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Mal trago

Resumen del libro:

Tennessee Williams, maestro de la dramaturgia y la narrativa, nos sumerge en las turbulentas vidas de personajes atrapados en la América profunda de los años cincuenta. A través de una prosa “delicada y luminosa”, Williams explora los recovecos del amor, la soledad, la tensión y el desengaño que se esconden bajo la máscara de las convenciones sociales.

Mal Trago es una colección de relatos inéditos en castellano que nos adentran en la intimidad de seres que buscan escapar de la asfixia de sus vidas. Hombres y mujeres que luchan contra sus propios demonios y anhelan ardientemente la libertad, el amor y la pasión.

Williams retrata con maestría la hipocresía y la vacuidad de la vida en la provincia estadounidense. Sus personajes, desesperados por huir de la monotonía, se embarcan en aventuras desenfrenadas que solo profundizan en su dolor y desolación.

A pesar de la crudeza de las historias, Mal Trago no está exento de humor e ironía. Williams nos ofrece una mirada crítica y mordaz a la sociedad de su época, utilizando la comedia como un arma para exponer sus flaquezas.

En definitiva, Mal Trago es un viaje fascinante a las profundidades del ser humano. Un libro que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de la existencia, la búsqueda del deseo y la lucha por encontrar un sentido a la vida en un mundo hostil e indiferente.

Tres jugadores de un juego de verano

EL CROQUET ES UN JUEGO DE VERANO QUE, es curioso, parece estar compuesto de las mismas imágenes con que un pintor armaría la idea abstracta del verano, o de uno de sus juegos. Los endebles arcos de alambre colocados en un césped de suave esmeralda que en algunos puntos fulgura encendido y que en otros descansa bajo una sombra violeta; los palos de madera pintados de colores chillones, como momentos que destacan en una época que supuso una lucha en pos de algo de indecible importancia para quien la atravesaba; las lisas y macizas esferas de madera de diferentes colores y la forma robusta y rígida de los mazos que empujan las bolas bajo los arcos; la disposición formal de los arcos y los postes sobre el campo de juego… todos ellos son como la abstracción que realiza un pintor del verano y de un juego en él jugado. Y no soy capaz de pensar en el croquet sin percibir un sonido parecido al remoto estruendo del cañón que anuncia la llegada de un barco blanco a la bahía que lo esperó ansiosamente durante mucho tiempo. El sonido que resuena a lo lejos es el de un toldo a rayas verdes y blancas que cubre la galería de una casa blanca de madera. La casa es de un estilo Victoriano llevado al extremo de la improvisación, un abigarramiento casi grotesco de galerías y torrecillas y cúpulas y aleros, todos recién pintados de blanco, de un blanco tan reciente que tiene el brillo blanco-azulado de un bloque de hielo al sol. La casa es como un nuevo propósito que no se ha visto empañado aún por deserción alguna. Y asocio este juego de verano con jugadores saliendo de esa casa, de los misterios tras sus paredes, con el aire optimista de las personas recién liberadas de un encierro sofocante, como si hubieran pasado el intenso día atados en un armario, y pudieran por fin respirar libremente en una atmósfera fresca y moverse sin impedimento. Sus ropas son tan livianas en peso y en color como los favorecedores trajes de los bailarines. Los jugadores son tres: una mujer, un hombre y una niña.

La voz de la mujer no es alta en absoluto y aun así tiene una grata resonancia que la transporta más lejos de lo que la mayoría de las voces suele llegar; la intercala con carcajadas de tiple, que alcanzan más altura que la propia voz y tienen un sonido fresco como trozos de hielo en un vaso de cóctel. Los movimientos de esta jugadora, incluso más que los de su rival masculino, tienen la agradecida velocidad del recién salido de un encierro sofocante, tienen la velocidad de la respiración liberada justo después de un instante de terror, de los dedos desasidos cuando el pánico ha pasado de pronto o de un grito que amaina hasta convertirse en risa. Parece incapaz de hablar o de moverse con moderación: se desplaza en ráfagas convulsas, batiendo las faldas con grandes zancadas que se aceleran hasta la carrera. Las agitadas faldas son blancas. Despiden un leve crujido cada vez que sus inquietos muslos las abren al moverse, como el sonido que nos llega, muy disminuido por la distancia, cuando con el buen tiempo las ráfagas irregulares de viento inflan y desinflan las velas de un barco. A ese agradable y fresco sonido de verano lo acompaña otro aún más fresco, el incesante y sutil parloteo de las cuentas que cuelgan en largas vueltas de su cuello. No son perlas, pero tienen un brillo lechoso, son pequeños óvalos blancos levemente moteados, huevos de pájaro pulidos, endurecidos y ensartados en brillantes filamentos de plata. La jugadora no está quieta ni un momento, a veces se agota a sí misma y se desploma sobre la yerba, con la actitud consciente de una bailarina. Es una mujer delgada de largos huesos, con la piel de un lustre sedoso y los ojos sólo un matiz o dos más oscuros que los huevos de pájaro teñidos de azul que cuelgan de su cuello. Nunca está quieta, ni siquiera cuando se ha caído agotada en la yerba. Los vecinos creen que se ha vuelto loca, pero no le tienen lástima, y eso, por supuesto, se debe a su contrincante masculino en el juego.

Este jugador es Brick Pollitt, un hombre tan alto y con un remate de pelo de un rojo tan chillón en la cabeza que ya no puedo ver el asta de una bandera clavada en el verde césped o, incluso, una cruz o veleta particularmente brillante en un campanario sin pensar de inmediato en aquel largo verano y en Brick Pollitt y empezar a repasar de nuevo los desconcertantes pedazos y piezas que componen su leyenda. Esos trocitos y piezas, esas imágenes variadas, son como los aparejos del croquet que se recogen del campo cuando el juego ha acabado, y se disponen con cuidado en una caja de madera alargada en la que encajan perfectamente, llenándola. Todos ellos son —los pedazos y las piezas, las imágenes— la, a primera vista, incongruente parafernalia de un verano que fue el último de mi infancia, y ahora los saco de la caja alargada y los vuelvo a disponer sobre el césped. Sería absurdo pretender que éste es el modo exacto en el que ocurrieron las cosas; sin embargo, puede acercarse más que un relato literal a la verdad escondida. Brick Pollitt es el jugador masculino de este juego de verano, y es un bebedor que aún no ha perdido del todo la cabeza bajo los hachazos salvajes del alcohol. Ya no es tan joven, pero aún conserva algo de la esbelta gracia de su juventud. Le saca una cabeza a la espigada mujer que juega con él. Es un hombre tan alto que, incluso en aquellas secciones del césped atenuadas bajo la sombra violeta, su cabeza continúa atrapando encendidos rayos del sol que se pone, igual que la inmensa mano dorada que corona ese campanario protestante de Meridian sigue recibiendo durante un buen rato el sol sobre el gigantesco índice que apunta al cielo, cuando ya todas las superficies más bajas se han sumido en el persistente crepúsculo.

El tercer jugador del juego de verano es la hija de la mujer, una rechoncha niña de doce años llamada Mary Louise. La niña había conseguido caer mal al resto de los niños del vecindario, al imitar con inquietante precisión a su madre en las elegantes maneras y el cultivado tono de voz de la Costa Este. Se sentaba en el automóvil eléctrico, en uno de esos mullidos almohadones de seda en los que las ricas tumban a sus perritos falderos, soltando agudas carcajadas más propias de una señora, sacudiendo los rizos, usando expresiones de adulto como «¡Oh, es delicioso!» y «¿No es una monada?». A veces se pasaba ella sola toda la tarde sentada en el coche eléctrico como si estuviera expuesta en una caja de cristal, y sólo de vez en cuando alzaba una voz lastimera para llamar a su madre y preguntarle si ya podía entrar o si podía conducir el coche alrededor de la manzana, para lo que a veces conseguía permiso.

Yo era su único amigo cercano y ella era la mía. A veces me invitaba a jugar al croquet con ella, pero eso era sólo cuando su madre y Brick Pollitt habían desaparecido dentro de la casa demasiado temprano como para echar una partida. Mary Louise sentía pasión por el croquet; le gustaba por el juego en sí, sin mayores ni más enigmáticas implicaciones.

“Mal trago” de Tennessee Williams

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