Resumen del libro:
Los primeros hombres en la Luna de H. G. Wells es una obra maestra de la literatura de ciencia ficción, que transporta al lector a un universo donde la imaginación y la audacia se entrelazan con una visión futurista del cosmos. Publicada en 1901, esta novela se adelanta a su tiempo al explorar las posibilidades de la exploración espacial y los desafíos que conlleva.
En la historia, dos personajes dispares, el excéntrico científico Cavor y el pragmático empresario Bedford, se embarcan en una aventura hacia la Luna gracias a la invención de Cavor: la cavorita, una sustancia que anula la gravedad. A través de sus peripecias, Wells no solo ofrece una narración emocionante, sino que también presenta una reflexión sobre la humanidad y su lugar en el universo. Los exploradores descubren un mundo subterráneo habitado por los selenitas, una sociedad avanzada con una estructura social jerárquica y en muchos sentidos alienígena para los humanos.
La confrontación entre la fantasía de Wells y la realidad actual es evidente. En un momento en que la humanidad ha conquistado la Luna y desentrañado muchos de sus misterios, la obra de Wells mantiene un encanto insuperable. Es un testimonio de la audacia intelectual de su tiempo y una proyección de las utopías sociales que suscitaban intensos debates. Wells, con su formación liberal y romántica imaginación, logra anticipar aspectos científicos más allá de lo técnico, sugiriendo un universo asombroso y aún por descubrir.
H. G. Wells, nacido en 1866, es uno de los padres de la ciencia ficción moderna. Con una formación académica sólida y una mente visionaria, Wells supo combinar la ciencia y la literatura para explorar temas de profunda relevancia social y científica. Sus obras, entre las que se cuentan clásicos como La guerra de los mundos y La máquina del tiempo, no solo han influido en la literatura, sino que también han inspirado a generaciones de científicos y escritores.
Los primeros hombres en la Luna es una joya literaria que invita a la reflexión y a la maravilla. La novela es un tributo a la capacidad humana de soñar y a la constante búsqueda del conocimiento. Wells nos recuerda que, aunque hayamos alcanzado grandes logros, siempre habrá nuevos horizontes por explorar y misterios por desentrañar.
(I)
El señor Bedford se encuentra con el señor Cavor en Lympne
Ahora que escribo aquí, sentado entre las sombras de los emparrados bajo el cielo azul de la Italia Meridional, me acuerdo, no sin alguna sorpresa, de que mi participación en las asombrosas aventuras del señor Cavor fue, al fin y al cabo, resultado de una mera casualidad. Lo mismo podía haberle sucedido a cualquier otro. Caí en esas cosas en un momento en que me consideraba libre de la más leve posibilidad de perturbaciones en mi vida. Había ido a Lympne porque me lo había figurado como el lugar del mundo en que sucedieran menos acontecimientos. «¡Aquí, de todos modos —me decía—, encontraré tranquilidad y podré trabajar en calma!».
Y de allí ha salido este libro, tan diametral es la diferencia entre el destino y los pequeños planes de los hombres.
Me parece que debo hacer mención, en estas líneas, de la suerte extremadamente mala que acababa de tener en algunos negocios. Rodeado como estoy ahora de todas las comodidades que da la fortuna, hay cierto lujo en esta confesión que hago de mi pobreza de entonces. Puedo hasta confesar que, en determinada proporción, mis desastres eran atribuibles a mis propios actos. Tal vez haya asuntos para los cuales tenga yo alguna capacidad, pero la dirección de operaciones mercantiles no figura entre ellos. En aquella época era aún joven: hoy lo soy todavía en años, pero las cosas que me han sucedido han desterrado de mi mente algo de la juventud: si en su reemplazo han dejado o no un poco de sabiduría, es cuestión más dudosa.
Casi no es necesario entrar en detalles sobre las especulaciones que me desterraron a Lympne, lugar del condado de Kent. Hoy en día, aun en los, negocios, hay una fuerte dosis de aventura. Me arriesgué, y como esas cosas terminan invariablemente por una buena cantidad de dar y tomar, a mí me tocó por último el tener que dar… bastante contra mi voluntad. Aun después de haberme despojado de todo, un atrabiliario acreedor se esmeró en mostrárseme adverso; por último llegué a la conclusión de que no me, quedaba otro recurso que escribir un drama, a no ser que me decidiera a vegetar penosamente con lo que ganara en algún miserable empleo. Se que nada de lo que el hombre pueda hacer, fuera de los negocios legítimos, encierra tantas promesas como las piezas de teatro; tan lo creía así, que desde tiempo atrás me acostumbré a considerar ese drama no escrito, como substancial reserva para los días tormentosos. Y la tormenta había llegado.
Pronto descubrí que el escribir un drama era un asunto más largo que lo que me figuraba (al principio había calculado hacerlo en diez días), y para buscar un pied-á-terre en qué elaborarlo, fui a Lympne.
Consideré como una fortuna el conseguir aquella casita. La alquilé con trato de conservarla tres años si quería; la proveí de unos pocos muebles, y al mismo tiempo que escribía, era mi propio cocinero. Mi manera de ejercer este ministerio habría arrancado severos reproches a un cordon bleu profesional: tenía una cafetera, una cacerola, para huevos, otra para patatas y una sartén para salchichas y tocino. Con estos utensilios fabricaba la base de mi sustento. Para lo demás, contaba con un barril de dieciocho galones siempre lleno de cerveza, y con los servicios de un puntual panadero que me visitaba todos los días. Aquello no era, quizás, darse las comodidades de Sybaris, pero peores días he pasado en mi vida.
Lympne es, ciertamente, el lugar apropiado para quien desee la soledad. Está en la parte cenagosa de Kent, y mi casita se alzaba en la cumbre de un montículo que en otros tiempos había sido un peñasco rodeado por las aguas: desde ella se veía el mar, por sobre los pantanos de Rornney. Cuando llueve mucho, el lugar es casi inaccesible, y he oído decir que el cartero tenía a veces que, hacer largos trechos de su camino con el agua a los tobillos. Yo no le vi nunca hacerlo, pero me imagino perfectamente su figura.
Los pocos cottages y casas que forman la aldea tienen delante de las puertas una especie de felpudo de mimbres, para que la persona que llegue de fuera se limpie el calzado, lo que da una idea de la calidad del suelo en ese distrito. Dudo de que hubiera allí la menor traza de población, si el lugar no fuera un recuerdo ya borroso de cosas muertas para siempre. Aquél fue el gran puerto de Inglaterra en la época de los romanos. Portus Lemanus; y ahora el mar está a cuatro millas de distancia. Al pie de la empinada colina hay una cantidad de pedruscos y trozos de albañilería romana y de ese punto arranca la vieja calle Watling, como una flecha hacia el Norte. Yo solía pararme en la cumbre y pensar en todo aquello: galeras y legiones, cautivos y oficiales, mujeres y mercaderes, especuladores como yo, todo el hormigueo y tumulto que entraba y salía incesantemente de la bahía. Y ahora, apenas algunos trozos de piedra en una costa cubierta de césped, uno o dos carneros… ¡y yo! Y donde había estado el puerto, quedaban los terrenos pantanosos, que se extendían en una ancha curva hasta el distante Dungeness, interrumpidos aquí y allá por grupos de árboles y por las torres de las iglesias de las viejas poblaciones medievales que siguen a Lemanus por el camino de la extinción.
Esa vista de la ciénaga era, realmente, una de las más hermosas que yo había tenido ante los ojos. Supongo que Dungeness estaba a quince millas de distancia: aparecía como una balsa en el mar, y más lejos hacia el Oeste se elevaban los montes de Hastings bajo el sol poniente. A veces aparecían cercanos y claros, otras veces, se esfumaban Y parecían bajos, y otras, la niebla los hacía perderse completamente de vista. Y la llanura de arena veíase por todas partes cruzada y cortada por zanjas y canales.
La ventana junto a la cual trabajaba yo, miraba por sobre el horizonte de dicha cresta, y por aquella ventana fue por donde mis ojos distinguieron la primera vez a Cavor. Sucedió esto en un momento en que luchaba con el escenario de mí drama, contrayendo mi mente a tan ímprobo trabajo, y lo más natural era que en tales condiciones un hombre de semejante figura atrajera mi atención.
El sol se había puesto, el cielo estaba límpido, de color verde amarillo, y sobre ese fondo apareció, negra, la singular figura.
Era un hombrecillo de baja estatura, redondo de cuerpo, flaco de piernas, con algo de inquieto en sus movimientos, y se le había ocurrido envolver su extraordinaria inteligencia con una gorra de cricket, un sobretodo, pantalón corto y medías de ciclista. Ignoro por qué lo haría, pues nunca iba en bicicleta ni jugaba cricket; tal concurrencia fortuita de prendas de vestir se había presentado no sé cómo. Gesticulaba y movía las manos y los brazos, sacudía la cabeza y soplaba. Soplaba como algo eléctrico. Nunca ha oído usted soplar así. Y de rato en rato se limpiaba el pecho con un ruido el más extraordinario.
Había llovido ese día, y su espasmódico andar se acentuaba por lo muy resbaladizo que estaba el suelo. Exactamente al llegar al punto en que se interponía entre mis ojos y el sol, se detuvo, sacó el reloj, y vaciló. Después, con una especie de movimiento convulsivo, se dio vuelta y se retiró, dando muestras de estar de prisa, sin gesticular, sino a zancadas largas que mostraban el tamaño relativamente grande de sus pies: recuerdo que el barro adherido a su calzado lo aumentaba grotescamente.
Esto ocurrió el primer día, de mi residencia en Lympne, cuando mi energía de dramaturgo estaba en su apogeo, y consideré el incidente sólo como una distracción fastidiosa, como un desperdicio da cinco minutos. Volví a mi escenario; pero, cuando al día siguiente, la aparición se repitió con precisión notable, y otra vez al otro día, y, en una palabra, cada tarde que no llovía, la concentración de mi mente en el escenario llegó a ser un esfuerzo considerable. «¡Mal haya el hombre!», me decía. Se creería que estudia para marionette; y durante varias tardes lo maldije con todas mis ganas.
Después al fastidio sucedieron en mi el asombro y la curiosidad. ¿Por qué, al fin y al cabo, haría eso aquel hombre? A los catorce días ya no pude contenerme, y tan pronto como el sujeto apareció, abrí la puertaventana, crucé la terraza y me dirigí al punto en que invariablemente se detenía.
Cuando llegué había sacado ya el reloj. Tenía una cara ancha y rubicunda, con unos ojos pardos rojizos: hasta entonces no le había visto sino contra la luz.
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