Resumen del libro:
A causa de un gran servicio realizado por el padre del capitán Antifer a un exiliado y millonario político, este último lega una fortuna al capitán, pero para ello deberá encontrar el tesoro en base a unas coordenadas que le facilita un notario egipcio; por lo que el capitán emprende viaje junto con su amigo y sobrino acompañados por el notario como fedatario público y por su pasante, pasante que tiene otras intenciones inquietantes y aviesas. Una vez llegado al punto donde se supone que se encuentra la fortuna allí es hallado un mensaje dando instrucciones para desplazarse a otro punto del globo terráqueo y contactar con otro posible heredero. Así el capitán y sus amigos, además de otros no tan amigos, viajará por diferentes países hasta encontrar el tesoro sufriendo mil aventuras y avatares. ¿Llegarán algún día a ver esa inmensa fortuna?
I
EN EL QUE UN NAVÍO DESCONOCIDO, CON CAPITÁN DESCONOCIDO, VA EN BUSCA DE UN ISLOTE DESCONOCIDO EN UN MAR DESCONOCIDO
En aquella mañana —9 de septiembre de 1831— el capitán abandonó su camarote a las seis y subió a la toldilla.
El sol asomaba por el E, o más exactamente, la refracción lo elevaba por encima de la atmósfera, pues su disco se arrastraba bajo el horizonte. Una eflorescencia luminosa acariciaba la superficie del mar, que cabrilleaba a impulsos de la brisa matinal.
Después de una noche de calma parecía que se preparaba un hermoso día, de esos de septiembre, de agradable temperatura, propia de la estación en que el calor termina.
El capitán ajustó su anteojo al ojo derecho, y haciendo un círculo paseó el objetivo por aquella circunferencia donde se confundían el cielo y el mar. Bajolo después y se aproximó al timonel, un viejo de barba hirsuta, cuya viva mirada brillaba bajo un párpado entornado.
—¿Cuándo has tomado el cuarto? —preguntóle.
—A las cuatro, mi capitán.
Estos dos hombres hablaban una lengua bastante ruda, que no hubiera reconocido ningún europeo, inglés, francés, alemán u otro, a menos de haber frecuentado las Escalas de Levante. Parecía una especie de patois turco mezclado con el sirio.
—¿Nada de nuevo?
—Nada, capitán.
—¡Y desde esta mañana ningún barco a la vista!
—Uno sólo… Un gran navío que viene a contrabordo. He forzado un cuarto para pasar lo más lejos posible.
—Has hecho bien… Y ahora…
El capitán observó circularmente el horizonte con extrema atención. Después:
—¡Prepararse a virar! —gritó con voz fuerte.
Los hombres se levantaron.
El navío evolucionó y se puso en marcha hacia el noroeste con las amuras a babor.
Era un brig-goleta de cuatrocientas toneladas: un barco mercante del que se había hecho, con algunas modificaciones, un yate de recreo. El capitán tenía a sus órdenes un contramaestre y quince tripulantes, lo que bastaba para la maniobra. Eran vigorosos marineros, y su traje, blusa y gorra, ancho pantalón y botas de mar, recordaban el de los marineros de Europa oriental.
Ningún nombre en la popa, ni sobre los empañetados exteriores de delante.
Tampoco pabellón.
Además, para evitar recibir y devolver saludo, en cuanto el vigía señalaba un barco a lo lejos, el otro cambiaba de rumbo:
¿Era, pues, un barco pirata que temía ser perseguido? No.
Vanamente se hubieran buscado armas a bordo, y con tan pobre tripulación no era fácil que un barco se aventurase a correr los riesgos de semejante oficio.
¿Era entonces un barco de contrabandistas, que hacía el fraude a lo largo de un litoral o de una a otra isla? Tampoco, y el más perspicaz de los empleados de la aduana hubiera visitado su cala, sacado el cargamento, inspeccionado los bultos sin descubrir una mercancía sospechosa. A decir verdad, no llevaba cargamento alguno. Víveres para bastantes años, cubas de vino y aguardiente, y otros tres barriles de madera sólidamente cercados de hierro. Quedaba sitio para lastre; un lastre que permitía al navío llevar un fuerte velamen.
¿Tal vez se tendrá la idea de que aquellos tres barriles contenían pólvora u otra sustancia explosiva? No, pues no se tomaban ninguna de las precauciones necesarias al entrar en el lugar donde estaban.
Por lo demás, ni uno solo de los marineros hubiera podido indicar nada a este objeto, ni sobre el destino del brig-goleta, ni sobre los motivos que lo obligaban a cambiar su dirección desde que veía un navío, ni sobre las marchas y contramarchas que caracterizaban su navegación desde hacía quince meses, ni aun sobre los parajes en que se encontraba en aquella fecha, corriendo, tan pronto a toda vela, tan pronto reduciendo su andadura, ya a través de un mar interior, ya sobre las olas de un océano sin límites.
Durante aquella inexplicable travesía, algunas tierras habían sido vistas; pero el capitán se alejaba en seguida. Algunas islas habían sido señaladas, mas un golpe de timón separaba al barco de ellas. Consultando el diario de a bordo, se hubieran observado extraños cambios de ruta que no justificaban ni el viento ni el aspecto del cielo. Era éste un secreto entre el capitán —un hombre de cuarenta y seis años, de erizada cabellera— y un personaje de elevado aspecto que apareció en aquel momento en el orificio de la chupeta.
—¿Nada? —preguntó.
—Nada, Excelencia —le fue respondido.
Un movimiento de hombros, anunciando algún despecho, terminó aquella conversación de tres palabras. Después, el personaje a quien el capitán había dado aquella calificación honorífica bajó de nuevo por la escalera de la chupeta y regresó a su camarote. Allí, extendiéndose sobre un diván, pareció abandonarse a una especie de pereza. Aunque estuviese inmóvil, como si el sueño se hubiese apoderado de él, no dormía. Comprendíase que debía de estar bajo la obsesión de una idea fija.
Este personaje podía tener unos cincuenta años. Su alta estatura, su cabeza fuerte, su abundante cabellera, ya canosa, su larga barba, que caía sobre su pecho, sus negros ojos, animados por viva mirada, su fisonomía orgullosa pero visiblemente entristecida, desanimada más bien la dignidad de su actitud, indicaban un hombre de noble origen. Su traje era raro. Un ancho burnous de color oscuro sujeto por las mangas y lleno de lentejuelas multicolores, le envolvía de los hombros a los pies, y su cabeza estaba cubierta con una gorra de borla negra.
…