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Los mil y un fantasmas

Los mil y un fantasmas - Alejandro Dumas

Los mil y un fantasmas - Alejandro Dumas

Resumen del libro:

Los mil y un fantasmas recuerda por su título, intencionadamente, a Las mil y una noches: la estructura de la narración es la misma. Incluye los relatos: UN DÍA EN FONTENAY-AUX-ROSES (1849) Una partida de caza que lleva al protagonista (no podía ser otro que el propio Dumas) a presenciar y firmar el atestado de un crimen.Cuando varios vecinos sentados a la mesa vuelvan a recordar los motivos aducidos por el criminal, cada comensal relatará un hecho sobrecogedor, protagonizado por él mismo o vivido muy de cerca: historias de espanto con un denominador común, la aparición y los efectos que causan los seres una vez desaparecidos. Muertos que se vengan pasados, incluso, cientos de años, muertos que mantienen una última conversación con su enamorada, muertos que se vengan o ayudan, pero que siempre hacen correr el sudor más frio por las frentes de las personas visitadas. Historias de vampirismo, historias que alcanzan casi la tensión de la necrofilia, historias, en definitiva, capaces de hacer sobresaltarse al lector más sereno…

I. La calle de Diana, en Fontenay-aux-Roses

El día 1.º de Septiembre de 1831 fui invitado por uno de mis antiguos amigos a una partida de caza en Fontenay-aux-Roses.

En aquella época era yo un cazador que me preciaba de tener pocos rivales y acepté, por consiguiente, la invitación de mi buen amigo.

Jamás había estado en Fontenay-aux-Roses; nadie conoce los alrededores de París menos que yo, porque generalmente paso los muros para hacer quinientas o seiscientas leguas.

A las seis de la tarde me ponía en camino para Fontenay, asomado como siempre a la portezuela; pasé la barrera del Infierno, dejé a mi izquierda la calle de la Tombe-Issoire y tomé el camino de Orleáns.

Todos saben que Issoire es el nombre de un famoso bandido que, en tiempo de Juliano, echaba mano a los viajeros que se dirigían a Lutecia. Fue colgado a lo que creo, y enterrado en el sitio que hoy lleva su nombre, a muy poca distancia de la entrada de las catacumbas.

Raro es el aspecto que ofrece la llanura a la entrada de Montrouge. En medio de las praderas artificiales, de los campos de zanahorias y acirates de remolachas, se elevan unos como fuertes cuadrados, de piedra blanca, dominados por una rueda dentada semejante a un esqueleto de fuegos artificiales extinguidos. Esta rueda tiene en su circunferencia travesaños de madera sobre los que un hombre apoya alternativamente ya el uno ya el otro pie. Este trabajo de ardilla que da al trabajador un gran movimiento aparente, sin que mude de sitio en realidad, tiene por objeto enroscar alrededor de un cabo una cuerda, que, desde el fondo de la cantera, extrae a la superficie una piedra cortada que sube lentamente a saludar al día.

Una ganzúa conduce esta piedra hasta el borde del orificio donde unos carritos de rueda la esperan para transportarla al sitio que le está destinado. Después vuelve a bajar la cuerda a las profundidades en busca de otro fardo, y descansa un momento el moderno Ixión, al cual anuncia bien pronto un grito que otra piedra aguarda la labor que debe hacerla abandonar la cantera natal, y empieza la misma obra para volver a empezar enseguida, para proseguir siempre.

Llegada la noche, el hombre ha hecho diez leguas sin moverse del mismo sitio; si subiera realmente un escalón cada vez que apoya el pie en la rueda al cabo de veinte y tres años habría llegado a la luna.

A la caída de la tarde sobre todo —es decir, a la hora en que atravesaba yo la llanura que separa Montrouge el grande del pequeño— el paisaje, gracias a ese indefinido número de movibles ruedas que se destacan vigorosamente sobre el purpúreo horizonte, ofrece un aspecto fantástico.

Sobre las siete se paran todas y se acabó la tarea.

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