Resumen del libro:
Los periódicos, escrita por Henry James en 1903, es una breve pero incisiva obra que ofrece una profunda reflexión sobre la ética periodística y el poder de la opinión pública. Ambientada en el bullicioso Londres de principios del siglo XX, la historia sigue a una joven pareja de periodistas, ansiosos y enamorados, que buscan desesperadamente la noticia que los catapulte al éxito. En su búsqueda, se topan con la figura de Sir A.B.C Beadel-Muffet, un personaje famoso pero vacío, cuya presencia pública parece ser un reflejo de lo superficial en la sociedad contemporánea.
La trama se complica cuando este caballero, tan célebre como intrascendente, desaparece misteriosamente. La pareja de periodistas se embarca en una investigación que, más allá de las apariencias, los llevará a cuestionar no solo su papel como reporteros, sino también las repercusiones de sus acciones en la vida de los demás. James utiliza esta situación para explorar la responsabilidad del periodista en la creación de figuras públicas vacías y el impacto que la banalidad puede tener en la vida de las personas.
A través de una narración cargada de ironía, el autor aborda temas de plena vigencia, como la sobreexposición mediática de lo trivial y la delgada línea entre la información y la manipulación. Los protagonistas, al reflexionar sobre su propia implicación en los eventos, enfrentan una especie de crisis moral que plantea preguntas incómodas sobre el papel de la prensa y su influencia en la vida pública.
Henry James, uno de los grandes novelistas de la literatura anglosajona, es conocido por sus complejas exploraciones de la psicología de sus personajes y sus agudas observaciones sobre la sociedad. En Los periódicos, la madurez de su estilo brilla con una narrativa que, aunque breve, deja una impresión duradera. La combinación de una trama aparentemente sencilla con un profundo subtexto ético hace de esta obra una reflexión necesaria sobre el poder de los medios y la fama en la vida moderna.
Capítulo I
Durante un lapso de tiempo relativamente largo —la densa duración de un invierno londinense, animado (si es que puede usarse esta palabra) por fogonazos y fulgores eléctricos, por tétricas «incandescencias» eléctricas— se encontraron una y otra vez en una cervecería no muy exquisita, una fonda situada en los aledaños del Strand. Siempre hablaban de la «fonda» y de «la hora de la pitanza», que podía ser cualquiera entre la una y las cuatro de la tarde. Siempre hablaban de casi todo, incluso de lo más elevado, de un modo que reflejaba con exactitud —o al menos eso, con respecto a sus circunstancias vitales, pretendían— su distanciamiento, su desdén, su ironía generalizada. Una ironía generalizada que se esforzaban por hacer festiva, cuando menos para ellos mismos, y que en realidad les servía de refugio para la falta de sabor, la falta de servilletas, la falta —harto frecuente— de dinero, y de tantas otras cosas de las que les hubiera gustado gozar. Casi lo único que poseían con toda certeza era su juventud, completa, admirable, poco menos que invulnerable, o, hasta el momento, inatacable; pero no tenían en cuenta su propio talento, que en un principio habían dado por supuesto y después ya no se habían cuestionado por falta de libertad de espíritu, así como ciertamente por alguna razón de tipo ofensivo para hacerlo. Se afanaban en otras cuestiones y en otros cálculos: los asombrosos límites, por ejemplo, de su suerte, o la asombrosa exigüidad del talento de sus amigos. Pero, ante todo, se encontraban en esa fase de la juventud y en ese punto de sus aspiraciones en que el tema de referencia más frecuente es la «suerte», algo tan claro como el agua, o un modo elegante de designar el dinero en gente cuyo refinamiento rivaliza con la carencia de recursos. Porque ella no era más que una joven de las afueras tocada con un canotier, y él un joven desprovisto, en puridad, de justificación para lucir una chistera. Tenían, empero, la sensación de poder gozar, en cierto modo, de la libertad de la ciudad, y la ciudad, aunque sólo hiciera eso, al menos ensanchaba el horizonte del espíritu. Cuando, a veces, se veían forzados a aventurarse fuera del Strand, quejándose de esta obligación profesional, la curiosidad que los acompañaba al regreso era casi siempre mayor que cualquier otra, porque para ellos esa calle —con su alternativa: la más espaciosa Fleet Street— representaba, de manera abrumadora, a los periódicos, y los periódicos constituían, sobre poco más o menos, todo el mobiliario de su conciencia.
La prensa diaria se les presentaba como ese nido arropado entre las ramas que se agitan mientras los pájaros surcan los aires buscando el sustento de sus crías. Era para ellos un receptáculo que debía su configuración a un instinto —como consideraban al periodístico— más extraordinario que el del animal más organizado. Exigía que se fueran depositando, regularmente y sin desfallecer, colaboraciones, cabos sueltos, grano para alimentar el molino, todo digerible y transformable, todo transportado con pico veloz y alas, a menudo, agotadas. De no haber existido los periódicos hubieran sido inconcebibles dos jóvenes del tipo al que aludimos, dos compañeros fortuitos, inocentes y cansados —pero aun así, de una acuidad que frisaba la penetración— que, acabada la ronda de cervezas, apartaban las jarras y los platos y apoyaban los codos en la mesa hasta que se encontraban con la terrible elocuencia de la cuenta. Maud Blandy bebía cerveza —puede decirse que no le hacía ascos— y fumaba cuando la intimidad lo permitía, aunque ponía el límite en el punto preciso, del mismo modo que se jactaba de saber ponerlo, periodísticamente hablando, en lo que respectaba a otras finuras. Ciertamente puede decirse que era producto del día, y tanto era así que podía haber nacido cada día, completando su ciclo vital, como sucede con algunos insectos efímeros, al día siguiente. Era como si el pasado se hubiera malgastado en ella y no hubiera un futuro que le pudiese encajar. La verdad es que ella misma, al menos en lo tocante a sus grandes preocupaciones, era una «edición especial», un número extra de esos que salen a las horas de bullicio, que viven su vida entre el estrépito de los vehículos, el ir y venir de las aceras y el griterío de los chicos que vocean las portadas de acuerdo con la dosis exacta de escándalo que conviene propalar a los cuatro vientos, la cantidad necesaria que es preciso administrar —según el voluble temperamento de Fleet Street— a los nervios de la nación. Maud era, en suma, un número de escándalo, con faldas, en plena calle, en el club, en el tren de las afueras o en una casa humilde; aunque ha de decirse paladinamente: las faldas no eran algo esencial en ella. Y ésta era una de las causas, en una época de «emancipaciones», de su intensa actualidad, así como, a buen seguro, de una buena fortuna, a la que, por muy impersonal que Maud se considerase, no estaba en situación de saber hacer justicia plenamente: el don de poseer de modo innato esos ademanes de chico la salvaba de quedar en situación desairada al arrellanarse en las butacas o abrirse camino a codazos. De ella podía decirse literalmente que habría agradado menos —u ofendido más— si se hubiera visto obligada, o inducida, a afirmar —no sin cierta vanidad, desde luego— que estaba por encima del sexo. La naturaleza, su propia constitución, la contingencia, llamémoslo como nos plazca, la habían aliviado de este cuidado. Porque lo cierto era que la lucha por la vida, la competencia con los hombres, el gusto imperante, la moda del momento, la habían hecho superior, o, en todo caso, de veras indiferente, y no le costaba mantenerse en esa situación. Y esto lo lograba con la ayuda de una extremada llaneza personal, paso decidido y simplicidad de intenciones, sin aspavientos, sin una gracia ni una mínima inconsecuencia o recordatorio extraviado que interfiriese con este logro; y no sería descabellado decir que este logro —nos referimos a la sencillez del personaje— nunca hubiera sorprendido tanto como en los momentos de fortuita camaradería con Howard Bight. Porque si las señas personales del joven no dejaban ver específicamente la impronta, como las de su amiga, de una fase evolutiva, podía en cambio no ser definido como tan violenta y rozagantemente varonil como para eclipsar a Maud en el espectáculo.
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