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Los perros hambrientos

Los perros hambrientos, novela de Ciro Alegría

Resumen del libro:

Ciro Alegría, un destacado novelista peruano de la primera mitad del siglo XX, se distingue por su capacidad para plasmar la vida en la sierra norte del Perú con una autenticidad inigualable. Aunque su obra más conocida, “El mundo es ancho y ajeno”, lo catapultó a la fama continental, es en “Los perros hambrientos” donde alcanza su máxima expresión creativa. Publicada en 1939, esta novela presenta una alternancia magistral entre un lenguaje pulido y descriptivo en la narrativa y un auténtico dialecto en boca de sus personajes.

La naturaleza asume un papel protagónico en esta obra, dejando de ser solo un escenario para convertirse en un personaje preponderante. La prolongada sequía que afecta tanto a los hombres como a los animales resalta la necesidad básica de subsistencia, haciendo que los perros, los monos, las serpientes y otros seres cobren vida con toda su magnitud y fuerza. Según el crítico Luis Alberto Sánchez, en “Los perros hambrientos” se observa un cierto franciscanismo propio de los campesinos retratados por Alegría, donde los animales adquieren una dimensión tan plena como los personajes humanos.

La narrativa de Alegría se caracteriza por su habilidad para tejer una trama que refleja la lucha cotidiana de los habitantes de la sierra peruana contra las adversidades naturales y sociales. La prosa, en ocasiones poética, transporta al lector a un mundo donde la supervivencia es un desafío constante y la solidaridad entre los personajes se convierte en un valor fundamental.

En “Los perros hambrientos”, Alegría ofrece una visión cruda y realista de la vida en la sierra peruana, donde la pobreza, el hambre y la lucha por la supervivencia marcan el día a día de sus habitantes. A través de una narrativa envolvente y personajes entrañables, el autor nos sumerge en un universo donde la esperanza y la tragedia se entrelazan de manera inextricable, dejando una profunda impresión en el lector.

I. Perros tras el ganado

Guau…, guau, guauuúu…

El ladrido monótono y largo, agudo hasta ser taladrante, triste como un lamento, azotaba el vellón albo de las ovejas conduciendo la manada. Ésta, marchando a trote corto, trisca que trisca el ichu duro, moteaba de blanco la rijosidad gris de la cordillera andina.

Era una gran manada, puesto que se componía de cien pares, sin contar los corderos. Porque ha de saberse que tanto la Antuca, la pastora, como sus taitas y hermanos, contaban por pares. Su aritmética ascendía hasta ciento, para volver de allí al principio. Y así habrían dicho «cinco cientos» o «siete cientos» o «nueve cientos»; pero, en realidad, jamás necesitaban hablar de cantidades tan fabulosas. Todavía, para simplificar aún más el asunto, iban en su auxilio los pares, enraizados en la contabilidad indígena con las inertes raíces de la costumbre. Y después de todo, ¿para qué embrollar? Contar es faena de atesoradores, y un pueblo que desconoció la moneda y se atuvo solamente a la simplicidad del trueque, es lógico que no engendre descendientes de muchos números. Pero éstas, evidentemente, son otras cosas. Hablábamos de un rebaño.

La Antuca y los suyos estaban contentos de poseer tanta oveja. También los perros pastores. El tono triste de su ladrido no era más que eso, pues ellos saltaban y corrían alegremente, orientando la marcha de la manada por donde quería la pastora, quien, hilando el copo de lana sujeto a la rueca, iba por detrás en silencio o entonando una canción, si es que no daba órdenes. Los perros la entendían por señas, y acaso también por las breves palabras con que les mandaba ir de un lado para otro.

Por el cerro negro
andan mis ovejas,
corderitos blancos
siguen a las viejas.

La dulce y pequeña voz de la Antuca moría a unos cuantos pasos en medio de la desolada amplitud de la cordillera, donde la paja es apenas un regalo de la inclemencia.

El sol es mi padre,
la luna es mi madre,
y las estrellitas son
mis hermanitas.

Los cerros, retorciéndose, erguían sus peñas azulencas y negras, en torno de las cuales, ascendiendo lentamente, flotaban nubes densas.

La imponente y callada grandeza de las rocas empequeñecía aún más a las ovejas, a los perros, a la misma Antuca, chinita de doce años que «cantaba para acompañarse». Cuando llegaban a un pajonal propicio, cesaba la marcha y los perros dejaban de ladrar. Entonces un inmenso y pesado silencio oprimía el pecho núbil de la pastora. Ella gritaba:

—Nube, nube, nubeée…

“Los perros hambrientos” de Ciro Alegría

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