Resumen del libro:
Considerada por muchos entre las más importantes novelas de Alejo Carpentier, Los pasos perdidos propone una firme apertura de nuevas posibilidades estéticas dentro de la narrativa latinoamericana: cierta visión distinta y reveladora de esta cultura. Nueva versión mítica del regreso a las fuentes originales, la novela traza la aventura de un musicólogo antillano que abandona su cómoda vida newyorkina en busca de un primitivo instrumento musical. Semejante pesquisa –donde remontar el Orinoco es remontar el tiempo– permite desplegar la concepción de lo “real maravilloso” como categoría estética, y también como imagen de la América que aún preserva el sentido de alguna remota “Edad de Oro”.
I
Hacía cuatro años y siete meses que no había vuelto a ver la casa de columnas blancas, con su frontón de ceñudas molduras que le daban una severidad de palacio de justicia, y ahora, ante muebles y trastos colocados en su lugar invariable, tenía la casi penosa sensación de que el tiempo se hubiera revertido. Cerca del farol, la cortina de color vino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía. Más allá estaban los olmos que yo había ayudado a plantar en los días del entusiasmo primero, cuando todos colaborábamos en la obra común; junto al tronco escamado, el banco de piedra que hice sonar a madera de un taconazo. Detrás, el camino del río, con sus magnolias enanas, y la verja enrevesada en garabatos, al estilo de la Nueva Orleáns. Como la primera noche, anduve por el soportal, oyendo la misma resonancia hueca bajo mis pasos y atravesé el jardín para llegar más pronto a donde se movían, en grupos, los esclavos marcados al hierro, las amazonas de faldas enrolladas en el brazo y los soldados heridos, harapientos, mal vendados, esperando su hora en sombras hediondas a mastic, a fieltros viejos, a sudor resudado en las mismas levitas. A tiempo salí de la luz, pues sonó el disparo del cazador y un pájaro cayó en escena desde el segundo tercio de bambalinas. El miriñaque de mi esposa voló por sobre mi cabeza, pues me hallaba precisamente donde le tocara entrar, estrechándole el ya angosto paso. Por molestar menos fui a su camerino, y allá el tiempo volvió a coincidir con la fecha, pues las cosas bien pregonaban que cuatro años y siete meses no transcurrían sin romper, deslucir y marchitar. Los encajes del desenlace estaban como engrisados; el raso negro de la escena del baile había perdido la hermosa tiesura que lo hiciera sonar, en cada reverencia, como un revuelo de hojas secas. Hasta las paredes de la habitación se habían ajado, al ser tocadas siempre en los mismos lugares, llevando las huellas de su larga convivencia con el maquillaje, las flores trasnochadas y el disfraz. Sentado ahora en el diván que de verde mar había pasado a verde moho, me consternaba pensando en lo dura que se había vuelto, para Ruth, esta prisión de tablas de artificio, con sus puentes volantes, sus telarañas de cordel y árboles de mentira. En los días del estreno de esa tragedia de la Guerra de Secesión, cuando nos tocara ayudar al autor joven servido por una compañía recién salida de un teatro experimental, vislumbrábamos a lo sumo una aventura de veinte noches. Ahora llegábamos a las mil quinientas representaciones, sin que los personajes, atados por contratos siempre prorrogables, tuvieran alguna posibilidad de evadirse de la acción, desde que los empresarios, pasando el generoso empeño juvenil al plano de los grandes negocios, habían acogido la obra en su consorcio. Así, para Ruth, lejos de ser una puerta abierta sobre el vasto mundo del Drama —un medio de evasión— este teatro era la isla del Diablo. Sus breves fugas, en funciones benéficas que le eran permitidas, bajo el peinado de Porcia o los drapeados de alguna Ifigenia, le resultaban de muy escaso alivio, pues debajo del traje distinto buscaban los espectadores el rutinario miriñaque y en la voz que quería ser de Antígona, todos hallaban las inflexiones acontraltadas de la Arabella, que ahora, en el escenario, aprendía del personaje Booth —en situación que los críticos tenían por portentosamente inteligente— a pronunciar correctamente el latín, repitiendo la frase: Sic semper tyrannis. Hubiera sido menester el genio de una trágica impar, para deshacerse de aquel parásito que se alimentaba de su sangre: de aquella huésped de su propio cuerpo, prendida de su carne como un mal sin remedio. No le faltaban ganas de romper el contrato. Pero tales rebeldías se pagaban, en el oficio, con un largo desempleo, y Ruth, que había comenzado a decir el texto a la edad de treinta años, se veía llegar a los treinta y cinco, repitiendo los mismos gestos, las mismas palabras, todas las noches de la semana, todas las tardes de domingos, sábados y días feriados —sin contar las actuaciones de las giras de estío—. El éxito de la obra aniquilaba lentamente a los intérpretes, que iban envejeciendo a la vista del público dentro de sus ropas inmutables, y cuando uno de ellos hubiera muerto de un infarto, cierta noche, a poco de caer el telón, la compañía, reunida en el cementerio a la mañana siguiente, había hecho —tal vez sin advertirlo— una ostentación de ropas de luto que tenían un no sé qué de daguerrotipo. Cada vez más amargada, menos confiada en lograr realmente una carrera que, a pesar de todo, amaba por instinto profundo, mi esposa se dejaba llevar por el automatismo del trabajo impuesto, como yo me dejaba llevar por el automatismo de mi oficio. Antes, al menos, trataba de salvar su temperamento en un continuo repaso de los grandes papeles que aspiraba a interpretar alguna vez. Iba de Norah a Judith, de Medea a Tessa, con una ilusión de renuevo; pero esa ilusión había quedado vencida, al fin, por la tristeza de los monólogos declamados frente al espejo. Al no hallar un modo normal de hacer coincidir nuestras vidas —las horas de la actriz no son las horas del empleado—, acabamos por dormir cada cual por su lado. El domingo, al fin de la mañana, yo solía pasar un momento en su lecho, cumpliendo con lo que consideraba un deber de esposo, aunque sin acertar a saber si en realidad mi acto respondía a un verdadero deseo por parte de Ruth. Era probable que ella, a su vez, se creyera obligada a brindarse a esa hebdomadaria práctica física en virtud de una obligación contraída en el instante de estampar su firma al pie de nuestro contrato matrimonial. Por mi parte, actuaba impulsado por la noción de que no debía ignorar la posibilidad de un apremio que me era dable satisfacer, acallando con ello, por una semana, ciertos escrúpulos de conciencia. Lo cierto era que ese abrazo, aunque resultara desabrido, volvía a apretar, cada vez, los vínculos aflojados por el desemparejamiento de nuestras actividades. El calor de los cuerpos restablecía una cierta intimidad, que era como un corto regreso a lo que hubiera sido la casa en los primeros tiempos. Regábamos el geranio olvidado desde el domingo anterior; cambiábamos un cuadro de lugar; sacábamos cuentas domésticas. Pero pronto nos recordaban las campanas de un carrillón cercano que se aproximaba la hora del encierro. Y al dejar a mi esposa en su escenario al comienzo de la función de tarde, tenía la impresión de devolverla a una cárcel donde cumpliera una condena perpetua. Sonaba el disparo, caía el falso pájaro del segundo tercio de bambalinas, y se daba por terminada la Convivencia del Séptimo Día.
…