Resumen del libro:
Una extraña peste invade Buenos Aires: sus habitantes comienzan a devorarse unos a otros, a mordiscones, literalmente. La ciudad colapsa bajo el canibalismo imperante. La novela relata la lucha por contener la peste mientras se extiende a toda la Argentina y recuperar lo poco que va quedando de humanidad entre los porteños…
Uno
Mónica vino corriendo hacia mí, espléndida, viva, maravillosamente viva. Daba saltitos en puntas de pie, sobreactuando el sigilo. Me pareció que lograba sostenerse en el aire unos segundos y que los aterrizajes eran suaves y efímeros, como si el mínimo contacto con el pavimento le bastara para impulsarse de nuevo. También es ingrávida, pensé, y lo que veía y lo que imaginaba ver se prolongaron en el bálsamo de su sonrisa, ancha y permanente, porque siempre estaba feliz, aun ahí, como si su función existencial fuera ser el reverso de la mía, la contracara alegre de un hombre de cincuenta años oscurecido por una pérdida terrible en un mundo agonizante. Mónica había escapado de la barraca por una banderola sin rejas hacia el techo de una casa vecina y de ahí había bajado descolgándose por un árbol. No le preocupaba el toque de queda. Sabía que el máximo riesgo era que la sorprendieran en la calle a deshora y que la sermonearan un rato con el respeto a los protocolos de seguridad, porque ni siquiera le aplicarían la multa.
Yo la esperaba sentado en un banquito de cemento de la plazoleta triangular que estaba a cincuenta metros de casa. No se escuchaba el ulular de los bichos ni el rotor de los helicópteros ni los estampidos secos de las armas de los soldados de guardia, lo que ayudaba a creer la ficción de un barrio en paz, el marco perfecto para una cita amorosa de medianoche. Solo tenía que mantener la vista fija en ella y no distraerme con el escenario de puertas y ventanas tapiadas, frentes chamuscados por el fuego o taladrados por las balas, calles con rajaduras y cráteres. De esta manera, el trotecito de Mónica, la sonrisa de Mónica, podían volverse por un segundo el trotecito de Érica, la sonrisa de Érica, y eso me reconfortaba más que la aventura del encuentro prohibido y el sexo que habríamos de tener a oscuras en la única casa abierta.
Me paré cuando la tuve cerca. Ella se me colgó del cuello y me dio tres o cuatro besos cortitos en la boca.
—Vamos, dale, a ver si nos pescan —dijo, y me agarró de una mano y me obligó a caminar rápido.
Hubiera podido decirle que, si nos pescaban, nadie se animaría más que a una murmuración socarrona. Que mi poder era suficiente para borrar de su legajo cualquier falta si algún idiota se atrevía a levantarle un acta, y que, en última instancia, a nadie le importaba demasiado el reglamento vacío que los burócratas habían diseñado dos mil kilómetros al sur. Pero no lo hice porque ella ya lo sabía. Las verdades inútiles hay que callarlas.
…