Resumen del libro:
“Luz en la piel: Cinco voces de mujer” de Gabriela Guerra Rey nos sumerge en un fascinante viaje a través de los destinos entrelazados de cinco mujeres en busca de su lugar en un nuevo milenio. La autora, Gabriela Guerra Rey, teje una narrativa cautivadora que lleva a sus protagonistas desde una isla en decadencia hasta caminos desconocidos, explorando la pubertad como un umbral para la búsqueda de la felicidad anhelada.
En este relato, Guerra Rey pinta retratos vívidos de estas mujeres, quienes se embarcan en peregrinaciones personales, desafiando destinos aparentemente predestinados. A lo largo de sus vidas, protagonizan apasionantes historias de amor y desamor, desafiando los convencionalismos y rompiendo moldes para forjar su propio destino. La autora plantea la pregunta ineludible: ¿lograrán estas mujeres convertirse en abanderadas de los tiempos modernos, defendiendo con valentía su derecho a ser mujeres y a arrojar luz en sus propias pieles?
A medida que avanza la trama, Guerra Rey nos lleva a explorar las complejidades de la pérdida, la muerte, la distancia y la locura, destilando incluso momentos de felicidad en medio de las adversidades. A través de estas experiencias, las protagonistas descubren lo inesperado, desafiando las expectativas preconcebidas y desdibujando las líneas trazadas por el destino aparentemente escrito.
Con una prosa fluida y envolvente, Gabriela Guerra Rey logra capturar la esencia de la condición femenina en un mundo en constante cambio. “Luz en la piel” no solo es una exploración de las vicisitudes de la vida de estas mujeres, sino también un canto a la resiliencia y la capacidad de encontrar la luz incluso en los momentos más oscuros. Un libro que, sin duda, deja una marca duradera en el lector, recordándonos la importancia de desafiar las expectativas y buscar nuestra propia luz en el camino de la vida.
Después de todo, se fue. Yo no creí que ese momento llegaría: me daba dolor en el arco epigástrico, en el plexo solar y dondequiera. Pero pasados los días ansiaba que saliera de mi rutina y volver a ser yo contra mí misma. Soy buena en eso.
Estaba tratando de no pensar en su partida, y me puse a leer un blog que reviso con cierta asiduidad y que, a pesar de dudosos erotismos, nunca me provocó demasiado. Comencé a sentir por las piernas, hasta el sexo, una cosquilla… era urgente. Él no estaba para hacerme el amor como mis necesidades requerían. Buscar a alguien que ocupara su lugar en mis intimidades hubiera necesitado algo de tiempo, preparación, y es posible que, a la hora, yo no estuviera lista…
Decidí masturbarme; era lo mejor. Hacía mucho tiempo no me descubría, no sola; entre otras cosas, porque ni aun en las semanas de convivencia obligada, después de decirnos adiós, tuve la soledad para ello. Además, estaba el dolor que no se iba, aunque yo anduviera ya haciendo planes para cuando el daño saliera de mí y tuviera todos los segundos del universo a mi antojo.
En lo de revivir mis sentidos sexuales había otro pequeño problema: tenía que despertar a los demonios abominados por los días tristes, y eso podía ser una tarea larga, para la cual los ánimos reveladores de la tarde no me iban a alcanzar. Me decidí por la vía rápida: utilizar el vibrador con el que me solía dar masajes; ese que nunca me atreví a pedirle que usara para esos menesteres por miedo a su juicio silencioso, inquisitorio, que sus riñas entre el bien y el mal no soportaban.
Desde que lo compré deseaba tocarme con él y, cuando lo prendíamos para darme masajes en la cabeza y en la espalda, en mis días de lucha contra los males del cuerpo y la mente, era imposible no vibrar un poco con la idea. Su ruido me llevaba a aparatos anteriores que me hicieron sentir placer, sola o con alguien más manejándolo a su antojo en mis oquedades. No sabía que se podía sentir nostalgia por un objeto muerto.
Muchas cosas no me animé a pedírselas por la misma causa. Ya me veía suficientemente loca, y para como andaban nuestras penas, no quería agregar otra mirada incomprensible e incomprensiva a mis formas y libertad de recibir placer, cuando en él los estigmas del pecado pesaban tanto. Me equivoqué.
Estuve buena parte del crepúsculo jugando con el «dichoso» aparato, satisfaciendo de una vez todas mis fechorías y utopías, hasta que quedé saciada y exhausta y pude dormir, en paz, por vez primera en muchos meses. ¡Coño, si hasta parece que lo que necesitaba era quedarme con mi soledad, ya tan conocida!
Al despertar, volví a los retozos con mi cuerpo, y en ello encontré la fuerza para seguir adelante, una vez más. Tendría que recurrir a ese impulso reiteradamente. Estaría bien. Me lo había prometido.
En los días sucesivos empecé a hacer todo lo que no podía antes. No solo hurgar en mis mugres aposentos, sino en el estadio definitivo de la madurez. Planeé mis próximos viajes, que ahora podría hacer sin rendirle cuentas a nadie. Compuse mi estancia a mis anchas, todavía con sus miserias a cuestas, y volví a tirarme a escuchar cómo las viejas canciones de amor laceraban, una a una, los costados dolidos por la vida. Encontré disfrute en ello, y en las páginas de los libros pendientes, y en las revistas de literatura para las que nunca me alcanzaban las horas de desvelo. Salí… a conocer el pequeño mundo que me rodeaba y del cual viví ignorante en nombre del amor, por más tiempo del que hubiera deseado.
¡Cuántas porquerías en nombre del amor! El amor puede ser una palabra muy triste, una jaula sin ventanas para que entre el sol. La terrible atadura a un lazo escrito con vocales, que se deshace de solo halar una punta. El amor me ha dado vida y me ha condenado una y otra vez, pero vuelvo a tirarme en caída libre hasta llegar al hueco inmenso donde se echan las cosas que queremos olvidar.
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