Resumen del libro:
Mary Shelley ha pasado a la posteridad como la autora de Frankenstein, obra que había imaginado una noche de 1816 en la villa Diodati, una casa de Byron a orillas del lago Leman y que publicó en 1818. La historia que se puede leer en este libro estuvo perdida durante ciento setenta y siete años en un baúl, entre cartas personales, postales y diplomas escolares. En 1997 fue encontrada por Cristina Dazzi, descendiente de una rama italiana de aquella familia. Una vez confirmada la autenticidad del manuscrito y rastreando sus menciones a lo largo de su correspondencia, se supo también que, en un momento de depresión, originada por la muerte de tres de sus hijos, Mary escribe esta narración de corte netamente romántico.
Primera parte
En una tarde de domingo del mes de septiembre, un viajero llegó a Torquay, ciudad y puerto marítimo de la costa meridional de Devonshire. La tarde se presentaba cálida y apacible, y en el mar las olas, ligeramente agitadas por la brisa, destellaban bajo el sol. Las calles de la ciudad estaban desiertas, pues, tras acudir a la iglesia, sus habitantes aprovechaban el intervalo entre los servicios religiosos para almorzar. Nuestro hombre recorrió las calles más modestas de la ciudad, en dirección al semicírculo de casas que bordeaba el puerto, y se detuvo frente a la puerta de una posada de aspecto pulcro. El forastero, que rondaría los cuarenta y cinco años de edad, era un hombre de porte recto, espíritu despierto e incluso cierta distinción en el modo de caminar. Tenía el pelo negro y rizado, si bien un poco ralo en las sienes. Era apuesto, aunque traía la piel castigada por el sol, y cuando sonreía parecía tan afable y bondadoso que era imposible no quererlo a primera vista. Por su atuendo y sus modales, ofrecía el aspecto de alguien que había conocido tiempos mejores y se veía ahora sumido en la pobreza; sin embargo, y pese a su gesto circunspecto, no parecía abatido por esta circunstancia. Sus vestimentas eran toscas y estaban cubiertas de polvo. Viajaba a pie y cargaba un morral a la espalda.
Entró en la posada, pidió de comer, descolgó el morral del hombro y se sentó a descansar cerca de la puerta. Estando allí sentado, un cortejo fúnebre desfiló ante la posada. Era a todas luces el entierro de una persona humilde; un grupo de campesinos transportaba el ataúd, seguido de cuatro allegados del difunto. Aunque en sus rostros asomaba un gesto grave, tres de ellos parecían indiferentes y ajenos a la tragedia. El cuarto era un muchacho de unos trece años de edad; lloraba, y tan sumido estaba en su propia pena que sus ojos no registraban nada de cuanto ocurría alrededor. Algo en su apariencia llamó de inmediato la atención del viajero y, cuando por un instante el muchacho logró contener su llanto y dirigió la mirada hacia la puerta de la posada, el forastero pensó que rara vez habían visto sus ojos un joven tan hermoso. Se volvió hacia la mesonera y preguntó quiénes eran el difunto y el muchacho que lo acompañaba.
—El difunto —contestó la mujer— es el viejo Barnet, el pescador, y ese chico era una especie de sirviente o aprendiz que se fue a vivir con él tras la muerte de la vieja señora Barnet, la esposa del pescador.
—¿Es de por aquí?
—No, señor. Y tampoco sabría decirle de dónde ha venido. Lo que sí puedo asegurarle es que es hijo de gentes muy humildes, pues de lo contrario sus padres jamás lo habrían enviado a vivir a la cabaña del viejo Barnet.
Los vecinos dicen que es buen chico, pero yo no sé nada de él.
El viajero suspiró y dijo:
—Nada me une a este pobre muchacho y, sin embargo, me han conmovido su porte y su talante.
Desde una mesa que ocupaba uno de los rincones del comedor se elevó entonces la voz de un joven campesino, que también estaba almorzando:
—Yo vivo cerca de la cabaña del viejo Barnet y conozco bien al muchacho. No hay en el mundo mejor persona, y le aseguro que conocerlo es quererlo. Si así lo desea, puesto que al parecer le interesa la historia del chico, le contaré cuanto sé de él.
El viajero expresó su asentimiento y el campesino inició su relato:
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