Resumen del libro:
Inscrita claramente en la línea tradicional de la sátira rusa, el relato de Mijail Bulgákov Los huevos fatales, alegoría satírica y científica a la vez, constituye una diatriba tragicómica y surrealista contra los formalismos de la burocracia y contra la ignorancia y la torpeza endémicas del poder. No en vano las obras de Bulgákov fueron tachadas de «contrarrevolucionarias» por los críticos del paraíso stalinista, que finalmente consiguieron la prohibición y el silencio de un autor molesto.
Los hechos referidos en Los huevos fatales tienen su origen en el Instituto Zoológico de Moscú, donde el profesor Persikov lleva a cabo unos experimentos científicos encaminados a paliar un extraño problema de desnutrición en los anfibios. Un tanto al azar, el profesor descubre un rayo que multiplica hasta límites insospechados la actividad vital y reproductora de los organismos sometidos a su acción. El gobierno, enterado de lo que se está cociendo entre las paredes del Instituto Zoológico, pretende utilizar este sensacional descubrimiento para aumentar la producción avícola del país. Como resultado, una generación de reptiles y aves monstruosos invade la Unión Soviética y amenaza con sembrar la destrucción total…
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Vladimir Ipatievich Persikov, profesor de Zoología en la Universidad del Cuarto Estado y director del Instituto Zoológico de Moscú, entró en su oficina de este último, situado en la Gran Nikitskaya, la tarde del día 16 de abril de 1928. El profesor encendió la deslucida lámpara central y miró en torno suyo.
Tenía cincuenta y ocho años. Su cabeza, de respetable tamaño, era alargada y calva, aunque lucía algunos mechones de cabello amarillento a los lados. En su faz imberbe, destacaba un labio inferior protuberante que le daba una expresión de constante fastidio. Sobre su roja nariz cabalgaban anticuados anteojos de delgada montura de plata. Tenía los ojos pequeños y brillantes. Era alto, de espaldas algo encorvadas, y al hablar solía elevar su ronca voz. Entre sus otras características se encontraba su costumbre de, cada vez que hablaba de algo con mucho énfasis y convencimiento, levantar el dedo índice de la mano derecha doblado como un anzuelo, al tiempo que torcía los ojos ostensiblemente. Y dado que siempre hablaba con seguridad, por su fenomenal erudición en el campo de su especialidad, el anzuelo aparecía con frecuencia ante los ojos de sus oyentes. Pero a los asuntos que estaban fuera de su campo (o sea la zoología, la embriología, la anatomía, la botánica y la geografía), les dedicaba más bien escaso interés y rara vez se molestaba en hablar de ellos.
El profesor no leía los periódicos y nunca iba al teatro. Su mujer le había abandonado en 1913 por un tenor de la ópera, Zimin, dejándole la siguiente nota:
«Tus ranas me hacen estremecer con intolerable asco. El resto de mi vida seré desgraciada recordándolas».
El profesor no había vuelto a casarse y siguió sin tener hijos. Era de genio muy vivo, pero se calmaba pronto. Una cosa le encantaba: el té con frambuesas. Vivía en la avenida Prechistenka, en un piso de cinco habitaciones. Una de ellas estaba ocupada por su ama de llaves, María Stepanovna, una mujer pequeña y arrugada que le cuidaba como una nodriza a un niño. En 1919 el Gobierno le requisó tres de sus cinco habitaciones, a raíz de lo cual declaró a María Stepanovna:
—Si no terminan estos atropellos, María, tendré que emigrar al extranjero.
Si el profesor hubiera realizado su plan habría podido encontrar con facilidad una cátedra de Zoología en cualquier Universidad del mundo, siendo, como era, un científico muy renombrado. Con excepción de los profesores William Weccle, de Cambridge, y Giacomo Bartolommeo Beccari, de Roma, no tenía rival en materia alguna tocante a los anfibios. Por si eso fuera poco el profesor Persikov podía conferenciar en cuatro idiomas además del ruso, y hablaba francés y alemán con la misma fluidez que su lengua materna. Pero su intención de emigrar nunca fue llevada a la práctica, aun cuando 1920 resultó ser peor que 1919, ya que las alteraciones se sucedían sin interrupción. Primero, la Gran Micitskava fue rebautizada como calle Herzen. Marie, el reloj del edificio situado entre ésta y Gornichovqva se paró en las once y cuarto. Y, para terminar, el Instituto Zoológico se convirtió en escenario de muertes masivas. Los primeros en morir, incapaces de soportar las perturbaciones de aquel famoso año, fueron ocho espléndidos ejemplares de rana arbórea; luego, quince sapos comunes, seguidos, por último, de un espécimen más notable de sapo de Surinam.
Inmediatamente después de los sapos, cuyas muertes diezmaron la población de este primer orden de anfibios, que es precisamente conocido como «sin cola», el viejo Vías, vigilante del Instituto, que no pertenecía a la especie de los anfibios, pasó a mejor vida. La causa de su muerte fue, sin embargo, la misma que la de los desgraciados animales y que inmediatamente diagnosticó Persikov como «nutrición deficiente».
Y, justamente, el científico se hallaba en lo cierto. Vías estaba a dieta de harina de cereales, y las ranas tenían que ser alimentadas con gusanos de harina. Desde que faltó lo primero es lógico que lo segundo también hubiera desaparecido. Persikov pensó, en cambiar la dieta a los restantes veinte ejemplares de rana arbórea sustituyéndola por otra de cucarachas, pero éstas también habían desaparecido, demostrando así su maliciosa animadversión, en tiempo de guerra, contra el comunismo. Y de esta forma los últimos representantes de aquella especie tuvieron que ser asimismo depositados en los cubos de basura del patio del Instituto.
El efecto que estas muertes produjo sobre Persikov, especialmente la del sapo de Surinam, desafía toda descripción, y echó toda la culpa del desastre al entonces comisario de Educación. Con su sombrero y sus chanclos de goma, plantado en el pasillo del frío Instituto, Persikov habló, a su asistente Ivanov, un muy elegante caballero de puntiaguda barba rubia:
—¡Matarle por esto es poco, Piotr Stepanovich! ¿Qué es lo que pretenden? Van a acabar con el Instituto ¿Es eso? Un magnífico macho, un extraordinario ejemplo de Pipa americana de trece centímetros de largo…
Pero, a medida que avanzaba el tiempo, las cosas iban de mal en peor. Tras la muerte de Vías todas las ventanas se habían helado y era imposible moverlas, llegando al extremo de que la superficie del cristal se cubrió de hielo. Los conejos murieron; luego, los zorros, los lobos, el pez y todas las culebritas de hierba. Persikov se pasaba el día yendo en silencio de un sitio para otro. Poco después cogió una pulmonía, pero no murió. Una vez recobrado, iba al Instituto dos veces por semana para dar sus conferencias del anfiteatro, dónde la temperatura, por algún motivo, permanecía a 5ºC a pesar del frío que hacía afuera. En pie sobre sus chanclos, con un sombrero de orejeras y una bufanda de lana, exhalando nubes de blanco vapor, daba a ocho estudiantes una charla sobre «Los reptiles en la zona tórrida». El resto del tiempo lo pasaba en casa. Con un mantón a cuadros, se tumbaba en el sofá de su habitación, cuyo respaldo, que llegaba hasta el techo, estaba atiborrado de libros: allí tosía, clavaba la vista en la estufa abierta que Mana Stenanovna alimentaba con sillas doradas, y se ponía a pensar en el sapo de Surinam.
Pero como todo tiene su fin en este mundo, 1920, terminado, dejaba paso a 1921. Y este último mostró, al principio, una cierta tendencia al cambio. Primero, para reemplazar al difunto Vías, llegó Pankrat. Era joven todavía, pero prometía ser un buen encargado y conserje. El edificio del Instituto empezaban a acondicionarlo, y, durante el verano, Persikov se las arregló, con la ayuda de Pankrat, para atrapar en el río Klvazma catorce ejemplares de Bufi vulgaris. El terrario empezó de nuevo a llenarse de vida… En 1923 Persikov todavía daba ocho conferencias por semana —tres en el Instituto y cinco en la Universidad—. En 1924 llegó a dar trece a la semana, como se hacía en las Universidades de los Trabajadores. Y en 1925 se hizo famoso al encender a setenta y seis alumnos, por el tema de los anfibios.
—¿Que no sabe usted en qué difieren los anfibios de los reptiles? —preguntaba Persikov—. Es simplemente ridículo, joven. Sepa usted que los anfibios no tienen apófisis pélvicas, ninguna. Sí… Debería caérsele la cara de vergüenza. ¿Es usted, acaso, marxista?
—Lo soy… —respondía el ya suspendido alumno, desanimado.
—Muy bien. Vuelva en otoño para un reexamen, por favor —decía Persikov cortésmente, antes de añadir, volviéndose a Pankrat—: ¡El siguiente!
Igual que los anfibios reviven tras la primera lluvia abundante que sigue a una larga sequía, así revivió el profesor Persikov en 1926 cuando la Compañía Ruso-Americana edificó quince casas de otros tantos pisos en el centro de Moscú, a partir de la esquina de la calleja Gazetny con Tverskaya, y trescientas casitas para ocho familias de trabajadores cada una en las afueras de la ciudad, acabando, de una vez por todas, con la absurda crisis de viviendas que había causado tantas fatigas a los habitantes de Moscú desde 1919 a 1925.
En conjunto, fue uno de los mejores veranos de la vida de Persikov, y en él tuvo bastantes ocasiones para frotarse las manos y sonreír, de forma tranquila y contenta, al recordar lo apretados que habían estado en sólo dos cuartos él y María Stepanovna. Ahora, el profesor tenía de nuevo sus cinco habitaciones, así que se estiró, puso en orden sus dos mil quinientos libros y sus diagramas, colocó los especímenes en los sitios de costumbre y encendió la lámpara de pantalla verde que iluminaba su estudio.
El Instituto también estaba irreconocible: se le había dado una capa de pintura de color marfil, había sido instalada una tubería especial para llevar el agua al cuarto de los reptiles, y todo el cristal ordinario fue reemplazado por cristal placado. Se le dotó también de cinco nuevos microscopios, mesas de disección con tablero de cristal, lámparas de dos mil vatios, de las de luz indirecta, reflectores y marcos para los ejemplares del museo…
Persikov se recobró, y todo el mundo pudo advertirlo en diciembre de 1926, a instancias de la publicación de su folleto Más sobre el problema de la propagación de los gasterópodos. Y el verano de 1927 vio la aparición de su obra de mayor envergadura, trescientas cincuenta páginas, traducida posteriormente a seis idiomas, incluyendo el japonés. La embriología de las Pirridae. Sapos de pies de laya y Ranas, Editorial del Estado; precio: cinco rublos.
Pero en verano de 1928 tuvieron lugar aquellos increíbles y desastrosos acontecimientos…
El profesor se había sentado en un taburete giratorio de tres patas, y, con dedos amarillentos por el tabaco, daba vueltas al tornillo de ajuste del magnífico microscopio Zeiss, examinando una preparación ordinaria de amebas vivas. En el momento en que hacía pasar el amplificador del 5 al 10 000, la puerta se entreabrió dejando ver una perilla puntiaguda y un delantal de cuero, pertenecientes ambos al asistente del profesor, al tiempo que llamaba:
—Vladimir Ipatievich, he preparado un mesenterio, ¿le gustaría verlo?
Persikov bajó ágilmente del escabel, dejando el tornillo a medio camino, y, dándole vueltas entre los dedos al cigarrillo que estaba fumando, se dirigió hacia donde le invitaba su asistente. Allí, sobre la mesa de cristal, medio muerta de miedo y dolor y crucificada en un trozo de corcho, había una rana con sus translúcidas vísceras arrancadas del sangriento abdomen y colgando ante el microscopio.
—Muy bien —dijo Persikov mientras se inclinaba sobre el ocular. Evidentemente debió de ver algo muy interesante en el mesenterio de la rana, donde los vivos corpúsculos de la sangre corrían a lo largo de los ríos de vasos. Durante la hora y media siguiente, olvidadas sus amebas, estuvo turnándose con Ivanov sobre la lente del microscopio. Finalmente, se apartó del instrumento óptico para anunciar: «La sangre se está coagulando, eso es lo que pasa», y, estirando sus entumecidas piernas, se levantó y volvió a su laboratorio. Allí, Persikov bostezó, se frotó sus siempre inflamados párpados y, sentándose en el taburete, se lanzó sobre su microscopio. Puso los dedos sobre el tornillo para darle la vuelta, pero no llegó a moverlo. En vez de eso, Persikov vio a través de la lente un borroso disco blanco con gran número de amebas descoloridas y casi inertes. En su centro había una extraña espiral coloreada, de forma parecida a la de un rizo de cabello femenino. Tanto Persikov como cientos de sus alumnos habían visto esa espiral muchas veces, y nunca nadie le había prestado el menor interés. En realidad, no había ninguna razón para preocuparse por ella. Aquel multicoloreado remolino luminoso no hacía más que dificultar la observación y demostraba que el microscopio estaba mal enfocado, por lo que siempre había sido cruelmente eliminado con una simple vuelta al tornillo que daba una uniforme luz blanca al campo total de visión.
Los largos dedos del zoólogo no habían hecho más que asir firmemente el tornillo cuando, de pronto, se estremecieron y lo soltaron. La razón de esto vacía en el ojo derecho de Persikov, que había pasado de atento a atónito y se había abierto desmesuradamente debido a la sorpresa. Toda su energía y toda su mente estaban ahora concentradas en ese ojo. La criatura más alta observaba a la más baja, forzando mucho la vista sobre la preparación mal enfocada. Al cabo de un rato el profesor preguntó, nadie sabe a quién:
—¿Qué es esto? No entiendo…
Un enorme camión, que en aquel momento circulaba frente al Instituto, hizo temblar las viejas paredes del edificio. El profesor levantó entonces las manos sobre el microscopio, cubriéndolo como haría una madre para proteger a su hijo, atemorizado por algún peligro. No había razón alguna para mover el tornillo.
Comenzaba a despertar el nuevo día, y ya una franja dorada sesgaba la marfileña entrada del Instituto cuando el profesor se decidió a abandonar el microscopio y se encaminó, sobre sus dormidos pies, hacia la ventana. Con dedos temblorosos apretó un botón situado junto al marco de ésta, y, tras cerrarse los porticones, las pesadas sombras negras volvieron a expulsar la luz de la mañana, siendo devuelta al estudio la entendida y sabia noche.
Cetrino y ensimismado, el profesor Persikov se plantó con las piernas abiertas, mientras, mirando fijamente y con ojos húmedos el parquet que cubría el suelo, murmuraba:
—Pero ¿qué puede ser? ¡Es realmente monstruoso…! Es monstruoso, caballeros —repetía dirigiéndose a los sapos del terrario.
Pero los sapos dormían, y no contestaron.
Permaneció en silencio durante un momento; luego, dando un papirotazo al interruptor, apagó la luz que iluminaba la estancia y se puso a mirar nuevamente por el microscopio. Su cara se tornó tensa, y sus pobladas cejas amarillas se juntaron.
—Hum, hum —musitó—. Se ha ido. Ya veo. Ya veo —dijo lenta y pesadamente, mirando como un loco, inspirado, la apagada bombilla del techo—. Es muy simple…
Desechó las sombras una vez más y volvió a encender la lámpara. Con la vista fija en la bombilla sonrió alegremente, casi como un niño.
—Lo conseguiré —dijo con un énfasis solemne—. Lo conseguiré. Con sol también podría hacerse…
De nuevo reinó la penumbra pero el sol, que ya estaba saliendo, derramó su resplandor por los muros del Instituto y cayó oblicuamente sobre los adoquines de la calle Herzen. El profesor, tras abrir la ventana, se puso a calcular desde allí las posiciones del astro durante el día. Se alejaba un poco y volvía una y otra vez con pasos nerviosos, y, finalmente, se recostó sobre el alféizar. Se impuso importantes y misteriosas tareas. Regresó donde se hallaba el microscopio y procedió a recubrirlo con una campana de cristal, y, tras derretir algo de cera de sellar sobre la llama azul del quemador lacró a la mesa los bordes de aquella campana, apretando la cera con sus pulgares. Hecho esto, apagó el gas, salió de su estudio y cerró la puerta con candado.
Los corredores del Instituto estaban todavía en la semioscuridad. El profesor encontró el camino hasta el cuarto de Pankrat y llamó a la puerta, sin que, durante largo rato, obtuviese respuesta alguna. Por fin apareció Pankrat, vestido únicamente con unos calzoncillos largos atados a los tobillos. Sus ojos se abrieron mucho cuando distinguió al científico, aunque parpadeaban continuamente debido al sueño.
—Pankrat —dijo el profesor mirándole por encima de sus gafas—, perdóneme por haberle despertado. Escuche, amigo mío, no vaya a mi estudio esta mañana. He dejado allí trabajo y no quiero que se toque. ¿Entendido?
—Humm… comprendo —respondió Pankrat sin entender nada. Se balanceó y emitió un pequeño gruñido.
—No, escuche; despierte, Pankrat —dijo el zoólogo dándole un ligero empujón en las costillas, cosa que generó en la faz del otro una expresión atemorizada y una sombra de inteligencia a sus ojos—. He cerrado el estudio —continuó Persikov—. No vaya a limpiarlo antes de que yo vuelva, ¿me entiende?
—Sí, señor —farfulló Pankrat.
—Excelente. Ahora, vuelva a dormir.
Pankrat dio media vuelta, desapareció tras la puerta e inmediatamente se desplomó sobre la cama. Mientras, el profesor empezaba a abrigarse en el vestíbulo del Instituto. Se puso su abrigo gris de entretiempo y su suave sombrero de fieltro Luego, recordando lo que había visto en el microscopio, fijó la vista en sus chanclos durante largo rato, como si fuera la primera vez que los veía. Acto seguido, y tras calzarse el chanclo del pie izquierdo, intentó ponerse el del derecho encima del que ya llevaba, pero no hubo forma de que le entrara.
—¡Qué fantástico accidente el que me llamase Ivanov! —dijo el científico—. De otra manera nunca lo habría advertido. Pero ¿qué es lo que representa? ¡Sólo el diablo sabe qué puede traer esto!
El profesor hizo una mueca; se miró los pies de soslayo, se quitó el chanclo izquierdo y se puso el del pie derecho.
—¡Santo Dios! Uno no puede ni imaginarse las consecuencias…
Tiró desdeñosamente el chanclo izquierdo, que le había estado irritando por negarse a entrar sobre el derecho, y se fue hacia la puerta llevando puesto uno solo. Se le cavó el pañuelo y salió a la calle cerrando la pesada puerta tras de sí.
El científico no encontró ni un alma en todo el trayecto hasta la catedral. Una vez allí, alzó la vista y la cúpula dorada le asombró. El sol la bañaba vistosa y alegremente por un lado.
—¿Cómo es que nunca hasta ahora la había visto? Qué extraña coincidencia. Maldita sea, qué loco.
El profesor se inclinó ligeramente y, a la vista de sus pies, calzados de distinta forma, se sumió en profundas vacilaciones.
«Hum… ¿Qué hacer ahora? Sería una lástima tirar el chanclo. Me lo llevaré», se dijo, al tiempo que se lo quitaba para transportarlo con mano escrupulosa.
Un pequeño y desvencijado coche dobló por la esquina de Prechistenka. Dentro iban tres hombres, al parecer bebidos, y una mujer, muy pintada, sobre las rodillas de uno de ellos, con pijama de seda, última moda, estilo 1928.
—¡Eh, papi! —gritó la mujer con voz ronca y cascada—. ¿En qué tasca dejaste el otro?
El profesor los miró con severidad por encima de sus gafas, pero al cabo de un momento ya no se acordaba de ellos.
…