Los papeles de Aspern
Resumen del libro: "Los papeles de Aspern" de Henry James
Un joven crítico y editor fascinado con la obra del difunto poeta Jeffrey Aspern se entera de que Juliana Bordereau, una de sus musas, vive aún, anciana y aislada, en un palazzo veneciano. Convencido de que conserva cartas y material inédito del poeta, se acerca a ella camuflando sus intenciones y consigue que lo acepte como inquilino. El joven se introduce entonces en un mundo agónico y fantasmagórico, volcado exclusivamente en el recuerdo, que la orgullosa anciana habita con la única compañía de una sobrina suya, una mujer ya madura que no parece haber conocido otra cosa que la reclusión y el legado de un esplendor desaparecido. La presencia del joven trae un poco de «vida» a su relegada existencia, aunque el descubrimiento de que las razones de éste no son desinteresadas ni inocentes dé un turbio e inesperado vuelco a la situación. Los papeles de Aspern (1888) es, junto con Otra vuelta de tuerca, quizá lanouvelle más famosa y emblemática de Henry James. Completan el libro los relatos La lección del maestro y La vida privada.
CAPÍTULO I
Me confié a la señora Prest; lo cierto es que sin ella mis avances habrían sido muy escasos, pues la idea más provechosa salió de sus labios cordiales. Fue ella quien descubrió la fórmula y desató el nudo gordiano. Se supone que a las mujeres no les resulta fácil alcanzar una perspectiva libre y general de las cosas, de ningún asunto práctico; pero a veces improvisan con singular serenidad una idea audaz, una idea que a ningún hombre se le ocurriría. «Consiga que lo acepten como inquilino». Creo que jamás habría llegado a esta conclusión sin ayuda. Estaba dando palos de ciego; intentaba ser ingenioso, buscaba la combinación de artes que me permitiese entablar relación, cuando la señora Prest me sugirió felizmente que la manera de entablar relación pasaba por integrarme en su círculo más íntimo. Mi amiga no conocía mucho mejor que yo a las señoritas Bordereau; de hecho, llegué de Inglaterra con ciertos datos concluyentes que eran nuevos para ella. Las Bordereau se habían relacionado en el pasado, hacía de eso mucho tiempo, con uno de los grandes personajes del siglo, y vivían ahora recluidas en Venecia, muy modestamente, olvidadas, inalcanzables, en un recóndito y ruinoso palacio. Ésta era, en lo esencial, la impresión de la señora Prest. Ella, por su parte, llevaba alrededor de quince años en la ciudad, donde había realizado un montón de buenas obras; pero la esfera de su bondad nunca abarcó a las tímidas, misteriosas y, para algunos, poco respetables americanas —se presumía que en el curso de aquel largo exilio habían perdido su identidad nacional, a lo cual se sumaba un origen francés más remoto, tal como indicaba su apellido que ni pedían favores ni reclamaban atención. En los primeros años que pasó en Venecia, la señora Prest intentó verlas en una ocasión, pero sólo llegó a conocer a la pequeña, como llamaba ella a la sobrina; más tarde descubrí que la mujer en cuestión le sacaba cinco centímetros a la otra. Llegó a oídos de mi amiga que la señorita Bordereau se encontraba enferma, la creyó necesitada y se presentó en su casa para prestar ayuda, la que fuera, a fin de que, si había allí algún sufrimiento, tanto más si se trataba de un sufrimiento americano, no pesara éste sobre su conciencia. La «pequeña» la recibió en la grande, fría y deslustrada sala veneciana, el vestíbulo central del palacio, con suelos de mármol y techo de oscuras vigas transversales, y ni siquiera la invitó a sentarse. Este detalle me desalentó un poco, pues yo siempre deseaba sentarme en seguida, y así se lo señalé a la señora Prest. Ella replicó, con mucha sagacidad:
—Su caso es muy distinto: yo iba a ofrecer un favor y usted irá a pedirlo. Si son orgullosas, se mostrarán predispuestas.
Se ofreció, para empezar, a enseñarme dónde vivían, a llevarme en su góndola. Le hice saber que ya había estado allí lo menos media docena de veces, pero acepté la invitación de todos modos, porque me fascinaba merodear por los alrededores. Me acerqué hasta el palacio el día siguiente a mi llegada a Venecia —me lo había descrito de antemano el amigo de Inglaterra que me confirmó definitivamente que los papeles obraban en poder de estas damas— y lo asedié con la mirada mientras trazaba mi plan de campaña. Jeffrey Aspern nunca había estado en el palacio, que yo supiera, aunque algo en la voz del poeta parecía insinuar veladamente que allí permanecía, como una «cadencia persistente».
La señora Prest nada sabía de los papeles, pero se interesó por mi curiosidad, como se interesaba siempre por las alegrías y las penas de sus amigos. Sin embargo, mientras nos deslizábamos en su góndola, bajo la acogedora cabina abierta, con la espléndida imagen de Venecia enmarcada a ambos lados de la ventanilla móvil, comprendí que le divertía mi entusiasmo y que percibía en mi interés por el posible botín un sutil caso de monomanía.
…
Henry James. (Nueva York, EEUU, 15 de abril de 1843 - Londres, Gran Bretaña, 28 de febrero de 1916). Escritor y crítico literario estadounidense, nacionalizado británico, reconocido como una figura clave en la transición del realismo al modernismo anglosajón, cuyas novelas y relatos están basados en la técnica del punto de vista, que permite el análisis psicológico de los personajes desde su interior. Nacido en el seno de una familia adinerada, era el hermano menor del conocido filósofo y psicólogo William James, que teorizó acerca del «fluir de consciencia», un sistema de escritura que aplicarían autores tan conocidos como Virginia Woolf o James Joyce. Las obras del propio Henry son psicologistas e intimistas, y suelen representar un conflicto entre la forma de vida y costumbres de los habitantes del Viejo y Nuevo Mundo. Estudió en Nueva York, Londres, París y Ginebra, estableciéndose finalmente en Inglaterra, país que acabaría otorgándole la nacionalidad.
Comenzó a publicar cuentos y artículos con veinte años, y en Europa trabó amistad con escritores de la talla de Goncourt, Maupassant o Balzac. Su prosa perfeccionista y su estudio meticuloso de cada personaje quedaba patente en sus novelas, como podemos observar en obras hoy en día muy reconocidas (si bien en su época no obtuvieron el éxito que James esperaba), como Retrato de una dama u Otra vuelta de tuerca. También fue muy significativa su labor como crítico literario, introduciendo conceptos novedosos referentes a la perspectiva, la figura del narrador y la creación de personajes, reivindicando en todo momento la libertad creadora contra la imposición de métodos y esquemas tradicionales y obsoletos.