Resumen del libro:
Guy de Maupassant, uno de los maestros indiscutibles del cuento en la literatura francesa, despliega en “Los domingos de un burgués en París” su inconfundible capacidad para observar y retratar con aguda precisión a la sociedad de su tiempo. Este volumen, que forma parte de sus *Oeuvres complètes illustrées* y que fue publicado póstumamente en 1901, nos introduce en las desventuras del señor Patissot, un personaje que, a pesar de su aparente simpleza, resulta ser un reflejo complejo y humorístico de la pequeña burguesía parisina de finales del siglo XIX. Maupassant, discípulo y admirador de Flaubert, dibuja a Patissot con un trazo que recuerda a los míticos Bouvard y Pécuchet, en un homenaje a su maestro que, a su vez, es una mordaz crítica social.
El señor Patissot es un burócrata modelo, un hombre común atrapado en las banalidades de su existencia cotidiana. Funcionario público, devoto del gobierno de turno y camaleónico en sus lealtades políticas, Patissot es un hombre que intenta disfrutar de sus días de asueto con torpeza y una ingenuidad que lo hace entrañable, pese a sus claras limitaciones. Maupassant lo presenta como un individuo que busca aventuras inocuas y que, en sus intentos de escapar de la monotonía, fracasa de maneras tan cómicas como patéticas. Su torpeza no solo nos arranca sonrisas, sino que, en ocasiones, nos provoca carcajadas, como cuando intenta sin éxito pescar en un río o conquistar a una dama. Estos fracasos, lejos de restarle dignidad, lo convierten en un espejo de la futilidad y la ridiculez de las aspiraciones de la clase media.
A través de las andanzas de Patissot, Maupassant ofrece una pintura detallada y mordaz de la sociedad parisina de su tiempo. Las excursiones a los suburbios de París, que en la época representaban verdaderas expediciones a lo desconocido, sirven de escenario para que el autor despliegue su talento en la descripción de lugares y personajes. Meudon, Colombes o Sèvres, que hoy parecen barrios periféricos comunes, son en este libro tierras exóticas que Patissot recorre con un asombro casi infantil. Maupassant aprovecha cada salida dominical del burgués para diseccionar con humor y crítica los valores, las aspiraciones y los miedos de una clase social que, bajo la aparente tranquilidad de su vida cotidiana, oculta una profunda inseguridad y mediocridad.
“Los domingos de un burgués en París” no solo nos permite descubrir los alrededores de la capital francesa a finales del siglo XIX, sino que también nos ofrece una visión más íntima y reveladora del naciente talento de Maupassant. Aunque estos relatos se publicaron antes de que el autor alcanzara la cumbre de su fama, ya se aprecia en ellos su estilo característico: una mezcla de ironía, realismo y una crítica social feroz que desenmascara, con sutileza y precisión, las contradicciones y los absurdos de la vida burguesa. Maupassant convierte la cotidianidad en un espejo donde los lectores de su tiempo, y de hoy, pueden ver reflejadas sus propias limitaciones y ridículos. En definitiva, un libro que, bajo la apariencia de una simple serie de aventuras cómicas, encierra una de las más lúcidas críticas a la sociedad burguesa de su tiempo.
LOS DOMINGOS DE UN BURGUÉS EN PARÍS
Les dimanches d’un burgeois de París
Preparativos de viaje
El señor Patissot, natural y vecino de París, cuando hubo probado en el Colegio Enrique IV su desaplicación y sus cortos alcances —como tantos otros—, fue admitido en un Ministerio, por mediación de una de sus tías, dueña de un estanco, del cual era cliente asiduo un jefe de Negociado.
Ascendió con suma lentitud, y es posible que a la vejez le sorprendiera la muerte sirviendo una plaza de oficial cuarto, al no habérsele ofrecido favorable y bondadoso el azar, que a veces preside los destinos de los hombres.
Al presente ha cumplido cincuenta y dos años, a cuya edad proyecta recorrer como viajero curioso los alrededores de París, alejándose de las murallas.
La historia de su encumbramiento puede ser útil a muchos empleados, como la de sus correrías lo será tal vez a muchos burgueses, que las tomarán por norma de sus excursiones, evitando con su ejemplo ciertas malandanzas, que, por no estar advertido, no pudo prever.
En mil ochocientos cincuenta y cuatro, el señor Patissot cobraba mil ochocientos francos nada más. Por una desgraciada condición de su naturaleza, fue repulsivo a sus jefes, que le dejaban pudrirse, aguardando eterna y desesperadamente un ascenso: el ideal de todo empleado.
Era laborioso y puntual, pero nunca supo lucir sus méritos, y, por añadidura, era demasiado altivo, como él decía.
Su altivez se redujo a no saludar de un modo servil a sus jefes —como lo hacían otros, y a no ser adulador, como lo eran, en su opinión, muchos de sus compañeros—, a los cuales no quería señalar. Su excesiva franqueza molestaba también a las gentes, protestando, al fin y a la postre, como la mayoría, contra los padrinazgos, las injusticias, los favores otorgados a ciertos advenedizos, ajenos a la burocracia. Pero su voz acusadora no repercutía fuera del zaquizamí donde se deshojaba trabajando, según su frase:
«Me deshojo, por activa y por pasiva, caballero».
Preparativos de viaje
El señor Patissot, natural y vecino de París, cuando hubo probado en el Colegio Enrique IV su desaplicación y sus cortos alcances —como tantos otros—, fue admitido en un Ministerio, por mediación de una de sus tías, dueña de un estanco, del cual era cliente asiduo un jefe de Negociado.
Ascendió con suma lentitud, y es posible que a la vejez le sorprendiera la muerte sirviendo una plaza de oficial cuarto, al no habérsele ofrecido favorable y bondadoso el azar, que a veces preside los destinos de los hombres.
Al presente ha cumplido cincuenta y dos años, a cuya edad proyecta recorrer como viajero curioso los alrededores de París, alejándose de las murallas.
La historia de su encumbramiento puede ser útil a muchos empleados, como la de sus correrías lo será tal vez a muchos burgueses, que las tomarán por norma de sus excursiones, evitando con su ejemplo ciertas malandanzas, que, por no estar advertido, no pudo prever.
En mil ochocientos cincuenta y cuatro, el señor Patissot cobraba mil ochocientos francos nada más. Por una desgraciada condición de su naturaleza, fue repulsivo a sus jefes, que le dejaban pudrirse, aguardando eterna y desesperadamente un ascenso: el ideal de todo empleado.
Era laborioso y puntual, pero nunca supo lucir sus méritos, y, por añadidura, era demasiado altivo, como él decía.
Su altivez se redujo a no saludar de un modo servil a sus jefes —como lo hacían otros, y a no ser adulador, como lo eran, en su opinión, muchos de sus compañeros—, a los cuales no quería señalar. Su excesiva franqueza molestaba también a las gentes, protestando, al fin y a la postre, como la mayoría, contra los padrinazgos, las injusticias, los favores otorgados a ciertos advenedizos, ajenos a la burocracia. Pero su voz acusadora no repercutía fuera del zaquizamí donde se deshojaba trabajando, según su frase:
«Me deshojo, por activa y por pasiva, caballero».
En primer lugar, como empleado; en segundo, como francés, y en tercero, como un hombre de orden, se asimilaba en principio a todo Gobierno; era fanático del Poder…, excepción hecha del de sus jefes inmediatos.
Aprovechaba todas las ocasiones para saludar al emperador —teniendo a honra pararse y descubrirse a su paso—, y se sentía orgulloso de acción tan sencilla.
Como tantos, a fuerza de admirarle, acabó por ser un remedo suyo, afeitándose, peinándose como él, imitando sus gustos y su andar.
¡Cuántos hombres, en cada país, resultan la efigie del soberano!
Es posible que la figura y las facciones de Patissot le asemejaran algo a Napoleón III, y cuando se hubo teñido los bigotes y la perilla, fue su retrato.
A veces encontraba en la calle a otro caballero, también cuidadosamente semejante al emperador, y sentía un desprecio altivo y celoso.
Aquel afán de imitación, obsesionándole, era ya su pensamiento único; y oyendo a un ujier de las Tullerías que imitaba la voz del soberano, se propuso hablar en lo sucesivo con ciertas entonaciones y una parsimonia estudiada.
Llegó a ser, más que un remedo, una copia exacta de la imperial persona: de tal modo, que pudiera prestarse a confusiones, y hasta los jefes murmuraron, pareciéndoles importuno y grosero tan ostentoso alarde. Llegaron los rumores al ministro, y mandó llamar al empleado, para cerciorarse por sus ojos. Al verle, no pudo contener la risa, y repitió varias veces: «¡Tiene gracia! ¡Mucha gracia!». Su regocijo halló eco, y al otro día, el jefe inmediato de Patissot propuso a éste para un ascenso de trescientos francos; y le fue concedido al punto.
…