Resumen del libro:
Como resultado de inseminar artificialmente a una prostituta con el semen de un ahorcado surge a la vida la bella y malvada Mandrágora, uno de los grandes y más fascinantes mitos de la literatura fantástica, equiparable a Frankenstein, Drácula, El Golem o El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Ewers recreó la vieja leyenda romántica de la mandrágora, incorporando los conocimientos científicos de principios del siglo XX. Desde el momento de su aparición, la fascinante Mandrágora cautivó la imaginación de los cineastas expresionistas, que la llevaron a la pantalla en varias ocasiones…
Capítulo I
Que muestra cómo era la casa en que saltó al mundo el pensamiento de Alraune
La casa blanca, donde se originó la idea de Alraune ten Brinken —mucho tiempo antes de nacer ella, mucho tiempo antes de ser engendrada—, estaba junto al Rin. Un poco apartada de la ciudad, en la calle mayor de la villa que parte del antiguo palacio del arzobispado que hoy alberga la Universidad. Allí estaba. Y allá vivía entonces el consejero de justicia Sebastian Gontram.
Viniendo de la calle, se cruzaba un largo y feo jardín, que no conocía jardinero. Se llegaba a la casa, cuyas paredes se desconchaban; se buscaba la campanilla en vano, se gritaba, y nadie acudía. Por fin, se empujaba la puerta y se entraba, subiendo las sucias escaleras de madera, jamás lavadas. Tal vez un gato grande saltaba atravesando la oscuridad.
Otras veces el jardín se animaba con los hijos de Gontram: Frieda, Philipp, Paulche, Emilche, Jösefche y Wölfchen. Se los veía en todas partes, trepando por las ramas de los árboles, arrastrándose por cavas profundas en la tierra. Luego estaban los canes: dos descarados perros de lanas y un faldero, más el grifón enano del abogado Manasse, que parecía un membrillo, pardo, redondo como una bola, apenas mayor que un puño. Se llamaba Cyklop.
Y todos alborotaban y chillaban. Wölfchen, que apenas tenía un año, yacía en su cochecillo, berreando con terquedad horas enteras. Sólo Cyklop podía sostener esta hazaña y ladraba sin cesar, con ladridos roncos y entrecortados. Como Wölfchen, no se movía de su puesto; no hacía más que ladrar y aullar.
Los chicos de Gontram jugaban en el jardín hasta muy avanzada la tarde. Frieda, la mayor, tenía que vigilarlos y cuidar de que fueran buenos. Pero ella pensaba: ya son bastante juiciosos. Y se sentaba al fondo, junto al cenador de las lilas con su amiga, la pequeña princesa Wolkonski. Ambas charlaban y disputaban, pensando que pronto cumplirían catorce años y podrían casarse o, por lo menos, tener novio. Pero ambas eran piadosas y estaban resueltas a esperar todavía catorce días, hasta después de la primera comunión.
Entonces se vestía una de largo. Entonces se era ya mujer y se podía tener novio.
Ellas se creían muy virtuosas con esta determinación. Y pensaron que era procedente ir a la iglesia enseguida, a los oficios de mayo. En esos días debía una recogerse y ser seria y razonable.
—Y quizá vaya también Schmitz —dijo Frieda Gontram.
Pero la pequeña princesa frunciendo el ceño dijo:
—¡Bah! ¡Schmitz…!
Frieda la cogió por el brazo.
—Y los bávaros, con sus gorras azules…
Olga Wolkonski se reía.
—¿Esos…? Esos son unos descamisados… ¿sabes, Frieda? Los estudiantes distinguidos no van nunca a la iglesia.
…