Resumen del libro:
Willa Cather, una figura destacada en la literatura norteamericana del siglo XX, ha dejado una profunda huella en el panorama literario con su habilidad para plasmar los efectos del tiempo y el cambio de espacio en la vida de sus personajes. Truman Capote la consideraba una gran artista, equiparándola incluso a Flaubert. En este volumen, se recopilan todos sus libros de cuentos, abarcando dieciocho piezas que abordan la evolución del género desde 1905 hasta 1947, año de su fallecimiento.
Los relatos de Cather revelan una sensibilidad excepcional para retratar personajes comúnmente desarraigados o rebeldes a un arraigo que limita sus sueños y deseos. La nostalgia no es un sentimiento simple en sus obras, sino que se convierte en una exploración profunda de la conexión entre naturaleza y arte, campo y ciudad, pasado y presente. Desde los trabajadores urbanos que anhelan los campos abiertos hasta las mujeres del condado de Red Willow en Nebraska, cuya vida parece incompleta sin la música de Wagner, Cather teje historias que exploran las complejidades de la experiencia humana.
Para algunos personajes, la belleza está intrínsecamente ligada a cierta dosis de artificiosidad, mientras que para otros, el idealismo se presenta como una respuesta difusa e inútil a las preguntas fundamentales de la vida. Las fracturas que dividen a los héroes y heroínas de estas narraciones siempre giran en torno a la pérdida y a la sensación de estar lejos de su propio mundo, incapaces de regresar al nuestro.
En resumen, los libros de cuentos de Willa Cather ofrecen una mirada penetrante a la condición humana, explorando temas universales a través de la lente de personajes y escenarios meticulosamente elaborados. Su legado perdura como un testimonio de su maestría narrativa y su profundo entendimiento de la complejidad de la vida en el siglo XX.
NOTA AL TEXTO
Esta edición recoge todas las colecciones de cuentos que Willa Cather publicó en vida, más un volumen con piezas inéditas, preparado por ella, que se publicó un año después de su muerte, y un cuento que apareció en otra recopilación póstuma, Five Stories, en 1956.
El jardín del troll se publicó en 1905 (McClure, Phillips and Co., Nueva York) e incluía siete cuentos. Cuatro de ellos («El caso de Paul», «Un concierto de Wagner», «El funeral del escultor» y «Una muerte en el desierto») serían más tarde profundamente revisados e incorporados a Juventud y la radiante Medusa (Alfred A. Knopf, Nueva York, 1920). Dentro de esta última colección y según las últimas versiones figuran en nuestra edición.
Oscuros destinos se publicó en 1932 (Alfred A. Knopf, Nueva York), y La anciana belleza y otros relatos póstumamente en 1948 (Alfred A. Knopf, Nueva York). En 1956, supervisado por sus herederos, apareció el volumen Five Stories (Vintage, Nueva York), que incluía tres relatos previamente publicados en otros libros, la segunda parte de la novela The Professor’s House, un ensayo de George N. Kate sobre un cuento inacabado de la autora y un cuento publicado en abril de 1909 en Harper’s Monthly Magazine, «El Farallón Encantado», que nunca se había recogido en formato de libro y que añadimos a esta edición a modo de apéndice.
EL JARDÍN DEL TROLL
(1905)
Un palacio de hadas, con un jardín de hadas […] en el que habitan los trolls, […] donde trabajan en sus forjas mágicas, sin dejar de hacer cosas increíbles y extrañas.
CHARLES KINGSLEY
No debemos mirar a los Goblin,
no debemos sus frutas comprar;
¿quién sabe de qué suelo se nutren
sus hambrientas raíces con sed?
El mercado de los Goblin
FLAVIA Y SUS ARTISTAS
A medida que el tren se acercaba a Tarrytown, Imogen Willard empezaba a preguntarse por qué demonios había aceptado la invitación a la fiesta de Flavia. Desde que salió de la ciudad, no había sentido el más mínimo entusiasmo al respecto: notaba que su intención inicial se desvanecía y era sustituida por una corriente de fría indecisión, tras la cual buscaba en vano el motivo que la había inducido a aceptar la invitación.
Tal vez fuera una vaga curiosidad por ver al marido de Flavia, el hombre que había sido el mago de su infancia y el héroe de innumerables cuentos de las Mil y una noches; tal vez, el deseo de ver a monsieur Roux, a quien Flavia había anunciado como la atracción especial de aquella ocasión, o, quizá, el deseo de estudiar a aquella extraordinaria mujer en su propio ambiente.
Imogen reconocía que Flavia le producía poca curiosidad y, aunque solía tomarse en serio a la gente, no sabía muy bien por qué le resultaba imposible tomarse a Flavia en serio, tal vez por la misma vehemencia e insistencia con las que Flavia lo exigía. Imogen, embebida en sus estudios, la había visto muy poco en los últimos años, pero Flavia, en sus apresuradas visitas a Nueva York, entre sus excursiones de un estudio a otro —sus almuerzos con una dama que debía actuar en la sesión de tarde o con aquella cantante que tenía un concierto por la noche—, había conocido lo suficiente a la hermosa hija de su amiga para despertar en ella una conmoción tan violenta y firme como solo Flavia podía permitirse. El hecho de que Imogen hubiera mostrado gran capacidad de investigación en ciertos saberes esotéricos y se hubiera especializado en una rama de la Filología muy atractiva en l’École de Chartres la colocaba en esa categoría de «gente interesante» que Flavia consideraba que eran sus relaciones naturales y sus legítimas presas.
Desde que Imogen puso el pie en el andén de la estación, su anfitriona, cuya imponente figura e inequívoco atavío había reconocido desde lejos, se apropió inmediatamente de ella. A toda prisa, Flavia la invitó a subir a un alto tílburi y, tras ocupar a su lado el asiento del cochero, tomó las riendas con mano experta.
—Querida niña —exclamó mientras dirigía los caballos calle arriba—, me temía que el tren se retrasara. Monsieur Roux insistió en venir en barca y no llegó hasta pasadas las siete.
—¡Y pensar que monsieur Roux está en esta parte del mundo, sujeto a las vicisitudes del tráfico fluvial! ¿Por qué demonios habrá decidido venir? —preguntó Imogen con vivo interés—. Es de esos hombres que fuera de París deben de diluirse y convertirse en una sombra.
—Bueno, la casa está llena de gente interesante —dijo Flavia en tono profesional—. Hemos conseguido traer a Iván Schemetzkin. Se puso enfermo al final de su gira de conciertos por California, ya sabes, y se está recuperando con nosotros tras su agotador viaje desde la costa. También ha venido Jules Martin, el pintor; el signor Donati, el tenor; el profesor Schotte, que, como ya sabrás, ha estado excavando en la antigua Asiria; Restzhoff, el químico ruso; Alcée Buisson, el filólogo; Frank Wellington, el novelista; y Will Maidenwood, el editor de Mujer. También está mi prima segunda, Jemima Broadwood, que tuvo un gran éxito el invierno pasado con una comedia de Pinero, y Frau Lichtenfeld. ¿Has leído algo de ella?
Imogen confesó que ignoraba totalmente la obra de Frau Lichtenfeld, y Flavia continuó.
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