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Mademoiselle Fifi

Resumen del libro:

“Mademoiselle Fifi”, uno de los cuentos más icónicos de Guy de Maupassant, es una obra que resalta la brutalidad y el absurdo de la guerra a través de una narración breve pero intensa. Ambientado durante la ocupación prusiana en la guerra franco-prusiana, el relato se desarrolla en un pequeño pueblo de Normandía donde un grupo de oficiales prusianos se divierte en una mansión tomada. Entre ellos destaca el protagonista, apodado despectivamente “Mademoiselle Fifi” por su carácter afeminado y cruel. A través de un encuentro con una joven prostituta francesa, Maupassant ilustra con agudeza la tensión entre la resistencia silenciosa del pueblo oprimido y la arrogancia de los invasores.

La narrativa de Maupassant en este cuento es magistralmente concisa, logrando encapsular en pocas páginas un retrato vívido de la guerra, sin necesidad de juicios morales explícitos. Los personajes, aunque caricaturescos en ocasiones, representan arquetipos de la época: la violencia del ejército prusiano, la desesperación y la dignidad de los franceses. El clímax del cuento, cargado de violencia y fatalismo, es una denuncia sutil pero poderosa del horror y el sinsentido de la guerra, temas recurrentes en la obra del autor.

Guy de Maupassant, considerado uno de los grandes maestros del cuento, tiene una habilidad especial para explorar la naturaleza humana bajo las tensiones de situaciones extremas. Nacido en 1850 y fallecido en 1893, vivió una vida marcada por la enfermedad mental y la guerra, elementos que influyeron profundamente en su obra. “Mademoiselle Fifi”, junto a otros relatos de guerra, es una de sus contribuciones más notables a la literatura, donde utiliza la brevedad del cuento para condensar un impacto emocional devastador.

A lo largo de su narrativa, Maupassant no solo se detiene en la representación de los conflictos bélicos, sino que también aborda con cinismo y desencanto la naturaleza humana, reflejando el pesimismo que caracterizó gran parte de su vida. En “Mademoiselle Fifi”, el lector es testigo de una realidad cruel donde los ideales son solo una fachada para el poder y el interés, dejando claro que, para Maupassant, la guerra es una locura colectiva que revela lo peor de la humanidad.

El comandante prusiano, un teniente coronel, el conde de Farlsberg, acababa de leer su correo, hundido en un gran sillón de tapicería y con los pies, calzados con botas, apoyados en el mármol de la elegante chimenea, donde las espuelas, a lo largo de los tres meses que él ocupaba el castillo de Uville, habían trazado dos profundos surcos, más pronunciados a cada día que pasaba.

Una taza de café humeaba sobre un velador de marquetería manchado por los licores, quemado por los cigarros, marcado por el cortaplumas del oficial conquistador que, a veces, al dejar de afilar un lápiz, trazaba sobre el gracioso mueble cifras o dibujos, al azar de su indolente fantasía.

Cuando hubo terminado las cartas y ojeado los periódicos alemanes que el suboficial cartero acababa de traerle, se levantó y, tras haber echado al fuego tres o cuatro enormes leños verdes, pues aquellos señores talaban poco a poco el parque para calentarse, se acercó a la ventana.

Llovía a cántaros, una lluvia normanda que parecía lanzada por una mano furiosa, una lluvia diagonal, espesa como una cortina, que formaba una especie de muro de rayas oblicuas, una lluvia azotadora, aplastante, que lo ahogaba todo, auténtica lluvia de los alrededores de Ruán, ese orinal de Francia.

El oficial contempló un buen rato el césped inundado y, allá al fondo, el Andelle, hinchado hasta desbordarse; y tamborileaba sobre el vidrio un vals del Rin, hasta que un ruido le hizo volverse: era su segundo, el barón de Kelweingstein, de un grado equivalente al de capitán.

El teniente coronel era un gigante, ancho de hombros, con una larga barba en abanico que formaba un mantel sobre su pecho; toda su inmensa figura solemne despertaba la idea de un pavo real militar, un pavo real que llevara la cola desplegada en el mentón. Tenía ojos azules, fríos y dulces, una mejilla cruzada por un sablazo de la guerra de Austria, y de él se decía que era tan buena persona como buen oficial.

El capitán, bajito, coloradote, con un gran vientre, ceñido a la fuerza, llevaba casi afeitada su barba encendida, cuyos hilos de fuego habrían hecho pensar, cuando se hallaban bajo ciertos reflejos, que su cara estaba frotada con fósforo. Dos dientes perdidos una noche de juerga, sin que él recordara con exactitud cómo, lo obligaban a escupir palabras pastosas que no siempre se entendían; y era calvo en la coronilla solamente, como un monje tonsurado, con un vellón de finos cabellos rizados, dorados y brillantes, en torno a aquel círculo de carne desnuda.

El comandante le estrechó la mano, y se bebió de un trago su taza de café (la sexta desde por la mañana), mientras escuchaba el informe de su subordinado sobre las incidencias del servicio; después ambos se volvieron a acercar a la ventana, declarando que aquello no resultaba nada agradable. El teniente coronel, hombre tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a todo; pero el capitán, contumaz vividor, frecuentador de tugurios, obsesivo perseguidor de chicas, rabiaba al verse encerrado hacía tres meses en la castidad obligatoria de aquel puesto perdido.

Como llamaban a la puerta, el comandante gritó «adelante», y un hombre, uno de sus soldados autómatas, apareció en el vano, anunciando con su mera presencia que el almuerzo estaba servido.

En la sala encontraron a los tres oficiales de menor graduación: un teniente, Otto de Grossling; dos alféreces, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhelm de Eyrik, un rubito altanero y brutal con los hombres, duro con los vencidos, y violento como un arma de fuego.

Desde la entrada en Francia, sus camaradas le llamaban sólo Mademoiselle Fifi. El apodo le venía de su aire presumido, de su fino talle que parecía apretado por un corsé, de su cara pálida en la que un naciente bigote se esbozaba apenas, y también de la costumbre que había adquirido, para expresar su soberano desprecio por los seres y las cosas, de emplear a cada momento la locución francesa fi, fi, done, que pronunciaba con un ligero silbido.

“Mademoiselle Fifi” de Guy de Maupassant

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