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Mala índole

Resumen del libro:

«Dado lo poco que he frecuentado el noble arte del cuento en los últimos tiempos, es posible que ya no escriba más y que lo que aquí se ofrece acabe siendo la totalidad aceptada y aceptable de mi contribución al género». Javier Marías. Mala índole reúne, así, casi todos los relatos escritos por Javier Marías, los que él considera «aceptados y aceptables» y el lector encontrará deslumbrantes. Excelente puerta de entrada al universo Marías, Mala índole pone al alcance del lector, además de los que conformaron Mientras ellas duermen y Cuando fui mortal, varios cuentos hasta hoy inencontrables, entre los que destaca el que da título al libro, casi una novela corta sobre las divertidas y espeluznantes andanzas de un viejo conocido, Ruibérriz de Torres, durante el rodaje en México de una película con Elvis Presley. Además, médicos misteriosos, guardaespaldas, fantasmas, dobles, una aspirante a actriz porno, una mujer y un hombre asesinados por una lanza africana, un mayordomo neoyorquino encerrado en un ascensor, el adorador de una joven a la que filma sin cesar, una pareja mafiosa caída en desgracia, un asesino a sueldo que trata de disuadir a quienes quieren contratarlo? El mundo de los cuentos de Javier Marías es tan inquietante y cautivador que apenas permite apartar la vista de ellos, en un permanente estado de encantamiento y zozobra. Uno de los mejores libros de 2012 según La Vanguardia

La dimisión de Santiesteban

Para Juan Benet,
con quince años de retraso

Tal vez por una de esas extravagancias a las que el azar no logra acostumbrarnos a pesar de su insistencia; o tal vez porque el destino, en un alarde de recelo y precaución, puso en duda durante algún tiempo las condiciones y atributos del nuevo profesor y se vio obligado a demorar su intervención para no correr el riesgo de luego quedar en entredicho; o tal vez, finalmente, porque en estas tierras meridionales hasta los más audaces e invulnerables desconfían de sus propias dotes de persuasión, lo cierto es que el joven Mr Lilburn no tuvo ocasión de comprobar si había algo de verdad en las singulares advertencias que su inmediato superior, Mr Bayo, y otros colegas le habían hecho a los pocos días de incorporarse al instituto hasta que el curso estuvo bien avanzado y él hubo tenido tiempo de olvidar o cuando menos de aplazar su posible significación. Pero en cualquier caso el joven Mr Lilburn pertenecía a esa clase de personas que antes o después, en el transcurso de sus hasta entonces poco agitadas vidas, ven sus carreras arruinadas y sus inquebrantables convicciones desbaratadas, rebatidas e incluso puestas en ridículo por algún suceso de las características del que ahora nos ocupa. De poco le habría valido, pues, no haberse quedado ninguna noche a cerrar el edificio.

Lilburn, que rebasaba en un año la treintena, no había tenido el menor reparo en aceptar el puesto que a través de Mr Bayo le había ofrecido el director del Instituto Británico de Madrid. Más bien, de hecho, había sentido cierto alivio y algo que se asemejaba mucho al discreto regocijo, incompleto y átono, que sólo son capaces de experimentar en tales situaciones los hombres que si bien nunca se atreverían ni a soñar siquiera con unas categorías que desde un principio han admitido que no les corresponden, siempre esperan, sin embargo, mejorar de posición como lo más natural del mundo. Y aunque su trabajo en el instituto, en sí, no representaba mejora alguna, ni económica ni social, con respecto a su posición anterior, el joven Mr Lilburn tuvo muy en cuenta al estampar su firma en el poco ortodoxo contrato que Mr Bayo le había presentado durante su estancia veraniega en Londres que, si bien nueve meses en el extranjero equivalían a una invitación al olvido de su persona y de sus aptitudes en el ámbito de su ciudad natal y la pérdida —por otra parte no del todo irremediable, suponía— de su puesto, cómodo pero excesivamente mediocre, del Politécnico del Norte de Londres, también sugerían la nada desdeñable posibilidad de entrar en contacto con personajes de más alto rango administrativo y, sobre todo, con los prestigiosos integrantes del cuerpo diplomático. Y las relaciones con, por ejemplo (¿y por qué no?), un embajador podrían serle de gran utilidad, por muy esporádicas y superficiales que fueran, en un futuro no necesariamente muy lejano. Así pues, a mediados de septiembre, y con la indiferencia característica del hombre moderadamente ambicioso, hizo sus preparativos, recomendó a un sustituto de saber más exiguo que el suyo para el puesto que dejaba vacante en el Politécnico y se presentó en Madrid dispuesto a trabajar de firme si era necesario, a ganarse la estima y la confianza de sus superiores por lo que ello le pudiera reportar en el porvenir y a no dejarse seducir por la flexibilidad del horario español.

Pronto el joven Lilburn logró ordenar su vida en aquel país extranjero, y tras unos primeros días de vacilación y de relativo desconcierto (los mismos que se vio obligado a pasar en casa del anciano Mr Bayo y su esposa a la espera de que los anteriores inquilinos desalojaran definitivamente un pequeño ático amueblado que Mr Turol, otro de sus colegas españoles, le había apalabrado para el primero de octubre en la calle de Orellana: el precio del alquiler rebasaba el presupuesto de Lilburn, pero no era caro si se tenía en cuenta que la zona era céntrica y que ofrecía la incomparable ventaja de estar muy cerca del instituto), se trazó un meticuloso y —si ello era posible a lo largo del curso— invariable programa diario que en efecto, y aunque sólo fuera hasta el mes de marzo, consiguió mantener inalterado. Se levantaba a las siete en punto y, tras desayunar en casa y efectuar un breve repaso de lo que pensaba decir en cada clase de la mañana, se desplazaba hasta el instituto para impartir sus enseñanzas. Durante la hora del recreo charlaba con Mr Bayo y Miss Ferris acerca del lamentable estado de indisciplina en que se encontraba el alumnado español, y durante el almuerzo volvía a hacerles los mismos comentarios a Mr Turol y a Mr White. Repasaba las lecciones de la tarde durante la sobremesa, las exponía a continuación dosificando sus esfuerzos en mayor medida que por la mañana y, una vez terminadas, permanecía de seis a siete y media en la biblioteca del instituto consultando algunos libros y preparando las clases del día siguiente. Se acercaba entonces hasta la elegante casa de la señora viuda de Giménez-Klein, en la calle Fortuny, a fin de darle una hora de clase particular de inglés a su nieta de ocho años (este trabajo, sencillo y bien remunerado, se lo había proporcionado Mr Bayo, su protector), y finalmente regresaba a Orellana sobre las nueve y media o poco después, a tiempo de oír las noticias de la radio: aunque al principio no entendía casi nada, Lilburn estaba convencido de que era el mejor método para aprender a pronunciar el castellano correctamente. Entonces tomaba una cena ligera, estudiaba uno o dos capítulos de un manual de gramática española, memorizaba apresuradamente descomunales listas de verbos y sustantivos y, puntualmente, se acostaba a las once y media. El lector que conozca las calles de Madrid mencionadas y recuerde dónde se encuentran los edificios que ocupa el instituto podrá advertir con suma facilidad que la vida de Lilburn no podía ser otra cosa que metódica y ordenada, y que sus pies, con toda probabilidad, no darían más de dos mil pasos al cabo del día. Sus fines de semana, sin embargo, y con la excepción de algún que otro sábado en que asistió a cenas o recepciones ofrecidas a visitantes de universidades británicas de paso por Madrid (y, en una sola ocasión, a un cóctel de la embajada), eran un misterio para sus colegas y superiores, que suponían, basándose únicamente en el poco revelador hecho de que no contestaba jamás al teléfono durante esos días, que los emplearía en hacer breves excursiones a las ciudades más cercanas a la capital. En realidad, al parecer y por lo menos hasta el mes de enero o febrero, el joven Lilburn pasaba los sábados y domingos encerrado en su apartamento de Orellana debatiéndose entre los caprichos y veleidades de las conjugaciones castellanas. Y es de presumir que de la misma manera pasó las vacaciones de Navidad.

Derek Lilburn era un hombre de escasa imaginación, gustos vulgares y pasado irrelevante: hijo único de un matrimonio de actores medianos y de ocasión que habían alcanzado cierta popularidad (que no prestigio) durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial con un repertorio isabelino y jacobino que incluía a Massinger, Beaumont & Fletcher y Heywood el joven pero que sin embargo evitaba escrupulosamente a los autores de más talla como Marlowe, Webster o el mismo Shakespeare, no había heredado de sus padres nada que se pareciera a lo que antiguamente se llamaba vocación escénica; aunque cabría preguntarse si el espíritu de sus progenitores albergó tal cosa alguna vez: al término de la contienda, cuando los divos, deseosos de recuperar sus posiciones y necesitados de aplausos, volvieron a aparecer en los escenarios con ímpetu y regularidad, y las lentas obras de reconstrucción, así como el masivo regreso de la soldadesca hicieron de Londres una ciudad si no más angustiosa sí por lo menos más incómoda que mientras se prodigaron los bombardeos, los Lilburn, sin nostalgia al parecer, abandonaron la capital y la profesión. Se establecieron en la ciudad de Swansea y allí abrieron una tienda de ultramarinos, probablemente con el dinero ahorrado durante los años que habían consagrado al innoble e ingrato arte de la interpretación. De aquellos tiempos azarosos sólo quedaron algunos carteles que anunciaban Philaster y The Revenger’s Tragedy y lo que, al hablar de ellos, me ha llevado a anteponer sus incursiones por el drama a su verdadera condición de comerciantes: pura anécdota. Ni textos ni erudición acompañaron la infancia del joven Lilburn, y puede asegurarse que ni siquiera gozó del único vestigio que de su paso por las tablas podía haber quedado en los tenderos de Swansea de forma impremeditada: una entonación enfática, petulante o afectada en las conversaciones domésticas y banales.

La muerte de su padre, ocurrida cuando el joven Derek acababa de cumplir los dieciocho años, le permitió hacerse cargo del negocio personalmente, y la de su madre, unos meses más tarde, le sirvió de buen pretexto para vender el establecimiento, trasladarse a Londres y costearse allí unos estudios superiores. Una vez terminados con la engañosa brillantez del aplicado, ejerció la docencia —sin que en el corto intervalo se le presentaran ningún tipo de dudas vocacionales— en escuelas estatales por espacio de algunos años, hasta que en 1969, gracias a su superficial e interesada amistad con uno de los profesores del centro, consiguió el puesto del Politécnico que ahora había desechado en favor de una breve estancia —temporada que, además, se adivinaba de transición— en el extranjero.

De todos los que han pasado por allí, ya sea como profesores, como alumnos o como meros asiduos a la biblioteca, es bien sabido que las puertas del instituto se cierran a las nueve en punto (es decir, media hora más tarde de que finalicen las últimas clases nocturnas). El encargado de hacerlo es el portero, por llamarlo de alguna manera convencional, ya que sus funciones, y esto es poco menos que una norma en este tipo de centros mixtos de enseñanza, con frecuencia se apartan de las propias de su título y en cambio se asemejan mucho a las del bibliotecario y el bedel. Este hombre ha de vigilar las entradas y salidas de las personas ajenas al edificio, atender a las variadas órdenes, recados o requerimientos del profesorado, borrar los encerados que por descuido u olvido han quedado al final del día invadidos por números, nombres ilustres y fechas señaladas, procurar que nadie salga de la biblioteca con un libro sin que el hecho haya sido debidamente registrado y, finalmente —y dejando de lado algunas otras tareas de menor cuantía—, cerciorarse de que a las nueve menos cinco el edificio está desierto y, si así es, cerrar las puertas hasta la mañana siguiente. Fabián Jaunedes, el hombre que ocupaba este ajetreado puesto de portero cuando el joven Derek Lilburn llegó a Madrid, llevaba cerca de veinticuatro años haciéndolo con la perfección del que casi ha creado el cargo que desempeña. Por eso, cuando a principios de marzo, y con cierta precipitación y urgencia, hubo de ser hospitalizado y operado de cataratas y en consecuencia se vio obligado a abandonar sus quehaceres al menos mientras durara su recuperación (que a todas luces sería incompleta o parcial y que en cualquier caso representaría siempre un periodo de tiempo mayor del deseado por los responsables del centro), la vida interna del instituto sufrió más alteraciones de las que habría cabido suponer en un principio. El director y Mr Bayo descartaron casi inmediatamente la posibilidad de contratar a un sustituto, pues por un lado, pensaron, difícilmente podrían encontrar en un plazo breve a alguien que gozara de buenas referencias y que estuviera dispuesto a comprometerse tan sólo por lo que restaba de curso para luego, quizá, ser a su vez reemplazado (y aunque desconfiaban del pronto restablecimiento del viejo portero les parecía que ofrecer el puesto vacante por un número de meses superior a cinco equivaldría a prescindir definitivamente de Fabián y, por tanto, sería un feo gesto de deslealtad para con él, que tan leal había sido y tan buenos servicios les había prestado durante tantos años). Y por otro, con esa capacidad, o turbia necesidad que tienen las personas de cierta edad o de torpe imaginación para confundir las renuncias o concesiones más intrascendentes con rasgos verdaderamente épicos, consideraron que a la vista del inesperado contratiempo, al cual ellos más bien habrían calificado de adversidad, no estaría de más un pequeño sacrificio por parte de todos y cada uno de los profesores, que muy bien podrían repartirse las diversas tareas del portero ausente y demostrar así de paso su abnegación al centro. La bibliotecaria quedó encargada de controlar el paso de desconocidos por la puerta principal, que ella podía divisar con suma facilidad desde su posición habitual; Miss Ferris de mantener al día, sin permitir que se amontonaran, los anuncios y convocatorias de los tablones de la entrada; Mr Turol de inspeccionar cada cierto número de horas el estado de los lavabos y la caldera; a aquellos profesores que terminaban sus clases a las ocho y media se les encomendó vivamente que no olvidaran hacer que alguno de los alumnos limpiara la pizarra antes de partir; y, por último, se estableció un equitativo turno entre los miembros del personal a los que no se había asignado ninguna misión específica: alguien debía permanecer siempre en el edificio hasta las nueve de la noche para comprobar que todo quedaba en orden y cerrar las puertas con llave. Y aunque ello suponía un grave percance para el rígido horario de Lilburn, éste no tuvo más remedio que faltar un día a la semana a su cita con la pequeña Giménez-Klein y contribuir con sus superiores y colegas al buen funcionamiento del instituto quedándose en la biblioteca hasta las veintiuna, como era de rigor, todos los viernes a partir del mes de marzo.

Fue entonces, el primer viernes en que le tocó cumplir con su nueva obligación, cuando Mr Bayo reavivó en su memoria, con la misma despreocupación que le había hecho preguntarse a Lilburn, extrañado, al incorporarse al instituto, si aquel hombre de talante serio y conducta irreprochable tendría capacidad para la extravagancia, la advertencia inicial que ya en su momento le había producido cierta sensación de desasosiego:

—Esta noche —le dijo durante la hora del recreo— ya sabe: no se preocupe del fantasma. Creo que ya se lo expliqué por encima en su día, pero vuelvo a recordárselo por si lo ha olvidado, ya que hoy le corresponde a usted quedarse de guardia y podría sobresaltarse con los ruidos que hace el señor de Santiesteban. A las nueve menos cuarto oirá abrirse una puerta de golpe y escuchará siete pisadas de ida y, tras un breve silencio, otras ocho de vuelta. Luego, la puerta que se abrió se cerrará, sin tanto estrépito, por cierto. No se asuste ni haga ningún caso. Esto es algo que sucede desde no se sabe cuándo, por supuesto desde antes de que el instituto tuviera su sede principal en este edificio. No tiene nada que ver con nosotros por tanto y, como podrá imaginar, estamos más que acostumbrados; no digamos el pobre Fabián, que era por lo general el único que lo oía. Solamente le ruego que, puesto que usted se queda con las llaves hasta el lunes y por tanto habrá de ser el primero en llegar ese día para abrir, no se olvide de retirar del corcho que hay justo enfrente de mi despacho el escrito de dimisión. Hágalo nada más entrar, por favor. Aunque todo el mundo está al corriente de la existencia del señor de Santiesteban (a nadie se le oculta, créame, y a nadie, tampoco, molesta ni altera su presencia, por otra parte muy discreta), procuramos que sin embargo no interfiera de manera ostentosa en las vidas de los alumnos, que, como niños, son más sensibles que nosotros a esta clase de inexplicables acontecimientos. Acuérdese, pues, si no le importa, de quitar el papel. Y, por supuesto, simplemente tírelo a la papelera más cercana. ¡Imagínese si los guardáramos! A estas alturas tendríamos una habitación llena. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Qué disparate! Noche tras noche, a la misma hora, el mismo texto; idéntico, sin una palabra, sin una sílaba cambiada. A eso se le llama perseverancia, ¿no cree usted?

El joven Lilburn no hizo comentario alguno y se limitó a asentir con la cabeza.

Mala índole – Cuentos de Javier Marías

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