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Los embajadores

Resumen del libro:

Lambert Strether tiene cincuenta y cinco años, es viudo y está prometido con una viuda de Woollett, Massachusetts, la cual lo manda a París con una delicada misión: rescatar a su joven hijo Chad, que lleva allí seis años y últimamente ya ni escribe. Chad está destinado a ser un pilar del prosperísimo negocio familiar y es importante que vuelva y que además se case con una señorita decente de Nueva Inglaterra. Los embajadores (1903) –que aquí presentamos en una nueva traducción de Miguel Temprano García– era para Henry James su novela favorita y constituye sin duda un hallazgo excepcional: quizá la única novela de formación protagonizada por un hombre de cincuenta y cinco años.

Libro primero

I

Cuando Strether llegó al hotel, su primera pregunta fue acerca de su amigo; no obstante, al enterarse de que Waymarsh no iba a llegar, al parecer, hasta la noche, no se desconcertó del todo. En recepción entregaron al perquiridor un telegrama, con respuesta pagada, en que aquél le encargaba una habitación «siempre que no fuera ruidosa»; de modo que el acuerdo de que se encontrarían en Chester y no en Liverpool seguía teniendo validez hasta el momento. El oculto prurito, empero, que había impelido a Strether a no desear bajo ningún concepto la presencia de Waymarsh en el muelle y que en consecuencia le había llevado a posponer dicha alegría durante unas horas era el mismo que a la sazón le hacía comprender que aún podía esperar sin más contratiempos. En el peor de los casos cenarían juntos y, con todos sus respetos para el querido Waymarsh —ya que no para sí mismo, dadas las circunstancias—, había poco temor de que en lo sucesivo no se vieran con suficiencia. El prurito en activo a que acabo de referirme había sido, por lo que toca al hombre que había desembarcado primero, enteramente instintivo: resultado del insistente presentimiento de que, por agradable que fuese encontrarse, tras separación tan larga, ante su compañero, su tarea consistía sencillamente en preparar un pequeño ardid para que su propia imagen apareciese ante el próximo vapor como la primera «nota», según él, europea. A esto había que añadir ya su certeza de que demostraría, como mucho y de todas todas, dicha nota europea en medida más que suficiente.

Esta nota, mientras tanto —desde la tarde anterior, gracias a este felicísimo dispositivo— le había provocado un sentimiento de libertad personal como no lo había experimentado durante años; un arregostamiento al cambio y a no tener, ante todo y por el momento, nada ni nadie por quien preocuparse, que ya se prometía, si la precipitada esperanza no pecaba de imprudente, solapar su aventura con triunfo imperturbable. Personas hubo en el barco con las que había congeniado fácilmente —en la medida en que podía atribuírsele desenvoltura hasta el momento— y que en su mayor parte se habían perdido en el torrente que fluía desde el desembarcadero hasta Londres; otras le habían pedido que fuera al hotel y hasta habían solicitado su ayuda para visitar las bellezas de Liverpool; pero había declinado todas las ofertas sin excepciones; no había acudido a ninguna cita ni persistido en ninguna relación; había reparado con indiferencia en la cantidad de personas que se consideraban afortunadas, al contrario que él, por el hecho de ser «presentadas»; incluso había dedicado la tarde y la noche a lo inmediato y lo sensitivo, sin incidentes ni reincidencias y por simple y sosegada evasión, solo, con independencia e insociabilidad. Una tarde y una noche en los bancos del Mersey representaban una limitada dosis de Europa, pero por lo menos había aceptado su ración según se había presentado, sin edulcorantes. Había hecho una leve mueca, es cierto, al pensar que Waymarsh podía estar ya en Chester; había considerado que, de tener que dar cuenta de una llegada prematura a Chester, habría sido difícil hacer que el intervalo de espera tuviese un aire particularmente impaciente; pero era como el hombre que, descubriendo con alegría que tiene en el bolsillo más dinero de lo normal, lo manosea un rato y con despreocupación y complacencia lo hace tintinear antes de acometer la empresa de gastarlo. Que estuviera preparado para andarse por las ramas con Waymarsh a propósito de la hora de atracada y que deseara verle con tanta avidez como le regocijaba la dilatación de la demora es probable que fuesen síntomas tempranos de que su relación con su verdadera misión no iba a ser nada sencilla. Tenía que cargar, pobre Strether —mejor habría sido confesarlo al principio—, con la singularidad de una doble conciencia. Había desapego en su celo y curiosidad en su indiferencia.

En cuanto la joven de la ventanilla le hubo entregado por encima del mostrador el papelito rosáceo con el nombre de su amigo, que pronunció la muchacha, se dio la vuelta para encontrarse en el vestíbulo con una dama que le miró a los ojos como con determinación espontánea y cuyos rasgos no lozanamente jóvenes, no especialmente delicados, pero expresivos y gratos —recordó como de una visión reciente—. Quedaron frente a frente durante un momento; el momento concretó la ocasión en que la viera: le había llamado la atención el día anterior en su hotel precedente, donde —también en el vestíbulo— se encontraba ella charlando con algunos pasajeros de su barco. Entre ambos no había ocurrido nada y, ciertamente, apenas habría sabido especificar la particularidad del rostro femenino que había determinado el presente reconocimiento. Reconocimiento, en cualquier caso, que pareció darse por igual en la mujer y que no hizo sino aumentar el misterio. Sin embargo, lo primero que ella le dijo fue que, habiendo oído su pregunta por casualidad, no había podido menos de inquirir, con su permiso, si podía preguntarle acerca del señor Waymarsh de Milrose, Connecticut; el señor Waymarsh, el abogado norteamericano.

—Ah, sí —repuso él—, mi entrañable amigo. Ha de reunirse conmigo en este lugar, viene de Malvern y yo creía que había llegado ya. Me consuela saber que no le he hecho esperar porque llegará más tarde. ¿Lo conoce usted? —Strether estaba muy nervioso.

No advirtió cuánto habría tenido que atribuir a su reacción hasta después de haber hablado; cuando pareció notificárselo el tono de la réplica femenina, así como el retozo de algo más en su rostro, es decir, de algo más que su incansable perspicacia, al parecer habitual.

—Lo conocí en Milrose, que solía frecuentar hace mucho; teníamos amigos comunes y de hecho estuve en su casa. No sé si me reconocería —prosiguió la interlocutora de Strether—, pero me encantaría verle. —Y añadió—: Tal vez lo haga porque voy a pasar aquí la noche.

Guardó silencio un instante mientras nuestro amigo asimilaba aquellas cosas; fue como si hubiera transcurrido ya un buen rato de conversación. Incluso se sonrieron levemente y Strether acabó por observar que no le cabía ninguna duda de que al señor Waymarsh se le podía ver con toda facilidad. Aquello, sin embargo, pareció afectar a la dama en el sentido de que tal vez pudiera ella haber ido demasiado lejos. Era mujer de una franqueza absoluta.

—¡Oh! —exclamó—. Espero que a él no le importe. —Y en consecuencia observó acto seguido que le parecía que Strether conocía a los Munster; los Munster eran aquéllos con quienes él la había visto en Liverpool.

Pero resultó que él no conocía a los Munster lo bastante para que le echaran una mano en aquel caso; así que se los despachó al instante como si en el repertorio de temas prefiriese lo sencillo. La apostilla femenina a la relación mencionada más había suprimido que aportado un tema y al parecer no había nada más a lo que recurrir. La actitud de ambos siguió siendo, pese a todo, la del que no quiere abandonar el repaso del índice; y la consecuencia de esto, a su vez, fue la sensación de que se habían aceptado recíprocamente con una ausencia prácticamente total de preliminares. Recorrieron juntos el vestíbulo y la compañera de Strether observó que el hotel contaba con los encantos de un jardín. Por entonces ya se había dado cuenta él de su extraña inconsecuencia: había eludido las intimaciones del vapor y amortiguado las emociones relativas a Waymarsh para descuidar, en aquel súbito acontecimiento, tanto el retiro como la cautela. Sin subir siquiera a su habitación entró con su nueva amiga en el jardín del hotel y al cabo de diez minutos había convenido en verle otra vez en aquel lugar tan pronto se hubiera arreglado. Quería echar un vistazo a la ciudad y lo harían juntos sin dilación. Se hubiera dicho que la mujer estaba en sus reales y que había recibido al hombre en calidad de huésped. Su conocimiento del lugar la revestía de los atributos de la anfitriona y Strether dirigió una mirada de pesadumbre a la damisela de la ventanilla. Era como si este personaje hubiera sido sustituido de repente.

Cuando bajó al cabo de un cuarto de hora, lo que vio la anfitriona, lo que acaso captara con una óptica bondadosamente compuesta, fue la magra figura, un tanto desenvuelta, de un hombre de mediana estatura y posiblemente rebasando la madurez: un hombre que frisaba la cincuentena y cuyos rasgos más evidentes eran lo atezado y exangüe del rostro, el poblado y oscuro bigote de corte típicamente norteamericano, recio y largo, una cabeza de cabello aún abundante aunque generosamente veteado de gris, y una nariz de insolente y atrevida eminencia, cuyo perfil homogéneo y remate respingón, como podría decirse, producía cierto efecto apaciguador. Unos lentes perennes montados en el fino puente y una hendidura, insólitamente profunda, pertinaz plumazo del tiempo, que seguía la curva del bigote desde la aleta de la nariz hasta la barbilla, tenían un no sé qué que completaba el aparejo facial que un observador atento habría visto catalogado en el acto en la panorámica visual de las personas que complementaba la cita de Strether. Esperábale en el jardín esta persona complementaria, manoseando un par de guantes claros, suaves, elásticos, de singular frescura, y dando muestras de una predisposición aparente mientras él se acercaba por el pequeño cuadro de terso césped y en medio de la húmeda solana inglesa que, tal vez, dada su preparación, más tosca, hubiera señalado él como telón de fondo de una ocasión semejante. Tenía ella, la dama digo, una corrección del todo natural y una idoneidad templadamente expansiva que su acompañante no pudo analizar, antes bien le chocó de tal modo que su sensibilidad ante el hecho aumentó sobremanera, como si se tratase de una cualidad totalmente nueva para él. El hombre se detuvo en la hierba antes de llegar hasta la mujer e hizo como que buscaba algo, posiblemente olvidado, en el ligero sobretodo que llevaba en el brazo; sin embargo, lo fundamental del ademán consistía en el deseo de ganar tiempo. Nada más extraño en aquel momento que los sentimientos de Strether, abocado como estaba a algo cuyo sentido casaba mal con la esencia de su pasado y que comenzaba literalmente en aquel momento y lugar. De hecho había empezado ya arriba, delante del espejo que le había reflejado al tiempo que amortiguado, tan peregrinamente, la escasa luz de la ventana de su insípido dormitorio; había comenzado con un repaso de los elementos de la Apariencia, un repaso más minucioso de lo que se sintiera movido a efectuar durante mucho tiempo. En tales circunstancias había creído siempre que dichos elementos no estaban tan de su mano como le hubiera gustado, pero entonces había caído en la cuenta de que se trataba ni más ni menos que de cosas cuya componenda se cifraba presuntivamente en lo que estaba a punto de hacer. Y estaba a punto de ir a Londres, de modo que el sombrero y el lazo podían esperar. Lo que le había venido de lleno como una pelota en una bonita y limpia jugada, y que le había alcanzado, por lo demás, no menos limpiamente, no era otra cosa que el aire, en la persona de su amiga, como de quien ve y selecciona, un aire de poseer sin tapujos todas esas vagas cualidades y cantidades que se le representaban, en conjunto, como el ventajoso anticipo de la oportunidad afortunada. Así como la primera vez que ella le hablara y él respondiera no había habido, pues hay que confesarlo, ni pompa ni ceremonia, Strether habría resumido la impresión que tenía de la mujer diciendo: «Bueno, está educada con más refinamiento». Y si una réplica como «¿Más refinamiento que quién?» no aparecía como resultado de su observación, era sólo porque sabía en el fondo a quién se refería el segundo término de la comparación.

En cualquier caso, lo que ella parecía prometer —compatriota y conocida como era, con ese generoso diapasón del compatriota y la relación apresurada, no respecto de ningún misterio, sino tan sólo del querido y dispéptico Waymarsh—, era el entretenimiento que proporcionaba esa educación más refinada. Su detenimiento para el tanteo del sobretodo fue seguramente el detenimiento de la confianza y ello posibilitó que su mirada averiguase tanto, en proporción, como ella había averiguado de él. Parecíale la mujer de una juventud casi insolente; pero unos treinta y cinco bien llevados aún habrían podido dar tal impresión. Ella era, sin embargo, al igual que él, una mujer llamativa y pálida; claro que él no podía saber cuántas cosas en común habría advertido un espectador que los mirase alternativamente. Y no habría sido imposible que un espectador tal supusiese que, siendo ambos de un moreno tan distinguido y de una delgadez tan acusada, manifestando los dos muescas de superficie y defectos en la vista, una nariz desproporcionada y una cabeza discreta o clamorosamente cana, se trataba de hermano y hermana. Admitido esto, habría habido no obstante un resto diferenciador; una hermana de aquel talante habría conocido, sin duda, los extremos de la desemejanza respecto de un hermano de tal suerte, al igual que un hermano de tal enjundia habría experimentado ya, respecto de tal hermana, los extremos de la sorpresa. Por otro lado, no era sorpresa, ciertamente, lo que los ojos de la amiga de Strether manifestaban con mayor ahínco mientras acariciaba sus guantes y concedía al hombre el tiempo que él estimaba oportuno. Aquellos ojos lo habían enfocado directamente, calibrándolo de arriba abajo, como si supieran cómo hacerlo; como si el hombre fuera un material humano que aquellos ojos hubieran manipulado ya. En realidad, hay que decirlo, su propietaria era el ama de llaves de una centena de cubículos o categorías, receptáculos del intelecto, subdivisiones de la conveniencia en que, a tenor de una experiencia pletórica, archivaba a sus congéneres de la especie humana con mano tan resuelta como la del impresor que ordena los tipos. Estaba tan guarnecida en este menester como Strether en el opuesto, por lo que entre ambos se establecía una competencia a la que él habría podido sustraerse de haberla sospechado. Pero se lo recelaba en tan menguada medida que, tras una ofuscación momentánea, guardó la máxima pasividad complacida. A decir verdad intuía bastante lo que ella sabía. Presentía no poco que ella sabía cosas que él ignoraba y, aunque esto era una concesión que, en líneas generales, no solía hacer a las mujeres, la hizo en aquel momento con tan buen humor como si se hubiera quitado un peso de encima. Sus ojos estaban tan tranquilos tras los eternos lentes que habrían podido estar en otra parte sin que se alterase la faz, cuya variabilidad expresiva, así como el sello de su sensibilidad, acostumbraba abrevar en otras fuentes la superficie, la esencia y la forma. Se reunió con su cicerone en un instante y entonces le pareció que ella había aprovechado mejor los momentos recién descritos por haber quedado él tan a merced de la inteligencia femenina. Sabía ella incluso detalles íntimos suyos que el hombre no le había revelado y que tal vez nunca le revelaría. No ignoraba él que le había contado buena cantidad en tan breve tiempo, pero no se trataba de auténticas intimidades. Algunas de éstas, precisamente, eran las que ella sabía ya.

Volvieron a recorrer el vestíbulo del hotel para salir a la calle y fue allí donde en aquel preciso momento la mujer le inspeccionó con una pregunta:

—¿Se ha preocupado de saber mi nombre?

No pudo él reprimir una carcajada.

—¿Se ha preocupado usted de saber el mío?

—Claro que sí, querido amigo: en cuanto usted se marchó. Fui a recepción y lo pregunté. ¿No habría sido mejor que hubiera hecho usted lo mismo?

—¿Averiguar su nombre, cuando la edificante jovencita de allí nos ha visto intercambiar confidencias? —preguntó él.

La mujer echóse a reír al ver el retazo de alarma que cruzaba la despreocupación masculina.

—Razón de más, ¿no le parece? Si teme usted que me perjudique el que me hayan visto pasear con un caballero que aún no sabe quién soy… le aseguro a usted que a mí me preocupa bien poco. No obstante —prosiguió—, aquí tiene mi tarjeta; y como acabo de recordar que aún he de hacer algo en recepción, puede usted examinarla mientras vuelvo.

Una vez tuvo en la mano la pequeña cartulina que la mujer había sacado del monedero, alejóse ésta mientras el hombre sacaba otra semejante para entregarla a su amiga cuando volviera. Leyó pues el sencillo nombre de «María Gostrey» al que se adjuntaba, en un ángulo, un número y el nombre de una calle, de París seguramente, sin otra identificación apreciable que su cualidad extranjera. Guardó la tarjeta en el bolsillo del chaleco, manteniendo la suya a la vista mientras tanto; y al tiempo que se apoyaba en la jamba de la puerta, acogió con la sonrisa del pensamiento errabundo lo que la zona que se extendía ante el hotel ofrecía a sus ojos. Sin duda le hacía mucha gracia que tuviera ya a María Gostrey, fuera ella quien fuese —y, a decir verdad, no tenía la menor idea—, a buen recaudo. Sin saber cómo, estaba seguro de que guardaría con sumo cuidado la pequeña presa que acababa de embolsarse. Miraba con ojos invidentes y cansinos mientras seguía algunas de las implicaciones de su acto, preguntándose si realmente estaba autorizado a calificarlo de desleal. Era precipitado, posiblemente incluso prematuro, y pocas dudas había acerca de la expresión facial que habría provocado en cierta persona la contemplación de aquello. Claro que si se trataba de algo «malo»… bueno, en tal caso mejor habría sido no estrenarse siquiera. A esto, vaya por Dios, había llegado ya, antes incluso de conocer a Waymarsh. Había creído tener un limite, pero el limite había sido rebasado en el curso de treinta y seis horas. Además, una vez que María Gostrey se hubo reunido con él y con un alegre y decisivo «¡Bueno!» le hubo lanzado al mundo, sintió se aún más discutible en un buen trecho del terreno de las costumbres y hasta de la moral. Admitido esto, se sintió afectado por ello mientras paseaba junto a la mujer con el sobretodo de un brazo, la sombrilla bajo el otro, y la tarjeta, un tanto tiesa, sostenida entre índice y pulgar: le afectaba como le afectaba, real y comparativamente, su inserción en la historia. No había habido «Europa» en Liverpool, no —ni siquiera en las deliciosas, impresionantes y terribles calles de la noche anterior— en la medida en que su actual compañera se lo hacía sentir. Y cuando más se lo hizo sentir fue en el momento en que, tras unos minutos de paseo y con tiempo de sobra para preguntarse si un par de miradas femeninas de reojo significaban que sería mejor se calzase los guantes, casi lo hizo detenerse con un divertido desafio:

—Pero ¿por qué no se la guarda? Sin malicia ninguna le digo que cuesta imaginárselo a usted con ella pegada a los dedos. Claro que si le resulta una molestia tenerla consigo, a veces se agradecen las devoluciones. ¡Lo que gasta una en tales adminículos!

Comprendió él entonces que su forma de conducirse con aquel tributo premeditado la había afectado como si se tratase de una desviación en una de esas direcciones que aún no podía calcular, así como entendió que ella creía que aquel emblema era aún el que había recibido de ella. Le tendió la tarjeta en consecuencia, como si se la devolviera, pero tan pronto como la hubo cogido la mujer advirtió la confusión y, con los ojos fijos en ella, se detuvo brevemente para excusarse:

—Me gusta su nombre —apuntó.

—Oh —dijo él—, dudo que le suene de algo. —No obstante, tenía sus motivos para estar seguro de que tal vez sí.

¡Ah, era todo tan evidente! La mujer volvió a leer el nombre como si no lo hubiese hecho hasta entonces.

—Señor Lewis Lambert Strether —deletreó casi con la misma desenvoltura que si se hubiese tratado de un desconocido. Repitió, sin embargo, que le gustaba—; sobre todo el Lewis Lambert. Es el título de una novela de Balzac.

—Ya lo sé —dijo Strether.

—Pero la novela es rematadamente mala.

—También me consta —dijo Strether con una sonrisa. A lo que adjuntó un despropósito que sólo lo fue superficialmente—: Yo soy de Woollett, Massachusetts. —Cosa que, por lo inesperado o por lo que fuese, hizo reír a la mujer. Balzac había descrito muchas ciudades, pero no Woollett, Massachusetts.

—Y lo dice —repuso ella— como si deseara usted que inmediatamente se supiese lo peor.

—Oh, pienso —dijo él— que usted debe haberlo descubierto ya. Lo llevo tan dentro que tiene que notárseme en el acento y, como se dice allá, incluso en la «positura». No me puedo desprender de ello y estoy seguro de que usted lo supo en cuanto me vio.

—¿Lo peor, dice usted?

—Bueno, el sitio de donde soy. En cualquier caso, ya está dicho; así no podrá aducir, ocurra lo que ocurra, que no he sido franco con usted.

—Comprendo… —la señorita Gostrey parecía seriamente interesada en el detalle que el hombre había destacado—. Pero ¿qué cree usted que va a ocurrir?

Aunque no era tímido —cosa más bien anómala—, Strether apartó la mirada; un gesto que, en las conversaciones, era frecuente en él, a pesar de que sus palabras no solían acusar el efecto.

—Vaya, que usted me encuentre demasiado desesperado.

Tras lo cual siguieron paseando mientras ella respondía que los más «desesperados» de sus paisanos eran precisamente los que más apreciaba. Toda suerte de menudencias —menudencias que a él se le antojaron no obstante mayúsculas— afloró en el aroma de la ocasión; pero nos afecta tanto el vínculo de este momento con asuntos todavía lejanos que se nos permitirá ofrecer más ejemplos. A decir verdad, tal vez lamentáramos descuidar un par de ellos. El muro tortuoso —el cinturón, quebrado de mucho atrás, de la pequeña ciudad hinchada, medio mantenido en su sitio gracias a las meticulosas manos cívicas— discurría, en apretada hilera, entre parapetos desbastados por pacíficas generaciones, deteniéndose aquí y allá en virtud de una puerta desvencijada o un socavón relleno, cuestas y declives, parajes escalonados, giros excéntricos, enlaces sospechosos, atisbos de calles ordinarias y de las cejas de los gabletes, vistas del campanario de la catedral y de los campos ribereños, de la apiñada ciudad inglesa y del ordenado campo de Inglaterra. Tal vez fuese demasiado profundo para expresarlo con palabras el deleite que sentía Strether ante aquellas cosas; y, no obstante, había ciertas imágenes de su retrato interior que se combinaban intensamente con dicho deleite. Había hollado ya aquel camino hacía mucho tiempo, a los veinticinco años; pero semejante circunstancia, en lugar de arruinarlo no hacía sino enriquecerlo en la perspectiva presente y señalar la reafirmación del hombre como evento de sustancialidad suficiente para ser compartida. Con Waymarsh era con quien la habría compartido y, en consecuencia, le dedicó algo que le debía. Miró varias veces el reloj y al llegar a la quinta la señorita Gostrey lo interpeló.

—Está haciendo algo que usted mismo estima incorrecto.

Había dado de tal forma en el clavo que el hombre mudó de color notablemente y lanzó una carcajada casi desagradable.

—¿Hasta ese punto estoy contento?

—En mi opinión, no está contento usted cuanto debiera.

—Comprendo —pareció convenir él pensativamente—. Mi prerrogativa es grande.

—Oh, no es prerrogativa suya. No tiene nada que ver conmigo. Sino con usted. Su fracaso es total.

—Ah, vamos, acabáramos —dijo él riendo—. El fracaso de Woollett. Ése sí es total.

—A lo que me refiero —se explicó la señorita Gostrey— es a su fracaso en lo que toca a la diversión.

—Precisamente. No es seguro que Woollett contenga probabilidades de diversión. Si las tuviera las acometería. Pero no tiene, pobrecilla —prosiguió Strether—, a nadie que le enseñe cómo obtenerlas. Al contrario que yo. Yo sí tengo a alguien.

Habíanse detenido a la luz del atardecer —haciendo pausas constantes, en su vagabundeo, para mejor aprecio de cuanto veían— y Strether se apoyaba en una de las vetustas y pétreas acanaladuras de la pequeña muralla. Se reclinó en aquel apoyo de cara a la torre de la catedral, dominada en aquel momento a la perfección gracias a la parada de ambos, elevada masa de un rojo parduzco, cuadrada y con adornos secundarios de espirales y corchetes, retocada y restaurada, no obstante encantadora a los ojos masculinos, largo tiempo cerrados, y con las primeras golondrinas del año revoloteando a su alrededor. La señorita Gostrey se apoyó a su lado, inundada de un aura de comprensión del efecto de las cosas, aura cuyo derecho de pertenencia justificaba ella en medida creciente. En esto la mujer estaba bastante de acuerdo.

—Es cierto que teme usted a alguien —dijo, para añadir—: Quisiera que me hiciera saber usted cómo.

—Oh, le temo a usted —dijo el hombre.

Durante un momento la mujer sondeó al hombre, por entre sus gafas y a través del hombre mismo, con cierta intencionalidad amable.

—¡Ah, vamos, de ningún modo! No me teme usted ni por asomo, a Dios gracias. De ser así no habríamos venido aquí tan pronto, digo yo. —Y añadió con severidad—: Usted confía en mí.

—Creo que tiene usted razón… pero es que es eso precisamente lo que temo. No me importaría si no fuera como digo. Es haber quedado así, en veinte minutos, tan de sopetón en manos de usted. Me atrevería a decir —prosiguió Strether— que es algo a lo que usted está bastante acostumbrada; pero es que nunca me había ocurrido nada tan extraordinario.

Observó al hombre con toda amabilidad.

—Eso significa sencillamente que usted me ha reconocido, lo que es más bien hermoso y singular. Usted ve lo que yo soy. —Como él protestara ante esto, sin embargo, con campechano manoteo, rechazo de cualquier afirmación de aquel tenor, la mujer se explicó con largueza—: Si se limita a seguir el camino emprendido, no tardará en darse cuenta. Mi destino me ha sobrepasado, he sucumbido ante él. Yo soy una guía general… de «Europa», ¿sabe usted? Espero a las personas; las hago circular. Las reúno; las instalo. Soy una especie de agente superior de turismo. Compañera en sentido global. Como le he dicho, distribuyo a las personas. Es algo que no procuro, pero que siempre me sucede. Éste ha sido mi destino y el destino propio hay que aceptarlo. Es espantoso tener que decirlo en un mundo tan corrompido, pero creo sinceramente que, tal como usted me ve, no hay nada que yo no sepa. Conozco todas las tiendas, todos los precios… pero conozco cosas todavía peores. Llevo a las espaldas la pesada carga de nuestra conciencia nacional o, en otras palabras, pues de esto se trata, de nuestra misma nación. ¿De qué se compone nuestra nación si no de los hombres y mujeres que pesan sobre mis hombros? Y no lo hago, usted lo sabe bien, por ningún lucro personal. No lo hago, por ejemplo, aunque ciertas personas sí, y esto también lo sabe usted, por dinero.

Lo único que pudo hacer Strether fue escuchar, asombrarse y calibrar sus posibilidades.

—Y sin embargo, relacionada como está con tantos parroquianos, apenas puede decirse que lo hace por amor. —El hombre hizo una pausa—: ¿Cómo la recompensamos?

Sufrió la mujer cierta vacilación, pero acabó por exclamar «¡Usted no tendrá que hacerlo!», por poner al hombre otra vez en movimiento. Aunque durante escasos minutos, siguieron andando y, no obstante abstraído en lo que ella le había dicho, el hombre sacó una vez más el reloj; pero mecánica e inconscientemente y como nervioso por el sólo optimismo producido por lo que a él se le antojaba extraño y cínico ingenio de aquella mujer. Miró la hora sin verla y entonces, a propósito otra vez de algo dicho por su compañera, volvió a detenerse.

—Le tiene usted un miedo atroz.

Sonrió el hombre con una mueca que a él mismo le pareció casi enfermiza.

—¿Entiende ahora por qué le temo a usted?

—¿A causa de esta suerte de clarividencia? Pero ¡bueno!, si lo hago todo por usted. Es —añadió— lo que le he dicho hace un momento. Y usted se comporta como si esto estuviera mal.

Volvió él a apoyarse y acomodarse, como para oír algo más, en la muralla.

—¡Entonces, libéreme!

El rostro femenino se iluminó a causa de la alegría producida por aquella invocación, pero, como si se tratase de un caso de intervención inmediata, lo consideró abiertamente.

—¿De esperarle? ¿De verle en lo sucesivo?

—Oh, no, eso no —dijo el pobre Strether con aire apesadumbrado—. Tengo que esperarle… y tengo muchas ganas de verle. Me refiero al miedo atroz. Hace unos minutos puso usted el dedo en la llaga. Es una sensación abstracta, pero surte efecto en determinadas ocasiones. Es precisamente lo que me ocurre ahora. Yo siempre estoy pensando en otras cosas; es decir, en cosas distintas al momento presente. La obsesión por lo otro es aterradora. En este momento, por ejemplo, pienso en algo más que en usted.

La mujer escuchaba con encantadora solicitud.

—Oh, no debiera usted hacerlo.

—Estamos de acuerdo, pues. Haga que ello sea imposible.

La mujer recapacitó.

—¿Es de veras una «orden» suya? ¿El que deba hacerme cargo del asunto? ¿Se rendirá usted?

El pobre Strether lanzó un suspiro.

—¡Si pudiera! Pero ahí está el meollo… que nunca puedo. No… no puedo.

A pesar de todo, la mujer no se había desanimado.

—Pero, cuando menos, usted lo desea.

—¡Oh, de manera inefable!

—Bueno, entonces, con tal de proponérselo… —Y la mujer se hizo cargo del asunto, según sus propias palabras, en el acto—. Confíe en mí —dijo—; y su acción correspondiente fue, mientras desandaban el camino, hacer que el hombre la cogiera del brazo, como una anciana bonachona, subordinada y maternal que desea ser «simpática» con una persona más joven. Si el hombre retiró la mano, como ocurrió, al aproximarse al hotel, ello fue sin duda porque, después de haber hablado un poco más, la diferencia de edad o, cuando menos de experiencia —que, para el caso, ya había hecho intranquilo acto de presencia con alguna libertad— le sentaba como si allí se estuviese dando un reajuste. Tal vez fue, bajo todos los conceptos, una suerte que llegasen a la puerta con suficiente distancia entre ambos. La joven que habían dejado en la ventanilla escrutaba el horizonte como si hubiera ido a esperarles a la entrada. A su lado había una persona igualmente interesada, habida cuenta de su actitud, en el regreso de ambos, el efecto de cuya identificación vino a determinar instantáneamente en Strether otra de esas paradas emocionales que ya hemos tenido ocasión de advertir. Dejó que fuera la señorita Gostrey quien pronunciara el nombre, con el delicado, pletórico envalentonamiento, que casi le aturdió, de su «¡Señor Waymarsh!», de lo que tenía que haber sido —sentía como nunca que su vaga mirada de suspensa bienvenida asimilaba los hechos—, de lo que habría tenido que ser, aunque no para ella, la perdición de Strether. Saltaba ya a la vista, a pesar de la distancia, que el señor Waymarsh, por su parte, no manifestaba la menor alegría.

Los embajadores – Henry James

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