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Los tres crímenes de Arsène Lupin

Resumen del libro:

¡Arsène Lupin en la cárcel! Ridiculizado por la prensa, aislado por la policía, ¿cómo hará para demostrar su inocencia en los crímenes de los que se le acusa? Arsène Lupin hace pública su voluntad de fugarse de la cárcel, pero su archienemigo LM logra cortarle todas las comunicaciones con el exterior. Un día, recibe una misteriosa visita en la celda. El Kaiser de Alemania sabe que Lupin anda detrás de unos papeles que podrían comprometer la paz de Europa y accede a lograr su libertad si los encuentra antes que nadie. Pero Herlock Sholmès ha sido llamado desde Londres por el mismo motivo. En una carrera contra el tiempo y las trampas tendidas por LM, mientras desarrolla los toques finales de su plan para dominar Europa y evitar la guerra, Lupin descifra el enigma del número 813. Llega así al escondrijo de los papeles privados del Kaiser, solo para descubrir que alguien se le ha adelantado. Y las promesas de los emperadores se rompen fácilmente. Para hacerse nuevamente con los papeles, lograr su libertad y cumplir el sueño de cambiar el rumbo del continente, es necesario que desentrañe la identidad escondida tras las iniciales LM. Pero el secreto archivado tras esas letras es tan monstruoso que su razón se niega a aceptarlo.

En el palacio de la Santé

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En el mundo entero se produjo una explosión de risa. Ciertamente, la captura de Arsène Lupin provocó gran sensación, y el público no le regateó a la policía los elogios que esta merecía por esa revancha tan largo tiempo esperada y tan plenamente obtenida. El gran aventurero había sido apresado. El héroe extraordinario, genial e invisible, languidecía como los demás presos entre las cuatro paredes de una celda de la prisión de la Santé, aplastado a su vez por esa potencia formidable que se llama justicia, y que, pronto o tarde, fatalmente, derriba los obstáculos que se le interponen y destruye la obra de sus adversarios.

Y todo eso fue dicho, impreso, repetido, comentado y remarcado. El prefecto de policía recibió la condecoración de la Cruz de Comendador, y el señor Weber, la Cruz de Caballero. Se exaltó la habilidad y el valor de sus modestos colaboradores. Se aplaudió. Se cantó victoria Se escribieron artículos y se pronunciaron discursos.

Sea. Pero, no obstante, hubo algo que dominaba ese maravilloso concierto de elogios, esa alegría trepidante, y fue una risa loca, enorme, espontánea, inextinguible y tumultuosa.

¡Arsène Lupin, desde hacía cuatro años, era el jefe de la Seguridad!

Y lo era desde hacía cuatro años. Lo era en la realidad, legalmente, con todos los derechos que ese título confiere, y con la estima de sus jefes, el favor del Gobierno y la admiración de todo el mundo.

Desde hacía cuatro años, la tranquilidad de los ciudadanos y la defensa de la propiedad habían estado confiados a Arsène Lupin. Este velaba por el cumplimiento de la ley. Protegía al inocente y perseguía al culpable.

¡Y qué servicios había prestado! Jamás el orden se había visto menos turbado, ni nunca el crimen había sido descubierto con mayor seguridad y más rapidez. Recuérdese, si no, el asunto Denizou, el robo del Banco Crédit Lyonnais, el ataque al rápido de Orleáns, el asesinato del barón Dorf… O sea, otros tantos triunfos imprevistos y fulminantes como el rayo y otras tantas proezas que podrían compararse con las más célebres victorias de los más ilustres policías.

En otra época, en uno de sus discursos con motivo del incendio del Louvre y la captura de los culpables, el presidente del Consejo, Valenglay, para defender la forma un poco arbitraria en que el señor Lenormand había procedido, exclamó:

—Por su clarividencia, por su energía, por sus cualidades de decisión y de ejecución, por sus procedimientos inesperados, por sus recursos inagotables, el señor Lenormand nos recuerda al único hombre que, si hubiera vivido todavía, le hubiese podido hacer frente, es decir, Arsène Lupin. El señor Lenormand es un Arsène Lupin al servicio de la sociedad.

Y he aquí que, en realidad, el señor Lenormand no era otro sino el propio Arsène Lupin.

El que fuese un príncipe ruso importaba poco. Lupin estaba acostumbrado a esas metamorfosis. Pero ¡que fuese jefe de Seguridad! ¡Qué encantadora ironía! ¡Qué fantasía en la conducción de esta vida extraordinaria entre las más extraordinarias!

¡El señor Lenormand! ¡Arsène Lupin!

Ahora se explicaban las proezas, milagrosas en apariencia, que todavía recientemente habían llenado de confusión a la muchedumbre y desconcertado a la policía. Se comprendía ahora el escamoteo de su cómplice en pleno Palacio de Justicia, y en pleno día y en la fecha fijada. Él mismo lo había dicho: «Cuando se conozca la simplicidad de los medios que yo he empleado para esta evasión, la gente quedará estupefacta. Dirán: ¿Se reducía a esto todo? Sí, no era más que todo esto, pero era preciso haber pensado en ello».

En efecto, era de una simplicidad infantil: bastaba con ser jefe de Seguridad.

Mas Lupin era jefe de Seguridad, y todos los agentes, al obedecer sus órdenes, se convertían en cómplices involuntarios e inconscientes de Lupin.

¡Qué gran comedia! ¡Qué admirable bluf! ¡Qué farsa monumental y reconfortante en nuestra época de abulia! A pesar de estar prisionero, a pesar de estar vencido irremediablemente, Lupin, no obstante, era el gran vencedor. Desde su celda irradiaba su personalidad sobre París. Ahora más que nunca era el ídolo… más que nunca el amo y señor.

Los tres crímenes de Arsène Lupin – Maurice Leblanc

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