmueble por el que se distinguía de los demás grandes cines de Hollywood. Para empezar, no estaba situado en Hollywood Boulevard. A excepción del Cinerama Dome, de la cadena Pacific Theatres, que se alzaba imponente en la esquina de Sunset con Vine, las otras grandes salas de Hollywood se encontraban todas en el último refugio turístico del Viejo Hollywood: Hollywood Boulevard.
Por el día aún se veía pasear a los turistas por el bulevar, camino del Museo de Cera de Hollywood, mirándose los pies y leyendo los nombres en el Paseo de la Fama («Mira, Marge, Eddie Cantor»). Hollywood Boulevard atraía a la gente por sus cines mundialmente famosos (el Grauman’s Chinese Theatre, el Egyptian, el Paramount, el Pantages, el Vogue). Sin embargo, cuando el sol se ponía y los turistas regresaban a sus Holiday Inn, Hollywood Boulevard quedaba en manos de la gente de la noche y se transformaba en Hollyweird, «Hollyraro».
En cambio, el Tiffany estaba en Sunset Boulevard y, para colmo, en Sunset Boulevard al oeste de La Brea, con lo que oficialmente pertenecía al Sunset Strip.
¿Y eso tiene alguna importancia?
Una gran importancia.
En esa época se imponía una profunda nostalgia por todo aquello propio del Viejo Hollywood. Dondequiera que mirases, había fotos, pinturas y murales de Laurel y Hardy, W. C. Fields, Charlie Chaplin, el Frankenstein de Karloff, King Kong, Harlow y Bogart (corrían los tiempos de los famosos pósteres psicodélicos de Elaine Havelock). Sobre todo en Hollywood propiamente dicho (es decir, al este de La Brea). Pero, cuando ibas por Sunset y dejabas atrás La Brea, el bulevar se convertía en el Strip, y el Viejo Hollywood, tal como lo definía el cine, se desvanecía, dando paso a los bares de copas hippies y a la cultura de los jóvenes. El Sunset Strip era famoso por sus clubes de rock (Whisky a Go Go, London Fog, Pandora’s Box).
Y allí mismo, entre los clubes de rock y frente al Ben Frank’s Coffee Shop, se hallaba el Tiffany Theater.
En el Tiffany no pasaban películas como Oliver, Aeropuerto, Adiós, Mr. Chips, Chitty Chitty Bang Bang, Ahí va ese bólido, o ni siquiera Operación Trueno. El Tiffany acogía Woodstock, Los Rolling Stones (Gimme Shelter), Yellow Submarine, El restaurante de Alicia, Trash, Carne para Frankenstein (ambas de Andy Warhol) y Pound, de Robert Downey.
Esas eran las películas que podían verse en el Tiffany. Y aunque el Tiffany no fue la primera sala de Los Ángeles donde se proyectó The Rocky Horror Picture Show, o ni siquiera la primera que empezó a programarla en sesiones de medianoche, sí fue el cine que más contribuyó a la leyenda en que se convertiría esa película y donde realmente se desencadenó gran parte de lo que constituiría el fenómeno «Rocky Horror»: presentarse disfrazado en el cine, el shadow cast (un «elenco en la sombra» que actuaba en vivo mientras se proyectaba la película), las callbacks (frases que el público gritaba intercaladas en el diálogo de la película), las noches temáticas, etcétera. A lo largo de los años setenta, el Tiffany seguiría siendo el lugar de referencia contracultural para pelis alucinógenas. Algunas tuvieron éxito (200 Motels, de Frank Zappa), otras no (El hijo de Drácula, de Freddie Francis, con Harry Nilsson y Ringo Starr).
Los filmes contraculturales producidos entre 1968 y 1971, fueran buenos o no, eran apasionantes. Y tenían que verse con más gente, a ser posible todos colocados. Pronto el Tiffany se apartaría de ese ambiente, porque las películas alucinógenas realizadas a partir de 1972 eran más bien creaciones trasnochadas para un nicho de mercado.
Pero si el Tiffany tuvo un año especial, fue 1970.
Ese mismo año, cuando yo tenía siete, asistí por primera vez a una sesión en el Tiffany. Mi madre (Connie) y mi padrastro (Curt) me llevaron a un programa doble: Joe, ciudadano americano, de John G. Avildsen, y ¿Dónde está papá?, de Carl Reiner.
Alto ahí, ¿viste Joe, ciudadano americano y ¿Dónde está papá? en una sesión doble a los siete años?
Vaya que si las vi.
Y si bien para mí en su día aquella fue una sesión memorable, y por eso escribo ahora sobre la experiencia, no puede decirse que fuera una conmoción cultural. Si nos guiamos por la cronología de Mark Harris, el principio de la revolución del Nuevo Hollywood se produjo en 1967. Por tanto, mis primeros años como espectador de cine (nací en 1963) coincidieron con los inicios de esa revolución (1967), la guerra revolucionaria cinematográfica (1968-1969), y el año en que se ganó la guerra revolucionaria (1970). Que fue el año en que el Nuevo Hollywood se convirtió en el único Hollywood.
Joe, ciudadano americano, de Avildsen, causó mucho revuelo cuando se estrenó en 1970 (ejerció una influencia innegable en Taxi Driver). Por desgracia, en los últimos cuarenta años, esta película, un auténtico barril de pólvora, casi ha caído en el olvido. El filme cuenta la historia de un hombre de clase media alta, un padre disgustado (interpretado por Dennis Patrick) porque su hija (Susan Sarandon, en su debut cinematográfico) ha sucumbido a la cultura del hippismo y las drogas de la época.
Cuando Patrick visita el inmundo cuchitril que ella comparte con su novio yonqui, un tipejo rastrero, se encuentra con este y acaba rompiéndole la cabeza (en ese momento la hija no está en casa). Poco después, sentado en una taberna, mientras intenta asimilar tanto la violencia en la que ha incurrido como el delito que ha cometido, conoce a un bocazas, un obrero reaccionario y racista llamado Joe (interpretado, en una actuación estelar, por Peter Boyle). Joe, sentado a la barra tomándose su cerveza después del trabajo, suelta una perorata patriotera salpicada de obscenidades sobre los hippies, los negros y la sociedad de 1970 en general. En la taberna, un local de clase trabajadora, nadie le presta atención (el camarero incluso llega a decirle, obviamente no por primera vez: «Joe, danos un respiro»).
La diatriba de Joe culmina con la opinión de que alguien debería matarlos a todos (los hippies). En fin, el hecho es que Patrick acaba de matar a uno y, en un momento de descuido, se le escapa una de esas confesiones de bar que solo Joe oye.
A partir de ahí surge una extraña relación antagónica y, a la vez, simbiótica entre dos hombres distintos y de diferentes clases. No son exactamente amigos (Joe casi chantajea al angustiado padre), pero, con una comicidad malévola sí se convierten en compinches. El hombre distinguido de clase media, un ejecutivo, ha llevado a la práctica las peroratas fascistas de ese patán y ese bocazas de clase baja, un obrero.
Al forzar a Patrick mediante chantaje a formar una especie de alianza, Joe comparte con el asesino tanto su siniestro secreto como, en cierta medida, la culpa del asesinato. Esa dinámica da rienda suelta a los deseos y a las inhibiciones del obrero fanfarrón y entierra el sentimiento de culpa del hombre refinado, que pasa a sentir motivación y justificación. Hasta que los dos, armados con fusiles automáticos, ejecutan a los hippies de una comuna. Y, en una trágica e irónica imagen congelada, el padre acaba ejecutando a su propia hija.
Fuerte, ¿no? Y tanto.
Pero lo que esta sinopsis no transmite ni por asomo es lo condenadamente divertida que es la película.
Y, pese a lo cruda, e inquietante, y violenta que es Joe, ciudadano americano, en el fondo es una comedia negra como el carbón sobre las clases en Estados Unidos, rayana en sátira y, a la vez, atrozmente descarnada. La clase obrera, la clase media alta y la cultura de los jóvenes aparecen representadas por sus peores ejemplares (todos los personajes masculinos de la película son cretinos aborrecibles).
Hoy día tal vez resulte controvertido el mero hecho de catalogar Joe, ciudadano americano como comedia negra. Pero, desde luego, no era así en la época en que se estrenó. Cuando vi Joe, ciudadano americano, era sin duda la película más inquietante que había visto (posición que conservó hasta cuatro años más tarde, cuando vi La última casa a la izquierda). Para ser sincero, lo que más impresión me causó fue la sordidez del apartamento donde vivían los dos yonquis al principio de la película. De hecho, se me revolvió algo el estómago (incluso la versión del apartamento de los yonquis presentada en la parodia de la revista Mad me puso un poco de mal cuerpo). Y los espectadores del Tiffany Theater en 1970 vieron la sección inicial de la película en silencio.
Sin embargo, en cuanto Dennis Patrick entra en la taberna, y el Joe interpretado por Peter Boyle entra en la película, el público empezó a reír. Y, en un abrir y cerrar de ojos, los espectadores adultos pasaron de un estado de asqueada calma a una hilaridad manifiesta. Recuerdo que se reían casi de cada puta palabra que pronunciaba Joe. Era una risa de superioridad; se reían de Joe. Pero se reían con Peter Boyle. Este último irrumpe en la película como una fuerza de la naturaleza, y el talentoso guionista, Norman Wexler, le proporciona un puñado de frases muy chistosas. La interpretación cómica de Boyle atenúa la monótona fealdad de la película.
No convierte a Joe en un personaje simpático, pero permite disfrutar de él, por así decirlo.
Avildsen, combinando la brillante interpretación cómica de Peter Boyle con ese crudo diálogo barriobajero, crea un cóctel con un poco de orina que resulta inquietantemente apetitoso.
Joe, con sus gilipolleces delirantes, es para troncharse. Como en Una extraña pareja de polis unos años más tarde, el público puede sentirse culpable al reírse, pero se ríe, doy fe de ello. Incluso yo, a mis siete años, me reí. No porque entendiera lo que Joe decía o supiera valorar el diálogo de Norman Wexler. Me reí por tres razones. Primero, la sala estaba llena de adultos que se reían. Segundo, hasta yo era capaz de captar la onda cómica de la interpretación de Boyle. Y tercero, Joe soltaba un taco tras otro, y a un niño pocas cosas le hacen más gracia que un tío gracioso soltando tacos por un tubo. Recuerdo que en la escena de la taberna, justo cuando parecía que las risas empezaban a aflojar, Joe se levanta del taburete que hay frente a la barra y se acerca a la gramola para meter unas monedas. Y, después de echar una ojeada a la lista de discos de (supongo) música soul, exclama: «¡Dios, se han cargado hasta la puta música!». Los espectadores del Tiffany Theater prorrumpieron en carcajadas aún con más ganas que antes.
Pero tras la escena del bar, en algún momento después de que Dennis Patrick y su mujer cenaran en casa de Joe, me quedé dormido. Me perdí, pues, toda la escena en que Joe y su acólito recién hallado emprenden la cacería homicida de hippies. Circunstancia que mi madre agradeció.
Recuerdo que esa noche, mientras volvíamos en coche a casa, mi madre dijo a Curt:
—Me alegro de que Quint se haya quedado dormido antes del final. No me habría gustado que lo viera.
Yo, en el asiento trasero, pregunté:
—¿Qué ha pasado?
Curt me puso al corriente de lo que me había perdido:
—Verás, Joe y el padre acaban liándose a tiros con un grupo de hippies. Y en medio del barullo el padre acaba matando a su hija.
—¿La chica hippy del principio? —pregunté.
—Sí.
—¿Por qué la mata? —pregunté.
—Bueno, no era su intención matarla —me dijo.
—¿Se queda triste? —pregunté entonces.
Y mi madre contestó:
—Sí, Quentin, se queda muy triste.
…