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Maigret tiende una trampa

Resumen del libro:

Georges Simenon, maestro de la novela policíaca, demuestra una vez más su talento narrativo en Maigret tiende una trampa. Con un estilo preciso y sin artificios, el autor belga construye un thriller psicológico que, más allá del crimen, explora la mente del asesino y los métodos poco ortodoxos del célebre comisario Maigret. Dueño de una prosa sobria pero envolvente, Simenon convierte la atmósfera de Montmartre en un personaje más, denso y opresivo, donde la lógica y la intuición se enfrentan en una cacería peligrosa.

Cinco mujeres han sido brutalmente asesinadas en las calles de Montmartre. No hay testigos, no hay huellas, solo un asesino que actúa con una precisión aterradora. La policía está perdida, la prensa exige respuestas y la histeria crece entre los vecinos. Maigret, con su inquebrantable método basado en la observación y la paciencia, sospecha que la clave no está en la evidencia física, sino en la mente del criminal. Un renombrado psiquiatra le da una pista: el asesino actúa por impulso, pero su psicología oculta un patrón.

Decidido a sacarlo de su escondite, Maigret idea una trampa audaz: anunciará la captura de un sospechoso inexistente con la esperanza de que el verdadero culpable cometa un error. El riesgo es alto. Si el asesino responde al desafío, podría atacar de nuevo, quizá con más violencia. Pero Maigret sabe que la psicología es su mejor aliada y que el orgullo del criminal podría ser su perdición.

Simenon logra aquí una disección fascinante del asesino en serie, una figura aún poco explorada en la época en que fue escrita la novela. Su retrato no es el de un simple monstruo, sino el de una mente enferma, atrapada en un juego de compulsiones y deseos incontrolables. La tensión crece a medida que Maigret se acerca a la verdad, en una historia que atrapa sin necesidad de artificios ni giros forzados.

Maigret tiende una trampa es una novela inteligente y absorbente, donde el suspense no se basa en la acción desenfrenada, sino en la construcción de un duelo psicológico inquietante. Simenon vuelve a demostrar por qué su comisario es uno de los grandes personajes de la literatura negra y por qué su forma de narrar sigue siendo tan efectiva décadas después.

1

ZAFARRANCHO EN QUAI DES ORFÈVRES

Apartir de las tres y media, Maigret empezó a levantar la vista de vez en cuando para mirar la hora. A las cuatro menos diez rubricó la última hoja que acababa de anotar, echó la silla para atrás, se enjugó la frente y dudó entre las cinco pipas depositadas en el cenicero que se había fumado sin tomarse la molestia de vaciarlas después. Acababa de pulsar un timbre con el pie debajo de la mesa, y estaban llamando a la puerta. Secándose la frente con el pañuelo desplegado, gruñó:

—¡Adelante!

Era el inspector Janvier. Al igual que el comisario, se había quitado la chaqueta, pero se había dejado la corbata, mientras que Maigret había prescindido de la suya.

—Di que pasen esto a máquina. Que me lo traigan para firmarlo en cuanto lo tengan. Quiero que Coméliau lo reciba esta misma tarde.

Era el 4 de agosto. Las ventanas estaban abiertas pero no refrescaba porque dejaban entrar un aire caliente que parecía emanar del asfalto reblandecido, de las piedras ardientes y del mismo Sena, que en cualquier momento empezaría a humear y borbotear como el agua hirviente al fuego.

En el pont Saint-Michel, los taxis y los autobuses no iban tan deprisa como de costumbre, parecían arrastrarse; no sólo los policías judiciales iban en mangas de camisa, también los hombres en las aceras llevaban las americanas colgadas del brazo, y hacía un momento que Maigret había visto a algunos en pantalón corto, como si estuvieran en la playa.

En París no debía de quedar más que una cuarta parte de la población, y seguramente todos pensaban con la misma nostalgia en los otros parisinos, que a esa misma hora tenían la suerte de estar jugando con las olas o pescando a la sombra en algún río apacible.

—¿Han llegado los de enfrente?

—Aún no los he visto. Lapointe está vigilando.

Maigret se levantó como si hacerlo requiriese un gran esfuerzo, escogió una pipa, la vació, comenzó a llenarla, se dirigió por fin hacia una ventana y se quedó de pie, buscando con la mirada cierto café restaurante del quai des Grands-Augustins. La fachada estaba pintada de amarillo. Había que bajar dos escalones y seguro que dentro se estaba casi tan fresco como en una bodega. El mostrador todavía era un verdadero mostrador antiguo de estaño, había una pizarra en la pared donde figuraba el menú escrito con tiza y el interior siempre olía a calvados.

¡Hasta algunas cajas de los vendedores de libros usados en los muelles estaban cerradas con candados!

Permaneció inmóvil cuatro o cinco minutos, aspirando su pipa, vio pararse un taxi no lejos del pequeño restaurante, bajaron tres hombres y se dirigieron hacia los escalones. La más familiar de las tres siluetas era la de Lognon, el inspector del distrito XVIII, que de lejos aún parecía más bajo y delgado, a quien Maigret veía por primera vez tocado con sombrero de paja.

¿Qué beberían los tres hombres? Cerveza, seguro.

Maigret empujó la puerta del despacho de los inspectores, donde reinaba el mismo ambiente perezoso que en el resto de la ciudad.

—¿El Barón está en el pasillo?

—Desde hace media hora, jefe.

—¿No hay más periodistas?

—Acaba de llegar Rougin.

—¿Fotógrafos?

—Sólo uno.

También el largo pasillo de la Policía Judicial estaba casi vacío, con no más de dos o tres personas esperando delante de la puerta de unos colegas de Maigret. A petición de éste, Bodard, de la Sección Financiera, había citado para las cuatro al hombre del que hablaban todos los días los periódicos, un tal Max Bernat, que dos semanas antes era un desconocido y de repente se había convertido en protagonista del último escándalo financiero en el que había miles de millones en juego.

Maigret no tenía nada que ver con Bernat. En el estado actual de la investigación, Bodard no tenía nada que preguntarle. Pero como Bodard había anunciado descuidadamente que ese día vería al estafador a las cuatro, en el pasillo había por lo menos dos periodistas de la sección de sucesos y un fotógrafo. No se moverían de allí hasta el final del interrogatorio. Y si se extendía el rumor de que Max Bernat estaba en la sede de la Policía Judicial en quai des Orfèvres, tal vez incluso llegase alguno más.

Desde el despacho de los inspectores, a las cuatro en punto se oyó el ligero barullo que anunciaba la llegada del estafador, a quien traían desde la Santé.

Maigret esperó unos diez minutos más, dando vueltas, fumando en pipa, secándose el sudor de vez en cuando, echando una ojeada al pequeño restaurante al otro lado del Sena, y finalmente chasqueó dos dedos y le ordenó a Janvier:

—¡Ya!

Janvier descolgó un teléfono y llamó al restaurante. Allí Lognon debía de estar vigilando junto a la cabina y debió de decirle al patrón:

—Seguro que es para mí. Estoy esperando una llamada.

Todo salía según lo previsto. Maigret, un poco agobiado, un poco inquieto, volvió a su despacho y allí, antes de sentarse, se sirvió un vaso de agua en el lavamanos de esmalte.

Diez minutos más tarde tenía lugar en el pasillo una escena habitual. Lognon y otro inspector del distrito XVIII, un corso apellidado Alfonsi, subían lentamente la escalera y, entre los dos, un hombre que parecía sentirse incómodo y se tapaba la cara con el sombrero.

Al Barón y a su colega Jean Rougin, que estaban de pie delante de la puerta del comisario Bodard, les bastó una ojeada para comprender la situación y se apresuraron mientras el fotógrafo ya preparaba la cámara.

—¿Quién es?

Conocían a Lognon. Conocían al personal de la policía casi tan bien como al de su propio periódico. Si dos inspectores que no pertenecían a la Policía Judicial sino a la comisaría de Montmartre traían a la sede de quai des Orfèvres a un individuo que se tapaba la cara antes incluso de ver a los periodistas, eso quería decir una sola cosa.

—¿Es para Maigret?

Lognon no respondió, se dirigió hacia la puerta del comisario y llamó discretamente. La puerta se abrió. Los tres individuos desaparecieron en el interior. La puerta volvió a cerrarse.

El Barón y Jean Rougin se miraron como quien acaba de descubrir un secreto de Estado, pero como sabían que estaban pensando lo mismo no sintieron la necesidad de hacer ningún comentario.

—¿Es buena la foto? —le preguntó Rougin al fotógrafo.

—Si no fuera porque se tapa la cara…

—Algo es algo. Mándala enseguida al periódico y vuelve aquí a esperar. No se puede prever cuándo saldrán.

Alfonsi salió casi inmediatamente.

—¿Quién es? —le preguntaron.

El inspector pareció sentirse incómodo.

—No puedo decir nada.

—¿Por qué?

—Son órdenes.

—¿De dónde viene? ¿Dónde lo habéis atrapado?

—Preguntad al comisario Maigret.

—¿Es un testigo?

—No lo sé.

—¿Otro sospechoso?

—Os juro que no lo sé.

—Gracias por cooperar.

—Supongo que si fuera el asesino le habríais puesto las esposas.

Alfonsi se alejó, contrariado, con el aspecto de un hombre a quien le gustaría decir más; el pasillo recobró la calma y durante más de media hora no hubo idas ni venidas.

El estafador Max Bernat salió del despacho de la Sección Financiera, pero ya había pasado a un segundo plano en el interés de los dos periodistas. De todas formas le preguntaron al comisario Bodard, únicamente por cubrir el expediente.

—¿Ha dado nombres?

—Todavía no.

—¿Niega que le haya ayudado algún político?

—Ni niega ni confiesa, nos deja en ascuas.

—¿Cuándo volverán a interrogarlo?

—En cuanto hayamos comprobado ciertos hechos.

Maigret salió de su despacho, todavía sin chaqueta, el cuello abierto, y se dirigió con aire atareado hacia el despacho del director.

Era una señal más: pese a las vacaciones, pese al calor, la Policía Judicial se disponía a vivir una de sus veladas memorables, y a los dos reporteros les vinieron a la mente algunos interrogatorios que habían durado toda la noche, a veces veinticuatro horas o más, sin poder saber lo que ocurría detrás de las puertas cerradas.

El fotógrafo había vuelto.

—¿No les has dicho nada a los del periódico?

—Solamente que revelen la película y que tengan las fotos preparadas.

Maigret permaneció media hora en el despacho del director, luego volvió al suyo rehuyendo a los reporteros con un gesto cansado.

—Díganos al menos si esto tiene alguna relación con…

—No tengo nada que decirles por el momento.

A las seis, el camarero de la Brasserie Dauphine llevó una bandeja cargada de cañas de cerveza. Habían visto a Lucas salir de su despacho y entrar en el de Maigret; aún permanecía dentro. Habían visto a Janvier salir precipitadamente tocado con el sombrero y meterse en uno de los coches de la Policía Judicial.

Y algo más excepcional: apareció Lognon y se dirigió, igual que lo había hecho Maigret, al despacho del director. Lo cierto es que sólo se quedó diez minutos, tras lo cual, en vez de irse, volvió a meterse en el despacho de los inspectores.

“Maigret tiende una trampa” de Georges Simenon

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