Los pilares de la Tierra
Resumen del libro: "Los pilares de la Tierra" de Ken Follett
“Los Pilares de la Tierra” de Ken Follett es una obra maestra de la novela histórica que nos transporta a la Inglaterra del siglo XII, en medio de la tumultuosa Anarquía inglesa. En esta época de guerra civil, el autor teje una trama épica llena de intrigas palaciegas, luchas feudales, amores apasionados y ambición desmedida.
La historia se desarrolla en un escenario que abarca desde el desastroso hundimiento del White Ship hasta el asesinato del arzobispo Thomas Becket. Pero la narrativa va más allá de las fronteras de Inglaterra, llevándonos en un emocionante viaje de peregrinación a Santiago de Compostela, atravesando Francia y España.
El corazón de la trama gira en torno a la construcción de una majestuosa catedral gótica, una empresa que abarca décadas y que sirve como metáfora de la perseverancia y la visión de un grupo de personajes inolvidables. A medida que los pilares de la catedral se alzan, también lo hacen los sueños y las pasiones de los protagonistas.
Ken Follett, conocido por sus thrillers, sorprendió a todos con esta obra magistral que desafió las expectativas tanto en contenido como en extensión, con más de 1300 páginas. Publicada en 1989, rápidamente se convirtió en el best seller definitivo del autor. Follett no solo nos sumerge en un período histórico fascinante, sino que también nos brinda personajes complejos y una trama repleta de giros inesperados.
“Los Pilares de la Tierra” es una excepcional evocación de una época marcada por pasiones intensas, donde el amor y la muerte se entrelazan en un tapiz narrativo que deja una huella imborrable en el lector. Esta novela es un testimonio del talento de Ken Follett para llevar a los lectores a través de un viaje en el tiempo, sumergiéndolos en un mundo de reyes, damas, caballeros, castillos y ciudades amuralladas. Con un estilo narrativo cautivador, esta obra se erige como un monumento literario en sí misma, digno de ser explorado por todos los amantes de la historia y la ficción histórica.
Capítulo Uno
1
Tom estaba construyendo una casa en un gran valle, al pie de la empinada ladera de una colina y junto a un arroyo burbujeante y límpido.
Los muros alcanzaban ya tres pies de altura y seguían subiendo rápidamente. Los dos albañiles que Tom había contratado trabajaban sin prisa aunque sin pausa bajo el sol, raspando, lanzando y luego alisando con sus paletas, mientras el perro que les acompañaba sudaba bajo el peso de los grandes bloques de piedra. Alfred, el hijo de Tom, estaba mezclando argamasa, cantando en voz alta al tiempo que arrojaba paletadas de arena en un pilón. También había un carpintero trabajando en un banco junto a Tom, tallando cuidadosamente un madero de abedul con una azuela.
Alfred tenía catorce años y era alto como Tom. Este llevaba la cabeza a la mayoría de los hombres y Alfred sólo medía un par de pulgadas menos y seguía creciendo. Físicamente eran también parecidos. Ambos tenían el pelo castaño claro y los ojos verdosos con motas marrón. La gente decía que los dos eran guapos. Lo que más les diferenciaba era la barba. La de Tom era castaña y rizada, mientras que Alfred sólo podía presumir de una hermosa pelusa rubia.
Tom recordaba con cariño que hubo un tiempo en que su hijo tenía el pelo de ese mismo color. Ahora Alfred se estaba convirtiendo en un hombre, y Tom hubiera deseado que se tomara algo más de interés por el trabajo, porque aún tenía mucho que aprender para ser albañil como su padre. Pero hasta el momento los principios de la construcción sólo parecían aburrir y confundir a Alfred.
Cuando la casa estuviera terminada sería la más lujosa en muchas millas a la redonda. La planta baja se utilizaría como almacén, con un techo abovedado evitando así el peligro de incendio. La gran sala, que en realidad era donde la gente hacía su vida, estaba encima y se llegaría a ella por una escalera exterior. A aquella altura el ataque resultaría difícil siendo en cambio fácil la defensa. Adosada al muro de la sala habría una chimenea que expulsaría el humo del fuego. Se trataba de una innovación radical: Tom sólo había visto una casa con chimenea pero le había parecido una idea tan excelente que estaba dispuesto a copiarla. En un extremo de la casa encima de la sala habría un pequeño dormitorio porque eso era lo que ahora exigían las hijas de los condes demasiado delicadas para dormir en la sala con los hombres, las mozas, y los perros de caza. La cocina la edificaría aparte pues tarde o temprano todas se incendiaban y el único remedio era construirlas alejadas y conformarse con que la comida llegara tibia.
Tom estaba haciendo la puerta de entrada de la casa. Las jambas habían de ser redondeadas dando así la impresión de columnas, un toque de distinción para los nobles recién casados que habían de habitar la casa. Sin apartar la vista de la plantilla de madera modelada, Tom colocó su cincel en posición oblicua contra la piedra y lo golpeó suavemente con el gran martillo de madera. De la superficie se desprendieron unos pequeños fragmentos dando una mayor redondez a la forma. Repitió la operación. Tan pulida como para una catedral.
En otro tiempo había trabajado en una catedral en Exeter. Al principio lo hizo como costumbre, y se sintió molesto y resentido cuando el maestro constructor le advirtió que su trabajo no se ajustaba del todo al nivel requerido, ya que él tenía el convencimiento de que era bastante más cuidadoso que el albañil corriente. Pero entonces se dio cuenta de que no bastaba que los muros de una catedral estuvieran bien construidos. Tenían que ser perfectos porque una catedral era para Dios y también porque siendo un edificio tan grande la más leve inclinación de los muros, la más insignificante variación en el nivel aplomado, podría debilitar la estructura de forma fatal. El resentimiento de Tom se transformó en fascinación. La combinación de un edificio enormemente ambicioso con la más estricta atención al mínimo detalle le abrió los ojos a la maravilla de su oficio. Del maestro de Exeter aprendió lo importante de la proporción, el simbolismo de diversos números y las fórmulas casi mágicas para lograr el grosor exacto de un muro o el ángulo de un peldaño en una escalera de caracol. Todas aquellas cosas le cautivaban. Y quedó verdaderamente sorprendido al enterarse de que muchos albañiles las encontraban incomprensibles.
Al cabo de un tiempo se había convertido en la mano derecha del maestro constructor y entonces fue cuando empezó a darse cuenta de las limitaciones del maestro. El hombre era un gran artesano pero un organizador incompetente. Se encontraba absolutamente desconcertado ante problemas tales como el modo de conseguir la cantidad de piedra exacta para no romper el ritmo de los albañiles, el asegurarse que el herrero hiciera un número suficiente de herramientas útiles, el quemar cal y acarrear arena para los albañiles que hacían la argamasa, el talar árboles para los carpinteros y recaudar el dinero suficiente del Cabildo de la catedral para pagar por todo ello. De haber permanecido en Exeter hasta la muerte del maestro constructor era posible que hubiera llegado a ser maestro, pero el Cabildo se quedó sin dinero, en parte debido a la mala administración del maestro constructor, y los artesanos hubieron de irse a otra parte en busca de trabajo. A Tom le ofrecieron el puesto de constructor del alcalde de Exeter, para reparar y mejorar las fortificaciones de la ciudad. Sería un trabajo para toda la vida, salvo imprevistos. Pero Tom lo había rechazado porque quería construir otra catedral. Agnes, su mujer, jamás había comprendido aquella decisión. Podían haber tenido una buena casa de piedra, criados y establos. Y sobre la mesa habría todas las noches carne a la hora de la cena; jamás perdonó a Tom que rechazara aquel trabajo. No podía comprender aquel terrible deseo por construir una catedral, la sorprendente complejidad de la organización, el desafío intelectual de los cálculos, la imponente belleza y grandiosidad del edificio acabado. Una vez que Tom hubo paladeado ese vino, nunca más pudo satisfacerle otro inferior.
Desde entonces habían pasado diez años y jamás habían permanecido por mucho tiempo en sitio alguno. Tan pronto proyectaba una nueva sala capitular para un monasterio, como trabajaba uno o dos años en un castillo, o construía una casa en la ciudad para algún rico mercader. Pero tan pronto como ahorraba algún dinero se ponía en marcha con su mujer e hijos en busca de otra catedral.
Alzó la vista que tenía fija en el banco y vio a Agnes en pie, en el lindero del solar, con un cesto de comida en una mano y sujetando con la otra un gran cántaro que llevaba apoyado en la cadera. Era mediodía. Tom la miró con cariño. Nadie diría nunca de ella que era bonita, pero su rostro rebosaba fortaleza. Una frente ancha, grandes ojos castaños, nariz recta y una mandíbula vigorosa. El pelo, oscuro y fuerte, lo llevaba con raya en medio y recogido en la nuca. Era el alma gemela de Tom.
Sirvió cerveza para Tom y Alfred. Permanecieron allí en pie por un instante, los dos hombres grandes y la mujer fornida, bebiendo cerveza con tazas de madera. Y entonces, de entre los trigales, apareció saltando el cuarto miembro de la familia, Martha, bonita como un narciso, pero un narciso al que le faltara un pétalo, porque tenía un hueco entre los dientes de leche. Corrió hacia Tom, le besó en la polvorienta barba y le pidió un pequeño sorbo de cerveza. Él abrazó su cuerpecillo huesudo.
—No bebas mucho o te caerás en alguna acequia —le advirtió. La niña avanzó en círculo tambaleándose, simulando estar bebida.
Todos tomaron asiento sobre un montón de leña. Agnes alargó a Tom un pedazo de pan de trigo, una gruesa tajada de tocino hervido y una cebolla pequeña. Tom dio un bocado al tocino y empezó a pelar la cebolla. Después de dar comida a sus hijos, Agnes empezó a hincar el diente en la suya. Acaso fue una irresponsabilidad rechazar aquel aburrido trabajo en Exeter e irme en busca de una catedral que construir, —se dijo Tom—, pero siempre he sido capaz de alimentarlos a todos pese a mi temeridad.
Sacó su cuchillo de comer del bolsillo delantero de su delantal de cuero, cortó una rebanada de la cebolla y la comió con un bocado de pan. Paladeó el sabor dulce y picante a la vez.
—Vuelvo a estar preñada —dijo Agnes.
Tom dejó de masticar y se la quedó mirando. Sintió un escalofrío de placer. Se la quedó mirando con sonrisa boba, sin saber qué decir.
—Es algo sorprendente ¿no? —dijo ella, ruborizándose.
Tom la abrazó.
—Bueno, bueno —dijo sin perder su sonrisa placentera—. Otra vez un bebé para tirarme de la barba. ¡Y yo que pensaba que el próximo sería el de Alfred!
—No te las prometas tan felices todavía —le advirtió Agnes—. Trae mala suerte nombrar a un niño antes de que nazca.
Tom hizo un gesto de asentimiento. Agnes había tenido varios abortos, un niño que nació muerto y otra chiquilla, Matilda, que sólo había vivido dos años.
—Me gustaría que fuera un niño, ahora que Alfred ya es mayor. ¿Para cuándo será?
—Después de Navidad.
…
Ken Follett. Escritor galés es uno de los autores más vendidos y conocidos en los últimos 20 años. Sus novelas de ficción histórica, en especial Los pilares de la tierra, han sido vendidas y traducidas en prácticamente todo el mundo, alcanzando el número uno en casi todas las listas de ventas.
Criado en Londres, nació en una familia profundamente religiosa, debido a que sus padres no le permitían ver la televisión o escuchar la radio, se refugió en los cuentos que le contaba su madre y los libros que leía en la biblioteca desarrollando una gran pasión por los libros.
Follett estudió Filosofía en la University of London donde, posteriormente, escogió especializarse en periodismo. Tras licenciarse trabajó tanto en Gales como en Londres, en medios como el Evening News o la editorial Everets books. Fue en esta época cuando comenzó a escribir la que sería su primera novela, El ojo de la aguja o La isla de las tormentas (1978), libro que resultaría todo un éxito a nivel internacional permitiéndole dedicarse por completo a su carrera literaria.
Ken Follet también tenía una pasión por la política, llegando a colaborar con el Partido Laborista, donde conoció a Barbara Broer, su actual esposa, a la que ayudó en su campaña y colaboró en actividades de su partido, aunque Follet nunca dejó que la política influyera en sus obras.
La obra de Follett no se compone sólo de novela histórica ya que, en realidad, la mayoría de sus obras pertenecen a otro tipo de géneros, variando desde relatos más policiales a libros con un gran componente de intriga, thriller o incluso aventuras. Habría que destacar títulos como Las alas del águila, El tercer gemelo o En el blanco, entre otros muchos.
Sin embargo, la mayoría de esas obras de Follett acabaron eclipsadas por el éxito arrollador de su novela de 1989 Los pilares de la tierra, uno de los best-sellers más famosos de la historia y cuyas ventas se cuentan por millones de ejemplares.
En 2007 publicó su continuación, Un mundo sin fin, que también se ha situado entre los grandes éxitos de principios del siglo XXI, y un año después se le otorgó el Premio Olaguibel del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro.
En 2010 se rodó una miniserie de televisión de gran presupuesto sobre Los pilares de la tierra, aunque la relación de las obras de Follett con la gran pantalla ya se había dado con las adaptaciones de El tercer gemelo, La clave está en Rebeca, La gran prueba o El ojo de la aguja, que contó con un guion del propio autor.
Su última trilogía, la aclamada The Century, ha supuesto su vuelta a los primeros puestos de los más vendidos en prácticamente todo el mundo ambientada en la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial: La caída de los gigantes (2010), El Invierno en el mundo (2012) y El Umbral de la eternidad (2014), y fue galardonado con el Premio Qué Leer (2010) por La caída de los gigantes.
En 2017 publica el esperado final de la Trilogía Los pilares de la tierra, Una columna de fuego.