Resumen del libro:
“Maya” es una obra literaria fascinante del renombrado autor noruego Jostein Gaarder, conocido por su habilidad para entrelazar la filosofía con la narrativa. Con un estilo inconfundible, Gaarder nos invita a una travesía reflexiva y envolvente, donde la ciencia, la filosofía y la intriga se amalgaman en una trama cautivadora.
La novela arranca en las exóticas islas Fidji, último bastión ecológico, que sirve de escenario para la primera parte de la historia. Aquí, Gaarder introduce a los lectores en una atmósfera de suspense mientras explora conceptos científicos como la evolución de los vertebrados y la creación del Universo a partir del Big Bang. Esta introducción científica se combina de manera magistral con la teoría de la relatividad del tiempo, ofreciendo al lector un viaje intelectual profundo y provocador.
En la segunda parte, el escenario se traslada a España, donde el pintor Francisco de Goya y su célebre obra “La maja desnuda” desempeñan un papel crucial en el desarrollo de la trama. A través de una conexión casi mística, Gaarder entrelaza la historia del arte con la evolución del pensamiento humano, sumergiendo al lector en una exploración de la percepción y la realidad.
Ana María Maya, una renombrada bailaora gitana, es el enigmático hilo conductor que lleva a los personajes y al lector hacia un desenlace sorprendente. La presencia de Ana María no solo añade un toque de misterio, sino que también simboliza la ilusión, el concepto hindú de maya, que Gaarder utiliza para cuestionar nuestra percepción del mundo y la realidad.
Gaarder, utilizando su distintivo enfoque didáctico, introduce al lector en profundas cuestiones filosóficas sobre la finalidad del Universo y la realidad. ¿Es nuestra percepción del mundo una mera ilusión? ¿Tiene el Universo un propósito concreto? Estas preguntas se abordan con un estilo narrativo que mantiene al lector en vilo, desafiando continuamente sus creencias y percepciones.
Jostein Gaarder, autor de éxito internacional gracias a obras como “El mundo de Sofía”, sigue demostrando su maestría en “Maya”. Con su habilidad para simplificar conceptos complejos y su talento narrativo, Gaarder crea una novela que no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión profunda. Su capacidad para fusionar elementos de suspense, ciencia y filosofía lo convierte en un autor único en su género.
“Maya” es una obra imprescindible para aquellos que buscan una lectura que desafíe la mente y enriquezca el espíritu. Con una trama bien construida y personajes memorables, Gaarder nos brinda una novela que perdura en la memoria, dejando al lector con nuevas preguntas y una apreciación renovada por la complejidad del Universo y la naturaleza humana.
A Siri
Prólogo
Nunca olvidaré aquella húmeda y borrascosa mañana de enero de 1998 en que Frank aterrizó en Taveuni, una pequeña isla del archipiélago Fidji. Durante toda la noche había estado tronando y, antes del desayuno, los dueños del hotel Maravu Plantation tuvieron que ocuparse de la reparación de un fallo en la instalación eléctrica. Como la cámara frigorífica peligraba, me ofrecí para ir con el coche a Matei para recoger a unos nuevos huéspedes que llegarían a la línea de cambio de fecha en el vuelo de la mañana, procedente de Nadi. Angela y Jochen Kiess aceptaron agradecidos mi ayuda, y Jochen me elogió diciendo que siempre se podía contar con un británico en una situación de crisis.
Me fijé ya en el serio noruego en el momento en que subió al todoterreno en compañía de un par de norteamericanos. Tenía unos cuarenta años, era de estatura media y pelo rubio, como la mayoría de los escandinavos, pero con los ojos marrones y un semblante más bien abatido. Se presentó como Frank Andersen, y recuerdo que me tomé el tiempo de pensar que quizá pertenecía a esa rara categoría de seres humanos que durante toda su vida se sienten oprimidos en la Tierra por la brevedad de la vida y la falta de espíritu. Esta suposición no se disipó cuando aquella misma noche me enteré de que era biólogo evolutivo. Si uno de entrada tiene cierta predisposición a la melancolía, la biología evolutiva tiene que ser una ciencia poco reconfortante.
Sentado frente a la mesa de trabajo en mi casa de Croydon, estoy mirando una postal arrugada, fechada en Barcelona, el 26 de mayo de 1992. La postal muestra una foto de la Sagrada Familia, la catedral inacabada de Gaudí, y en la parte de atrás pone:
Mi querido Frank: Llegaré a Oslo el martes, pero no iré sola. Todo va a ser diferente a partir de ahora, tienes que estar preparado. ¡No me llames! Quiero sentir tu cuerpo antes de que medien más palabras entre nosotros. ¿Te acuerdas de la bebida mágica? Pronto beberás unas gotas. A veces me entra miedo. ¿Podemos hacer algo tú y yo para aceptar que la vida sea tan breve? Tuya siempre, Vera.
Frank me enseñó de repente la postal con esas altas torres una tarde en que estábamos tomando una cerveza en el bar de Maravu. Yo le había contado que había perdido a Sheila unos años antes, y Frank permaneció sentado un buen rato, hasta que con un gesto brusco cogió la cartera del bolsillo y sacó una postal doblada que inmediatamente desdobló y puso sobre la mesa. El texto estaba escrito en español, pero el noruego lo tradujo palabra por palabra. Parecía necesitar mi ayuda para captar lo que acababa de traducir.
—¿Quién es Vera? —pregunté—. ¿Estabais casados?
Asintió con la cabeza.
—Nos conocimos en España a finales de los ochenta. Al cabo de un par de meses, ya vivíamos juntos en Oslo.
—¿Y la relación se rompió?
Negó con la cabeza pero sin embargo dijo:
—Después de diez años se volvió a Barcelona. Fue en el otoño pasado.
—Vera no es un típico nombre español —objeté—. Y tampoco catalán.
—Un pueblo de Andalucía se llama así —explicó—. Según su familia, es donde fue concebida.
Miré la postal.
—¿Y había ido a Barcelona a visitar a su familia?
De nuevo negó con la cabeza.
—Había ido a su ciudad a leer la tesis doctoral.
—¿Ah sí?
—Sobre las migraciones de la especie humana desde África. Vera es paleontóloga.
—¿Y a quién se llevó a Oslo?
Frank miró el interior del vaso.
—A Sonia —dijo sin más.
—¿Sonia?
—Nuestra hija, Sonia.
—¿Así que tenéis una hija?
Señaló la postal.
—Así fue como me enteré de que Vera estaba embarazada.
—¿De ti?
Se estremeció.
—Era mi hija, sí.
Comprendí que algo tenía que haber ido mal, e intenté adivinar qué pudo haber pasado. Pero tenía un punto de referencia más y dije:
—¿Y qué hay de esa «bebida mágica» de la que ibas a saborear unas gotas? Suena muy tentador.
Vaciló. Luego sonrió con cierta timidez antes de quitarle importancia.
—Nada, es una tontería, cosas de Vera.
Llamé al camarero y le pedí otra cerveza. Frank apenas había tocado la suya.
—Cuéntame —dije.
Y Frank contó:
—Teníamos en común esa misma intransigente sed vital. ¿O acaso debo llamarlo «anhelo de eternidad»? No sé si entiendes lo que quiero decir.
Claro que lo entendía. Noté el corazón latir en el pecho y pensé que debía tranquilizarme. Levanté la palma de la mano para expresarle que no necesitaba que me explicara lo del anhelo de eternidad. Él reparó en ello. Aparentemente, no era la primera vez que Frank intentaba explicar lo que quería decir con lo de anhelo de eternidad. Añadió:
—Nunca había encontrado en una mujer esa inflexible necesidad. Vera era un persona cálida y realista. Pero también vivía metida en su mundo, o mejor dicho, en el mundo de la paleontología. Era de los que se orientan más vertical que horizontalmente.
—¿Ah sí?
—No le interesaba lo que sucede en la calle o en el espejo. Era guapa, muy guapa. Pero nunca la vi hojeando una revista femenina.
Seguía sentado, removiendo la cerveza con un dedo.
—Me contó que de joven había tenido muchas fantasías sobre una bebida mágica que le concedería la vida eterna en cuanto se hubiera bebido la mitad. Así tendría tiempo ilimitado para encontrar al hombre a quien daría la otra mitad y podría estar segura de que un día encontraría al hombre de su vida, si no la semana siguiente, al menos en cien o en mil años.
Volví a señalar la postal.
Sonrió con resignación.
—Cuando volvió de Barcelona aquel verano del 92 declaró solemnemente que de alguna manera habíamos tomado algunas gotas de esa bebida mágica con la que soñaba de pequeña. Pensaba en el niño que iba a nacer. Algo de nosotros dos ya había comenzado a vivir su propia vida, decía. Algo que tal vez daría frutos durante miles y miles de años.
—¿La posterioridad, quieres decir?
—Sí, en eso pensaba. De hecho, todos los seres humanos de la Tierra descienden de una mujer que vivió en África hace unos cientos de miles de años.
Dio un sorbo de cerveza y, como no dijo nada más en mucho rato, intenté que arrancara de nuevo.
—Continúa, si quieres —le dije.
Me miró a los ojos. Fue como si por un instante evaluara si yo era o no un hombre de fiar. Siguió hablando:
—Cuando llegó a Oslo me aseguró que no habría vacilado en compartir conmigo la bebida mágica, si la hubiera tenido. Obviamente no me dio ninguna «bebida mágica», pero lo viví, de todos modos, como un gran momento. Consideré como algo sublime el hecho de que se atreviera a hacer una elección de la que jamás podría retractarse.
Me declaré de acuerdo con un gesto de cabeza.
—Ya no es corriente que la gente se prometa fidelidad eterna. Se está juntos en lo bueno, pero luego viene lo malo, y entonces hay muchos que simplemente se largan.
Pareció de repente algo irascible:
—Creo que recuerdo literalmente lo que dijo: «Para mí sólo hay un hombre y una tierra, y si lo siento tan intensamente es porque sólo vivo una vida».
—Qué declaración tan singular —dije—. ¿Y qué pasó luego?
Fue muy escueto. Tras vaciar el vaso de cerveza me contó que habían perdido a Sonia cuando tenía cuatro años y medio, y que desde entonces la convivencia les había resultado imposible. Era demasiado dolor bajo el mismo techo, explicó Frank. Luego se quedó contemplando el palmeral.
No se dijo nada más al respecto, a pesar de un par de discretos intentos por mi parte de retomar el hilo.
La conversación también fue interrumpida en cierto modo por un enorme sapo que saltó a la plataforma donde estábamos sentados. Sonó un «¡chop!», y el contrahecho sapo se sentó debajo de la mesa, entre nuestras piernas.
—Un tamazul —explicó el noruego.
—¿Tamazul?
—O Bufo marinus. Fueron importados de Hawai hace poco tiempo, en 1936, con el fin de combatir la gran cantidad de insectos en las plantaciones de caña de azúcar y se encuentran muy a gusto aquí.
Señaló el palmeral, donde descubrimos otros cuatro o cinco ejemplares. Unos minutos más tarde pude contar hasta diez o doce sapos en la hierba húmeda. Yo llevaba ya muchos días en la isla, pero jamás había visto tantos sapos juntos. Tuve la sensación de que era Frank quien los atraía, y no pasó mucho tiempo hasta que pude contar más de veinte ejemplares. Sentí una especie de aversión al ver tantos sapos juntos.
Encendí un cigarrillo.
—Sigo pensando en esa bebida que mencionaste —dije—. No todo el mundo se habría atrevido a probarla. Creo que la mayoría no la habría probado.
Puse el mechero en la mesa, lo señalé y susurré:
—Esto es un mechero mágico. Si lo enciendes ahora, vivirás eternamente en la Tierra.
Me miró fijamente sin sonreír. Fue como si sus pupilas se iluminaran.
—Pero tienes que pensártelo mucho —precisé—, porque sólo tendrás una oportunidad, y nunca podrás revocar la decisión que tomes.
—No importa —dijo con altivez, y dudé respecto a la elección que hiciera.
—¿Quieres vivir hasta la edad normal del ser humano? —pregunté solemnemente—. ¿O quieres quedarte en la Tierra por los siglos de los siglos?
Frank levantó el mechero lenta pero resueltamente, y lo encendió.
Me impresionó. Llevaba casi una semana en la isla y ya no me sentía tan solo.
—No somos muchos —comenté.
Por fin sonrió, una amplia sonrisa. Creo que nuestro encuentro le había sorprendido tanto como a mí.
—No, al parecer no somos tantos —admitió.
Se incorporó y me tendió la mano por encima del vaso de cerveza.
Fue como si nos hubiéramos confiado el uno al otro que pertenecíamos al mismo orden selecto. Ni a Frank ni a mí nos daba miedo la idea de vivir eternamente. Lo que nos aterraba era lo contrario.
Faltaba poco para la cena, e insinué que celebráramos la fraternización con una copa. Cuando sugerí pedir una ginebra sola, mostró su conformidad.
Los sapos continuaron multiplicándose en el palmeral, y volví a sentir asco. Confesé a Frank que aún no me había acostumbrado a los gecos en el dormitorio.
Llegaron las copas de ginebra, y mientras el personal empezaba a preparar las mesas para la cena nosotros seguíamos sentados, brindando por los ángeles del cielo. También brindamos por ese pequeño grupo de gente que no era capaz de reprimir su envidia de los ángeles por vivir eternamente. AI final, Frank señaló los sapos del palmeral. Opinó que por educación también deberíamos brindar por ellos.
—Al fin y al cabo son nuestros hermanos de sangre —señaló—. Estamos más emparentados con ellos que con los ángeles del cielo.
…