Resumen del libro:
Esta novela describe las complicadas vidas y preocupaciones de cuatro jóvenes ingleses tras la Segunda Guerra Mundial. En este grupo, la oscura rivalidad masculina se enturbia cuando uno de los protagonistas se enamora y se acuesta con la novia de uno de sus amigos. Amistad, amor y traición son los tres elementos sobre los que gira esta obra maestra en la que Pinter, a través de la evolución de esta confusa y destructiva amistad, indaga en los caminos por los que las vidas ordinarias están moldeadas por las limitaciones y fronteras de la sexualidad, la intimidad y la moralidad.
Con tintes autobiográficos, Los enanos es una obra llena de humor y desgarro en la que Harold Pinter consigue, de modo perspicaz, asestar sus críticas más afiladas a la sociedad y sus pautas.
Nota del autor
Escribí Los enanos a principios de los años cincuenta, antes de empezar a escribir teatro. No la ofrecí para publicar en esa época.
En 1960 extraje algunos elementos del libro y escribí una obra de teatro del mismo título. La obra es bastante abstracta, principalmente, creo, porque omití de ella el personaje de Virginia, esencial en la novela.
En 1989 leí el libro por primera vez después de muchos años y decidí que podría mejorarlo con un trabajo adicional. El trabajo consistió básicamente en recortar. Eliminé cinco capítulos que me parecieron redundantes y reorganicé o condensé varios pasajes. Con todo, el texto es, en lo fundamental, el escrito entre los años 1952 y 1956.
I
Uno
Poco antes de la medianoche fueron al apartamento. Estaba oscuro y tenía las persianas bajadas. Len giró la llave y empujó la puerta de la calle. Sobre el felpudo había una pila de cartas. Las recogió y las dejó en la mesa del recibidor. Bajaron las escaleras. Pete abrió la ventana de la sala y sacó un paquete de té del bolsillo. Entró en la cocina y llenó el hervidor.
Len se ajustó las gafas y lo siguió. Sacó una flauta de un bolsillo interior. Sopló, la acercó a la luz y la metió en su boca. Agachándose, le dio una sacudida violenta y la limpió en su pantalón, se levantó, cogió un trapo tieso del toallero y se secó los dedos. Luego secó la flauta, le dio vueltas entre los dedos, la introdujo en su boca, colocó los dedos sobre los orificios y sopló. No salió sonido alguno.
—No te canses.
Len dio unos golpecitos con la flauta en su cabeza.
—¿Qué pasa? —dijo.
La lluvia caía sobre el techo de la cocina. Pete esperó a que hirviera el agua, la vertió en la tetera, la llevó a la sala y puso dos tazas sobre la mesa. Junto a la chimenea había dos sillones, cara a cara. Se sentó en uno de ellos y encendió un cigarrillo.
—Algo le pasa a esta flauta —dijo Len.
—Vamos a tomar el té.
—No puedo hacer nada con ella.
Len sirvió el té y dio una palmada en sus bolsillos.
—¿Dónde está la leche? —preguntó.
—Tú ibas a traerla.
—Así es.
—Entonces, ¿dónde está?
—Se me ha olvidado. ¿Por qué no me lo has recordado?
—Dame la taza.
—¿Ahora qué hacemos?
—Dame el té.
—¿Sin leche?
—A ver.
—¿Sin nada de leche?
—No hay nada leche.
—¿Y azúcar, qué? —preguntó Len, pasando la taza.
—Tú ibas a traerla.
—¿Por qué no me lo has recordado?
Pete echó un vistazo alrededor de la sala.
—Bueno —dijo—, todo parece estar bien ordenado.
—¿Él no tiene nada?
—¿Nada de qué?
—De azúcar.
—No he encontrado nada.
—Esto es como una casa de beneficencia.
De un gancho junto a la chimenea colgaba un tenedor de cobre para tostar. Su empuñadura era una cabeza de mono. Pete lo cogió para examinarlo.
—Esto es interesante.
—¿Eso? —dijo Len—. ¿No lo habías visto antes? Es portugués. Todo en esta casa es portugués.
—¿Y por qué?
—Él es de allá.
—Sí, es cierto.
—O por lo menos, su abuelo materno.
Pete volvió a colgar el tenedor.
—No me digas.
—O su abuela paterna.
El reloj del recibidor dio la hora. Ellos escucharon.
—¿A qué hora va a venir?
—Sobre la una y media.
—Bueno, ¿y si tomáramos un poco de aire?
—¿Aire? —dijo Len.
—¿Qué le pasa a eso?
—No le pasa nada. Es la mejor del mercado. Pero debe de haberse estropeado. No la he tocado en un año.
Pete se levantó, bostezó y se acercó al estante de libros. Los libros, bien apiñados, estaban cubiertos de polvo. En el anaquel inferior encontró una Biblia. Observó la dedicatoria.
—Se la regalé yo, hace años —dijo.
—¿Qué cosa?
—Esta Biblia.
—¿Para qué?
Pete guardó el libro de nuevo y se limpió los dedos.
—Este té es una patada al hígado —dijo Len.
—¿Bueno, qué me dices?
—¿Acerca de qué?
—Un poco de aire.
—Para mí no.
—¿Por qué no?
—Está lloviendo.
—Escucha —dijo Pete.
—No oigo nada.
—Ha dejado de llover.
—¿Cómo lo sabes?
—¿La oyes?
—No.
—No la oyes porque ya paró.
—De todos modos —dijo Len—, la lluvia no tiene nada que ver.
—Ten piedad.
—No, sé adónde me vas a arrastrar.
—¿Adónde?
—Al otro lado del Lea.
—¿Y?
—No sabes cómo es aquello de noche.
—¿No lo sé?
—Bueno, tal vez sí lo sabes. Pero estás dispuesto a ir allí otra vez de noche. Yo no.
—Sabes —dijo Pete—, creo que es hora de que te animes. Estás a un paso del cementerio.
Se sentó. Len sacó un pañuelo y se limpió las gafas. Luego las puso sobre la mesa, se levantó, estornudó dos veces y meneó la cabeza.
—He pillado el resfriado más espantoso de mi vida.
Se sonó.
—Con todo, la molestia es soportable.
Pete, sentado, miraba el periódico cubierto de hollín en la chimenea, mientras daba pataditas al hogar.
—Oye —dijo Len—, ¿te apetece que traiga el violín para tocar unas piezas mientras estás de humor? Tengo a punto una de Alban Berg que te hará ver las estrellas.
—¿Alguna vez te ha escrito con tinta roja?
—¿Cómo?
—Tinta roja. Hay una botella en el estante.
—Por supuesto que sí. ¿Y qué? ¿Alguna vez te ha escrito a ti con tinta roja?
—No.
Len estornudó y se sonó. La lluvia daba otra vez golpecitos en la ventana. Inclinándose sobre de la mesa, pegó la nariz al cristal.
—Está oscuro.
—Tómate unos vahos de eucalipto —dijo Pete.
—¿Por qué? ¿Tú le has escrito alguna vez con tinta roja?
—No.
Pete llevó su taza a la cocina y la enjuagó. Regresó a la sala y encontró a Len, ojos entornados y gafas en mano, con el brazo extendido delante de él.
—Allí está todavía.
—¿Qué cosa ahora?
—No te das cuenta de lo que te pierdes al no usar gafas.
—¿Qué me pierdo? —preguntó Pete, vertiendo té en su taza.
—Te lo voy a decir. Ves, siempre hay un punto de luz en el centro de la lente, en el centro de tu vista. No te puedes equivocar. No puedes dar un traspié. Siempre, incluso en la noche más oscura, una pizca, un fragmento de luz, suspendido ante ti. Mira, hay gente, tú lo sabes igual que yo, que siempre anda con una perpetua arruga en la frente. Cuando, a veces, logran eliminar esa arruga, el mundo está bien, harían cualquier inversión. Bueno, de acuerdo, no diré que yo tenga la misma perspectiva, simplemente porque a veces que me dé cuenta de que este cuadrado de luz existe. En absoluto tengo la misma perspectiva. Pero eso sí, lo que hace este punto de luz es que indica el ángulo de tu órbita. No tienes por qué mirarme así. Tú no lo entiendes. Te proporciona un sentido de la dirección, aunque nunca te muevas del mismo lugar.
—¿Tengo que ponerme de rodillas?
—Solo te estoy dando un consejo.
—Contéstame una sola pregunta —dijo Pete—. ¿No andas siempre con una arruga en la frente?
—Exacto. Precisamente por eso sé de lo que estoy hablando.
El reloj del recibidor dio la una, Len se puso las gafas y quedó inmóvil en su asiento.
—Seguro que vendrá con hambre.
—¿Por qué?
—Apuesto a que sí.
Pete cerró los ojos y se recostó.
—Ese tipo tiene el apetito de un león —dijo Len.
Hizo girar la flauta en sus manos.
—Le he visto devorar un pan entero antes de quitarme la chaqueta.
Acercó la flauta a su ojo izquierdo y miró en su interior.
—En los viejos tiempos no habría dejado en su plato ni una miga de pan.
Pete abrió los ojos, encendió un fósforo y lo observó consumirse.
—Obviamente puede haber cambiado —dijo Len, levantándose y moviéndose por la sala—. Hay cosas que cambian. Pero yo siempre soy el mismo. ¿Sabes? La semana pasada me zampé cinco comidas completas en un solo día. A las once, a las dos, a las seis, a las diez y a la una. No estuvo mal. El trabajo me abre el apetito. Estaba trabajando, ese día.
Se apoyó contra el armario y bostezó.
—Siempre estoy muerto de hambre cuando me levanto. La luz del día me afecta de una forma extraña. En cuanto a la noche, mejor no hablar: para mí lo único que se puede hacer de noche es comer. Me mantiene en forma, sobre todo si estoy en casa. Tengo que bajar corriendo para poner el hervidor, subir corriendo para terminar lo que estaba haciendo, volver a bajar corriendo para cortar un sándwich o preparar una ensalada, subir corriendo para terminar lo que estaba haciendo, bajar corriendo de nuevo para ocuparme de las salchichas, si voy a comer salchichas, subir corriendo para terminar lo que estaba haciendo, bajar otra vez…
—¡Sí!
—¿Dónde conseguiste esos zapatos?
—¿Qué?
—Esos zapatos. ¿Cuánto hace que los tienes?
—¿Por qué? ¿Qué tienen de malo?
—Estoy perdiendo las fuerzas. ¿Los has llevado puestos toda la noche?
—No —dijo Pete—, he venido descalzo desde Bethnal Green.
—Debo de estar perdiendo las fuerzas.
Se sentó a la mesa y meneó la cabeza.
—¿Cuándo dormiste por última vez?
—¿Dormir? No me hagas reír. No hago otra cosa que dormir.
—¿Y el trabajo, qué? ¿Cómo va el trabajo?
—¿Euston? Un horno. Es un horno. Con todo, aire malo es mejor que ningún aire, supongo. Lo mejor es el turno de noche. Llegan los trenes, le doy a un tipo medio dólar para que haga mi trabajo, me hago un ovillo en un rincón y leo los horarios. La cantina siempre está abierta. Si estuviera allí esta noche me darían una taza de té con todo el azúcar y la leche que quisiera, eso te lo aseguro.
…