Resumen del libro:
«Hay, entre los reyes, nombres predestinados al infortunio», se nos advierte al inicio de este libro. En la Escocia del siglo XVI, el máximo exponente de esta sentencia fue la reina María Estuardo, cuya trágica y novelesca vida inspiró a Alexandre Dumas para escribir esta biografía. Inteligente, culta y de una belleza hechizante, la joven María Estuardo se educó en la corte de Francia, donde se le auguraba un futuro brillante. Sin embargo, su vida fue un sinfín de calamidades desde su regreso a Escocia para hacerse cargo del trono hasta su prolongada caída en desgracia: abdicación, exilio, cautiverio y muerte por decapitación en el castillo de Fotheringay, tras ser acusada de planear el asesinato de su prima, la reina Isabel I de Inglaterra. Desde entonces, la figura de María Estuardo no ha dejado de ser objeto de interpretaciones ambivalentes: adúltera e instigadora de asesinatos, valiente defensora del catolicismo en un país desgarrado por las guerras de religión, víctima heroica de intrigas políticas y juegos de poder, mujer de pasiones turbulentas que no supo pacificar su propio reino.
Hay, entre los reyes, nombres predestinados al infortunio: en Francia, ese nombre es Enrique. Enrique I fue envenenado, a Enrique II lo mataron en un torneo, a Enrique III y Enrique IV los asesinaron. En cuanto a Enrique V, cuyo pasado ha sido ya tan funesto, sólo Dios sabe lo que le reserva el futuro.
En Escocia, ese nombre es Estuardo.
Roberto I, fundador de la Casa, murió de melancolía a los veintiocho años. Roberto II, el más afortunado de la familia, se vio obligado a pasar una parte de su vida no sólo aislado en su retiro, sino incluso sumido en la oscuridad como consecuencia de una inflamación ocular, a causa de la cual los ojos se le enrojecían más que la sangre. Roberto III sucumbió al dolor que le produjo la muerte de uno de sus hijos y el cautiverio del otro. Jacobo I fue apuñalado por Graham en la abadía de los Monjes Negros de Perth. A Jacobo II lo mató la esquirla de un cañón que saltó en pedazos durante el sitio de Roxburgo. Jacobo III fue asesinado por un desconocido en un molino donde se había refugiado durante la batalla de Sauchie. Jacobo IV cayó en medio de sus nobles, atravesado por dos flechas y una alabarda, en el campo de batalla de Flodden. Jacobo V murió de pena tras la pérdida de sus dos hijos y de remordimiento por haber mandado ejecutar a Hamilton. Jacobo VI, predestinado a aunar sobre su cabeza las coronas de Escocia e Inglaterra, hijo de un padre asesinado, llevó una vida triste y acobardada entre el cadalso de su madre, María Estuardo, y el de su hijo, Carlos I. Carlos II pasó una parte de su vida en el exilio. Jacobo II murió en él. El caballero de San Jorge, después de haber sido proclamado rey de Escocia con el nombre de Jacobo VIII, y de Inglaterra e Irlanda con el de Jacobo III, tuvo que huir sin ni siquiera haber podido dar a sus armas el brillo de una derrota. Carlos Eduardo, su hijo, tras la escaramuza de Derby y la batalla de Culloden, perseguido de montaña en montaña, de roca en roca, nadando de una orilla a otra, fue rescatado medio desnudo por una nave francesa y acabó muriendo en Florencia sin que las cortes de Europa se hubieran dignado reconocerlo como soberano. Por último, su hermano Enrique Benedicto, el último heredero de los Estuardo, después de haber vivido de una pensión de tres mil libras esterlinas que le había concedido el rey Jorge III, expiró en el olvido más absoluto, y legando a la casa de Hannover todas las joyas de la corona, que Jacobo II se había llevado al marcharse al continente en 1688: tardío pero pleno reconocimiento de la legitimidad de la familia que había sucedido a la suya.
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