Resumen del libro:
Una trama llena de situaciones límite, una escritura cultivada y puntillosa y unos personajes descritos con simpatía y vigor realzan el valor de esta novela. Por sus obligaciones como mujer de un pastor unitario, Elizabeth Gaskell hubo de conocer de primera mano las condiciones de vida de los obreros de Manchester y las consecuencias de la revolución Industrial. En un ambiente de tensión social, agravado por la pobreza y el desempleo, se inscribe la peripecia de una muchacha que coquetea con el apuesto hijo del patrono y desprecia al pretendiente que daría su vida por ella.
Capítulo I
¡Oh! Es difícil trabajar
todos los días de tu vida,
cuando tus vecinos
pasan el tiempo entre juegos y excursiones.
Ahí va Richard con su bebé,
y Mary con la pequeña Jane
y felices pasearán
por los senderos entre el brezo.
Canción de Manchester
Cerca de Manchester hay unos campos, bien conocidos por sus habitantes como Green Heys Fields, por los que discurre un sendero público hasta un pueblecito que se encuentra a unos tres kilómetros de allí. A pesar de que es un terreno llano y bajo, es más, a pesar de la falta de bosques (el gran aliciente habitual de las extensiones de terreno despejadas), poseen un encanto que impresiona incluso al habitante de un distrito montañoso, que ve y siente el efecto del contraste de esos campos, corrientes pero totalmente rurales, con la agitada y populosa ciudad industrial que ha dejado hace menos de media hora. Aquí y allá una granja de color blanco y negro, con sus dependencias dispersas, nos recuerda otras épocas y otras ocupaciones que las que ahora absorben a la población de los alrededores. Aquí pueden presenciarse en cada estación del año las tareas campesinas de la siega del heno, la labranza, etcétera, que tan agradablemente misteriosas resultan para la gente de la ciudad; y aquí el artesano, ensordecido por el estrépito de las voces y las máquinas, puede acudir a escuchar un rato los deliciosos sonidos de la vida rural: los mugidos del ganado, las voces de la lechera y el bullicio y el cacareo de las aves de corral en las antiguas granjas. No es raro, pues, que esos campos sean tan populares y que la gente los visite los días de fiesta; y tampoco sería raro, si el lector pudiera verlas, o yo lograra describirlas correctamente, que ciertas escaleras para saltar una valla fuesen en tales ocasiones un lugar muy concurrido. Cerca hay un estanque muy hondo y cristalino que refleja en sus verdes profundidades los árboles umbrosos que se vencen sobre él para ocultar el sol. El único sitio donde sus orillas se inclinan hacia el agua está junto al corral de una de esas granjas antiguas con fachadas blancas y negras a las que me he referido antes y que se alza en lo alto del campo por donde discurre el sendero público. El porche de la granja está cubierto por un rosal; y en el jardincillo que hay en torno a él prospera una multitud de hierbas y flores anticuadas, plantadas hace mucho tiempo, cuando el jardín era la única farmacia disponible, y a las que se ha dejado crecer con exuberancia: rosas, lavanda, salvia, mirra (para infusiones), romero, claveles y enredaderas, cebollas y jazmines en un orden democrático e indiscriminado. Esa granja y ese jardín se hallan a unos cien metros de las escaleras de las que he hablado antes, y que conducen de los pastizales a otro campo más pequeño, dividido por un seto de espino y espino negro; y cerca de ellas, al otro lado, corre un riachuelo donde a menudo pueden encontrarse prímulas y, de vez en cuando, sobre la herbosa orilla, la dulce violeta azul.
No sé si fue en un día de fiesta concedido por los patronos o en uno tomado por los obreros por derecho de Naturaleza y en honor a sus hermosos días primaverales, pero una tarde (hará ahora diez o doce años) esos campos estaban abarrotados de gente. Era primeros de mayo: el abril de los poetas, pues había estado toda la mañana lloviendo y las nubes blancas, suaves y redondeadas que el viento del oeste empujaba por el cielo azul intenso a veces se entreveraban con alguna más negra y amenazadora. La calidez del día tentaba a las hojas jóvenes, que cobraban vida de manera casi visible con un aleteo; y los sauces que por la mañana habían sido solo un pardo reflejo en el agua eran ahora de ese tierno color verde grisáceo que tan delicadamente se mezcla con la armonía primaveral de los demás colores.
Fueron llegando con paso liviano grupos de chicas alegres y tal vez un poco gritonas, cuyas edades puede que oscilaran entre los doce y los veinte años. Eran, en su mayoría, obreras de las fábricas, y llevaban la prenda que se ponen habitualmente esas doncellas para salir: un chal, que a mediodía, o cuando hacía buen tiempo, no era más que un chal, pero que, al caer la tarde o si el día era frío, se convertía en una especie de mantilla española o de manta escocesa, y se llevaba suelto sobre la cabeza o prendido con un broche debajo de la barbilla de manera muy pintoresca.
Sus rostros no eran especialmente bellos; de hecho, con una o dos excepciones, estaban por debajo de la media: tenían el cabello oscuro, limpio y peinado a la manera clásica, y los ojos negros, pero la tez cetrina y los rasgos irregulares. Lo único que llamaría la atención a alguien que pasara por allí sería la agudeza e inteligencia de su semblante, tan frecuentes en la población de una ciudad industrial.
También había varios chicos, o más bien jóvenes, que deambulaban por aquellos campos dispuestos a bromear con cualquiera, y en particular a entablar conversación con las chicas, que, no obstante, guardaban las distancias, no con timidez, sino con independencia, y adoptaban una actitud indiferente ante las ruidosas muestras de ingenio y los cumplidos escandalosos de los muchachos. Aquí y allá se veía alguna pareja silenciosa, enamorados o marido y mujer que hablaban entre susurros, y en este último caso rara vez iban sin un bebé a cuestas, con quien cargaba sobre todo el padre, aunque de cuando en cuando llevaban o arrastraban a tres o cuatro niños pequeños, para que la familia al completo pudiera disfrutar del delicioso día de mayo.
En cierto momento de aquella tarde, dos obreros se encontraron con amistosos saludos en las tantas veces citadas escaleras. Uno era un auténtico espécimen del habitante de Manchester: hijo de obreros de las hilanderías, había pasado su juventud y había alcanzado la edad viril en las fábricas de tejidos. Era más bajo que la media y no demasiado robusto, casi parecía un enano, y por su rostro cetrino y exangüe daba la impresión de haber padecido en la infancia las escaseces propias de los malos tiempos y las costumbres poco previsoras. Tenía los rasgos muy marcados, aunque no eran irregulares y su gesto era muy serio, como si estuviera decidido, con una especie de austero entusiasmo, tanto a hacer el bien como el mal. En la época de la que hablo el bien predominaba sobre el mal en su semblante y era de esas personas a quienes un desconocido podría pedir un favor confiando en que se lo concedería. Iba acompañado de su mujer, de quien podría decirse sin exagerar que era encantadora, aunque tuviera el rostro hinchado de tanto llorar y a menudo lo ocultase detrás del mandil. Tenía la belleza y la lozanía típicas de los distritos agrícolas, y también ese aire un poco obtuso que es igualmente característico de los habitantes rurales en comparación con los nativos de las ciudades industriales. Se hallaba en una fase muy avanzada del embarazo y tal vez fuese ésa la causa de la naturaleza histérica e irresistible de su pesar. El amigo con quien se encontraron era más apuesto y no parecía tan taciturno como el hombre a quien acabo de describir; daba la impresión de ser un hombre cordial y esperanzado, y, aunque le ganaba en edad, aparentaba gozar mucho más que él de la pujanza de la juventud. Llevaba en brazos a un bebé con mucha ternura, mientras su señora, una mujer frágil que cojeaba al andar, cargaba con otro de la misma edad: dos hermanos gemelos, pequeños y débiles, que habían heredado la frágil apariencia de su madre.
El último de esos dos hombres fue el primero en hablar, mientras una súbita expresión compasiva oscurecía la alegría de su rostro:
—Caramba, John, ¿qué tal te va? —y luego añadió en voz más baja—: ¿Se sabe ya algo de Esther?
Entretanto las dos mujeres se saludaron como viejas amigas, aunque la voz suave y quejosa de la madre de los gemelos solo pudo arrancar nuevos sollozos a la señora Barton.
—Vamos, señoras —dijo John Barton—, ya es bastante caminata por hoy. Mi Mary tiene que dar a luz dentro de tres semanas; y usted, señora Wilson, también ha sido siempre de salud delicada. —Lo dijo con tanta amabilidad que no resultó ofensivo—. Siéntense aquí; la hierba ya está casi seca a estas horas y ninguna de las dos son frioleras. Un momento —añadió con ternura—, permitan que extienda mi pañuelo en el suelo para que no se les ensucie el vestido, que eso siempre preocupa mucho a las mujeres; y ahora, señora Wilson, deme usted al bebé, que me lo llevaré para que pueda usted consolar a mi pobre Mary, la pobre sigue muy triste por lo de Esther.
Enseguida se completaron aquellos prolegómenos; las dos mujeres se sentaron sobre los pañuelos azules de algodón de sus maridos, mientras ellos, cada uno con un bebé en brazos, seguían su paseo; pero, en cuanto Barton le dio la espalda a su mujer, su rostro volvió a adoptar una expresión sombría.
—¿Entonces no habéis tenido noticias de Esther? ¡Pobre chica! —preguntó Wilson.
—No, ni creo que vayamos a tenerlas. Tengo para mí que se ha fugado con alguien. Mi mujer se desespera y piensa que debe de haberse tirado al río, pero yo no hago más que repetirle que la gente no se pone su mejor vestido para tirarse al río; y la señora Bradshaw (en cuya casa se alojaba) asegura que la última vez que la vio fue el martes pasado, cuando bajó por las escaleras con su vestido de los domingos, una cinta nueva en el sombrero y guantes, igual que una auténtica señora.
—Era la joven más guapa que he visto.
—Sí, era una chica muy agraciada, ¡qué lástima! —añadió Barton con un suspiro—. La gente de Buckinghamshire que viene a trabajar aquí tiene un aire muy diferente a la gente de Manchester. Las muchachas de Manchester no tienen las mejillas tan frescas y sonrosadas ni los ojos grises con esas pestañas tan oscuras (que hace que parezcan negros) que tenían mi mujer y Esther. Nunca he visto dos hermanas tan guapas. Aunque la belleza también tiene sus desventajas. Esther estaba tan pagada de sí misma que no había quien la aguantara. Siempre se enfadaba si se me ocurría darle algún consejo; es cierto que mi mujer la malcriaba porque es mucho mayor que Esther y era casi una madre con ella y la ayudaba en todo.
—Vete a saber por qué se iría de vuestra casa la primera vez —observó su amigo.
—Eso es lo malo de que las mujeres trabajen en las fábricas. Ganan tanto dinero cuando van bien las cosas que luego pueden mantenerse solas. Yo tengo claro que mi Mary nunca trabajará en una fábrica. Esther gastaba el dinero en vestidos que realzaran su cara bonita y se acostumbró a volver tarde a casa, hasta que me harté y le dije lo que pensaba; mi mujer cree que fui grosero, pero mi intención era buena porque apreciaba a Esther, aunque solo fuera por Mary. Le dije: «Esther, ya veo cómo acabarás con todos esos potingues y velos vaporosos y saliendo de noche cuando las mujeres honradas están en la cama: terminarás haciendo la calle, Esther, y no creas que entonces te permitiré deshonrar mi casa, aunque mi mujer sea tu hermana». Y ella respondió: «No te preocupes, John, recogeré mis cosas y me iré, no quiero quedarme en un sitio donde me llamen lo que tú acabas de llamarme». Se puso hecha una furia y pensé que iba a echar llamas por los ojos, pero, cuando vio llorar a Mary (porque Mary no soporta las discusiones), fue a su lado, la besó y le dijo que no era tan mala como yo creía. Luego hablamos en tono más amistoso, pues como te digo le tengo afecto a la muchacha y me gusta su apariencia y que sea tan alegre. Pero dijo (y en ese momento me pareció que sus palabras tenían mucho sentido) que nos llevaríamos mucho mejor si se instalaba en una pensión y pasaba a vernos solo de vez en cuando.
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