Los cuatro hombres justos
Resumen del libro: "Los cuatro hombres justos" de Edgar Wallace
Cuatro hombres, que se dan a sí mismos el calificativo de «justos», acuerdan acabar con la vida del ministro de Asuntos Exteriores británico decidido a aprobar una ley que ellos consideran inaceptable. Toda la policía londinense está al acecho, las normas de vigilancia son máximas. Rodeado por un cinturón de seguridad, el ministro se encierra en una habitación inaccesible, pero aun así el crimen se lleva a cabo…
Al publicar la primera edición de esta novela, Edgar Wallace no publico la solución y ofreció una generosa recompensa a quien supiera encontrarla. El reto sigue en pie: ¿como se cometió el crimen, sin dejar huella alguna en una habitación totalmente aislada?
Introducción
«En cierta ocasión», refiere Edgar Wallace, «entrevisté a Mark Twain, y, tras un rato de charla, me dijo: Me gustaría que redactase su artículo en tercera persona; pues, si hace cita verbal de mis palabras, me hará hablar como nunca he hablado en mi vida (…), y desde que he pasado a la categoría de entrevistado, entiendo lo que quería decir. Siento escalofríos al leer algunas de las declaraciones atribuidas a mí, salvajes en su extravagancia y baladreras en su inmodestia.
»No es culpa del periodista: tiene que redactar de prisa y producir una impresión, e imagino que la impresión que yo he creado es la de que estoy más orgulloso de la cantidad que de la calidad de mis obras, lo que no es cierto. Trabajo con rapidez porque no sé trabajar de ningún otro modo. No soy capaz de sentarme día tras día a una hora programada y escribir con pulcra caligrafía un número determinado de páginas, interrumpiendo mi labor del modo que la comencé, al toque de un reloj. O trabajo veloz e ininterrumpidamente, o no trabajo en absoluto. Soy, también, un deliberado holgazán. Me digo: Esta semana no trabajaré lo más mínimo, y, por curioso que parezca, la semana que escojo no es precisamente una llena de atractivas citas».
Wallace parece hablar por boca de su personaje Peter Dewin cuando le hace afirmar, no sin cierta turbación: «Algo extraño sucede en mí, Daphne: cuando mi mente comienza una labor, no hay modo de detenerla».
Edgar podía concentrarse en su tarea literaria al tiempo de atender las demandas afectivas de sus hijos, .para quienes siempre estuvo abierta la puerta de su estudio; podía redactar un artículo en una libreta apoyada sobre sus rodillas a la vez de supervisar el ensayo de una de sus producciones teatrales. Ni la eficiencia de sus secretarios, entre los que se encontraba un campeón europeo de mecanografía, bastaba a veces para pasar al papel con la debida prontitud sus grabaciones en el dictáfono. Compuso su libro El hombre diablo, de ochenta mil palabras, casi de un tirón, durante un fin de semana, haciéndose servir una taza de té cada media hora para combatir el sueño.
Este ritmo de trabajo, normal en él, dio lugar a envidias. Remendones de la cultura, del calibre de quienes provocan un bostezo por palabra cada vez que intentan analizar en qué consiste el arte de la palabra, hicieron el razonamiento de turno: «Si yo, que he bebido en los clásicos, he necesitado domingos en negro y noches en blanco para redactar un borrador sobre las capas sociales en la obra de Jane Austen, ¿cómo es posible que ese condenado Edgar Wallace, que en lugar de ateneos frecuenta hipódromos, sea tan prolífico? Sólo cabe una explicación: lo que escribe carece de interés literario». Y como carecía de interés literario, no lo leyeron. Y lo curioso es cómo, si no lo leyeron, pudieron saber que carecía de interés literario.
Cuando preguntaron a Igor Stravinsky si era difícil conseguir estar inspirado, respondió: «Difícil, no. O es muy fácil o es imposible». Cuando germinaba una idea en la mente de Edgar Wallace, todo su chorro de conciencia se sometía al servicio de esa idea, seleccionando de entre su rica experiencia vital aquellos elementos convenientes a la composición de su nueva obra literaria, a medida que ésta iba adquiriendo forma. No preparaba sinopsis de lo que iba a escribir. «Un relato debe narrarse él mismo, y con harta frecuencia la situación culminante o el personaje central cobra forma a partir de algún giro accidental de la trama», afirma Wallace en un artículo. Se advierte en estas palabras cierta reacción contra la tendencia excesiva de los autores detectivescos a construir sus tramas empezando por el final y sacrificando el frescor del relato a un mero esquema. No obstante, conviene dejar claro que, en lo tocante a la explicación central del misterio criminal, Edgar Wallace la tenía preparada de sobra desde el principio. Basta con leer Los Cuatro Hombres Justos o El círculo carmesí para comprobarlo. Más Wallace, antes que novelista encasillable en un género determinado, es un narrador. El interés de libros como los citados está más en el escalonamiento de los trances que en el misterio a secas. Y no olvidemos que también triunfó con obras muy distintas a las policíacas, como su centenar largo de narraciones de ambiente africano o el guion original de la célebre película King Kong.
Si tuviéramos que poner una etiqueta a la producción de Wallace, corriendo los riesgos que toda etiqueta conlleva, podríamos utilizar la de «literatura mítica». Tam de los Scouts, Sanders, Bosambo, el capitán Tatham, King Kong, Mr. Reeder, King Kerry (El hombre que compró Londres), «Huesos», Evans y un largo etcétera se encuentran entre los mitos no criminales de Wallace; El Círculo Carmesí, Los Cuatro Hombres Justos, El Arquero Verde y otros pertenecen a la galería de sus delincuentes míticos. Algunos de estos mitos encarnan temores colectivos (King Kong o El Círculo Carmesí); otros, añoranzas.
«Cada uno de nosotros tiene una vida secreta, conocida únicamente por unos pocos íntimos», afirma Wallace. «La vida secreta de un individuo exteriormente dichoso puede ser mucho más venturosa o infortunada de lo que parece al observador superficial, pero posee una identidad propia e independiente de aquélla con la que estamos familiarizados.
»Mas existe también una tercera vida, oculta a los ojos del marido o de la esposa, del padre y de la madre…, la vida de sueños que todos vivimos. Es a este ego al que recurre el autor de obras de ficción.
…
Edgar Wallace. Escritor inglés. A los doce años, trabajó como repartidor de periódicos y otros variados trabajos. En 1894, ingresó en el ejército, y tras dos años en Londres, fue enviado a Sudáfrica, en donde comenzó a publicar en prensa, y trabajó para la agencia Reuters y como corresponsal del Daily Mail, con el que continuó a su regreso a Londres, además de escribir en otros periódicos. Durante la Primera Guerra Mundial, fue interrogador de la Oficina de Guerra. Continuó escribiendo en prensa y fundó y dirigió varios periódicos, algunos de carácter deportivo (era muy aficionado a las carreras de caballos). Frecuentaba los círculos policiales, lo que le sirvió para muchas de sus novelas. Muchas de sus novelas han sido llevadas al cine, y se han hecho series de televisión. Al final de su vida, escribió el guión de la película King Kong.
Escritor muy prolífico, es autor de poemas, obras de teatro y sobre todo novelas, y se le considera el padre del thriller moderno.