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Los crímenes del amor

Resumen del libro:

Los crímenes del amor es la primera obra que el Marqués de Sade escribe identificándose a sí mismo como el autor. Para poder hacerlo y por temor a la censura, Sade tuvo que suavizar su vocabulario erótico previo. Así y todo, los temas y descripciones de las historias que aparecen en el libro contienen el escabroso ambiente sicológico propio del marqués, así como la negrura ambiental y psicológica propia de la novela gótica, describiendo sombríos viajes de la pasión hacia el crimen.

IDEA SOBRE LAS NOVELAS

Se llama novela a la obra fabulosa compuesta a partir de las aventuras más singulares de la vida de los hombres.

Pero, ¿por qué lleva el nombre de novela este género de obra?

¿En qué pueblo debemos buscar su fuente, cuáles son las más célebres?

Y, ¿cuáles son, en fin, las reglas que hay que seguir para alcanzarla perfección del arte de escribirla?

He ahí las tres cuestiones que nos proponemos tratar; comencemos por la etimología de la palabra.

Dado que nada nos informa sobre cuál fue el nombre de esta composición entre los pueblos de la antigüedad, en mi opinión, sólo debemos aplicarnos a descubrir por qué motivo llevó entre nosotros el que aún le damos.

La lengua romance era, como se sabe, una mezcla del idioma céltico y del latín, en uso durante las dos primeras estirpes de nuestros reyes; es bastante razonable pensar que las obras del género de que hablamos, compuestas en esa lengua, debieron llevar su nombre, y que debió decirse romane para designar la obra en que se trataba de aventuras amorosas, como se dijo romance para hablar de las endechas del mismo género. Vano sería buscar una etimología diferente a esta palabra; al no ofrecernos el sentido común ninguna otra, parece fácil adoptar ésta.

Pasemos, pues, a la segunda cuestión.

¿En qué pueblo debemos hallarla fuente de esta clase de obras, y cuáles son las más célebres?

La opinión más común cree descubrirla entre los griegos; de ahí pasó a los moros, de quienes la tomaron los españoles para transmitirla luego a nuestros trovadores, de quienes nuestros novelistas de caballerías la recibieron.

Aunque yo respete esta filiación, y me someta a ella a veces, estoy, sin embargo, lejos de adoptarla rigurosamente; en efecto, ¿no resulta muy difícil en siglos en que los viajes eran tan poco conocidos y en que las comunicaciones se hallaban tan interrumpidas? Hay modas, costumbres, gustos que no se transmiten para nada; inherentes a todos los hombres, nacen, naturalmente, con ellos; donde quiera que existan éstos se encuentran huellas inevitables de esos gustos, de esas costumbres y de esas modas.

Ni dudarlo: fue en las regiones en que primero reconocieron a los dioses donde las novelas brotaron, y, por consiguiente, en Egipto, cuna cierta de todos los cultos; apenas sospecharon los hombres unos seres inmortales, les hicieron actuar y hablar, a partir de entonces, ya tenemos metamorfosis, fábulas, parábolas, novelas; en una palabra, tenemos obras de ficción cuando la ficción se apodera del espíritu de los hombres. Tenemos libros fabulosos cuando aparecen las quimeras: cuando los pueblos, guiados, al principio, por los sacerdotes, después de haberse degollado por sus fantásticas divinidades, se arman, finalmente, por su rey o por su patria, el homenaje ofrecido al heroísmo compensa al de la superstición: entonces no sólo coloca muy acertadamente a los héroes en el lugar de los dioses, sino que cantan a los hijos de Marte como habían celebrado a los del cielo; aumentan los grandes hechos de su vida; o cansados de hablar de ellos, crean personajes que se les parecen… que les sobrepasan: y muy pronto nuevas novelas aparecen, más verosímiles, sin duda, y mucho más aptas para el hombre que las que no celebraron, sino fantasmas. Hércules, gran capitán debió combatir valerosamente a sus enemigos: ahí tenemos al héroe y la historia; Hércules destruyendo monstruos, partiendo de un tajo gigantes: y ahí tenemos al dios… la fábula y el origen de la superstición; pero de la superstición razonable, puesto que no tiene por base más que la recompensa del heroísmo, el reconocimiento debido a los libertadores de una nación, mientras que la que forja seres increados y jamás vistos, no tiene más que el temor, la esperanza y el desorden de la mente por motivo. Cada pueblo tuvo, pues, sus dioses, sus semidioses, sus héroes, sus historias verdaderas y sus fábulas; como se acaba de ver, algo pudo ser cierto en lo que se refería a los héroes; todo lo demás fue fraguado, todo lo demás fue fabuloso, todo fue obra de invención, todo fue novela, porque los dioses sólo hablaron por el órgano de los hombres que, más o menos interesados en este ridículo artificio, no dejaron de componer el lenguaje de los fantasmas de su mente con todo cuanto imaginaron más acabado para seducir o para asustar, y, por consiguiente, con lo más fabuloso: «Es una opinión admitida, dice el sabio Huet, que el hombre de novela se daba antaño a las historias y que después se aplicó a las ficciones, lo cuales un testimonio irrefutable de que las unas han venido de las otras.

Hubo, pues, novelas escritas en todas las lenguas, en todas las naciones, cuyo estilo y hechos se calcaron, tanto sobre las costumbres nacionales como sobre las opiniones admitidas por esas naciones.

El hombre está sujeto a dos debilidades que afectan a su existencia, que la caracterizan. Por todas partes es menester que suplique, por todas partes es menester que ame: he ahí la base de todas las novelas; las ha hecho para pintar los seres a los que imploraba, las ha hecho para celebrar a aquéllos que amaba. Las primeras, dictadas por el terror ola esperanza, debieron ser sombrías, gigantescas, llenas de mentiras y de ficciones: tales son las que Esdras compuso sobre el cautiverio de Babilonia. Las segundas, llenas de delicadeza y de sentimiento: tal es la de Teágenes y Cariclea de Heliodoro; pero como el hombre suplicó, como amó por todas partes, en todos los puntos del globo que habitó hubo novelas, es decir, obras de ficción que tan pronto pintaron los objetos fabulosos de su culto como los más reales de su amor. No hay, por tanto, que aplicarse a buscar la fuente de este género de escribir en tal o cual nación preferentemente; por lo que acabamos de decir, hay que convencerse de que todas lo han empleado más o menos en razón de la mayor o menor inclinación que han experimentado hacia el amor o hacia la superstición.

Una ojeada rápida ahora sobre las naciones que mejor han aceptado estas obras, sobre esas obras mismas, y sobre quienes las compusieron; traigamos el hilo hasta nosotros para poner a nuestros lectores en condiciones de establecer algunas ideas comparativas.

Arístides de Mileto es el novelista más antiguo de que habla la antigüedad; pero sus obras ya no existen. Sabemos sólo que titulaban sus cuentos los Milesíacos; una pulla del prefacio del Asno de oro parece probar que las producciones de Arístides eran licenciosas: Voy a escribir en ese género, dice Apuleyo, al comenzar su Asno de oro.

Antonio Diógenes, contemporáneo de Alejandro, escribió en un estilo más pulido Los Amores de Dinias y de Dercillis, novela llena de ficciones, de sortilegios, de viajes y de aventuras muy extraordinarias que Le Seurre copió en 1745, en una obra más singular aún; porque, no contento de hacer, como Diógenes, viajar a sus héroes por países conocidos, los pasea tan pronto por la luna como por los infiernos.

Vienen luego las aventuras de Sinonis y Rodanis, de Ydmblico,, los amores de Teágenas y Cariclea, que acabamos de citar, la Ciropedia, de Jenofonte; los amores de Dafnis y Cloe, de Longo; los de Ismena e Ismenia, y muchos otros, o traducidos o totalmente olvidados en nuestros días.

Los romanos, más inclinados a la crítica y a la maldad que al amor o a la plegaria, se contentaron con algunas sátiras como las de Petronio y de Varrón, que nos guardaremos mucho de clasificar en el número de las novelas.

Los galos, más cerca de esas dos debilidades, tuvieron sus bardos, a los que puede mirarse como los primeros novelistas de la parte de Europa que hoy habitamos. La profesión de esos bardos era, según Lukano, escribir en verso las acciones inmortales de los héroes de su nación, y cantarlas al son de un instrumento que se parecía a la lira; muy pocas de estas obras son conocidas en nuestros días. Tuvimos luego los hechos y gestas de Carlomagno, atribuidas al arzobispo Turpin, y todas las novelas de la Tabla Redonda, los Tristán, los Lancelot du Lac, los Percival, escritas todas con la mira de inmortalizar héroes conocidos o inventar siguiendo a éstos otros que, adornados por la imaginación, les sobrepasen en maravillas. Pero, ¡qué distancia entre esas, largas, enojosas, apestadas de superstición y las novelas griegas que las habían precedido! ¡Qué barbarie y grosería sucedían a novelas llenas de gusto y de agradables ficciones cuyos modelos nos habían dado los griegos! Pues aunque hubo otros, desde luego, antes que ellos, al menos no se conocía entonces más que a éstos.

Luego aparecieron los trovadores, y aunque debe mirárselos más como poetas que como novelistas, la multitud de bellos cuentos que compusieron en prosa, les consiguen, sin embargo, con justo motivo, un puesto entre los escritores de que hablamos. Para convencerse, échese una ojeada a sus fabliaux, escritos en lengua romance, bajo el reinado de Hugo Capeto y que Italia copió con tanta diligencia.

Esta hermosa parte de Europa, aún gimiente bajo el yugo Sarraceno, aún lejos de la época en que debía ser la cuna del renacimiento de las artes, no había tenido casi novelistas hasta el siglo X; aparecieron poco más o menos en la misma época que nuestros trovadores en Francia, y los imitaron; atrevámonos a aceptar esa gloria: no fueron los italianos los que se convirtieron en maestros nuestros en este arte, como dice La Harpe (pág. 242, vol. III), al contrario, fue entre nosotros donde ellos se formaron; fue en la escuela de nuestros trovadores donde Dante, Boccaccio, el Tasso, e incluso un poco Petrarca, esbozaron sus composiciones; casi todas las novelitas de Boccaccio se encuentran en nuestros fabliaux.

No ocurre lo mismo con los españoles, instruidos en el arte de la ficción por los moros, que a su vez la tenían de los griegos, cuyas obras, todas, de ese género poseían traducidas al árabe; hicieron deliciosas novelas, imitadas por nuestros escritores; luego volveremos sobre ello.

A medida que la galantería adoptó una faz nueva en Francia, la novela se perfeccionó, y fue entonces, es decir, a comienzos del siglo último, cuando d’Urfé escribió su novela L’Astrée, que nos hizo preferir con justísimo motivo, sus encantadores pastores de Lignon a los valientes extravagantes de los siglos XI y XII. El furor de la imitación se apoderó entonces de todos aquéllos a quienes la naturaleza había dado el gusto por este género; el sorprendente éxito de L’Astrée, que aún se leía a mediados de este siglo, había inflamado completamente las cabezas, y fue imitada sin igualarla, Gomberville, La Calprenède, Desmarets, Scudéry 13 creyeron superar su original poniendo príncipes o reyes en el lugar de los pastores de Lignon, y volvieron a caer en el defecto que evitaba su modelo; la Scudéry cometió la misma falta que su hermano; como él, quiso ennoblecer el género de d’Urfe, y, como él, puso enfadosos héroes en el puesto de bellos pastores. En vez de representar en la persona de Ciro un príncipe como lo pinta Herodoto, compuso un Artamenes más loco que todos los personajes de L’Astrée…, un amante que no sabe más que llorar de la mañana a la noche, y cuyas languideces hartan en lugar de interesar, los mismos inconvenientes tienen su Clélie, donde presta a los romanos, a quienes desvirtúa, todas las extravagancias de los modelos que seguía y que nunca fueron mejor desfigurados.

Permítasenos retroceder un instante para cumplir la promesa que acabamos de hacer de echar una ojeada sobre España.

Desde luego, si la caballería había inspirado a nuestros novelistas en Francia, ¡hasta qué grado no había calentado igualmente los cascos allende los montes! El catálogo de la biblioteca de don Quijote, graciosamente hecho por Miguel Cervantes, lo demuestra con toda evidencia; pero sea ello como fuere, el célebre autor de las memorias del mayor loco que haya podido venir a la mente de un novelista no tuvo ciertamente rivales. Su inmortal obra, conocida por toda la tierra, traducida a todas las lenguas, y que debe considerarse como la primera de todas las novelas, domina, sin duda, más que ninguna otra el arte de narrar, de entremezclar agradablemente las aventuras, y particularmente el de instruir deleitando. Este libro, decía Saint Evremond, es el único que releo sin aburrirme, y el único que quisiera haber hecho. Las doce novelitas del mismo autor, llenas de interés, de sal y de finura, acaban por colocar en el primer rango a este escritor español, sin que el que quizá nosotros no hubiéramos tenido ni la encantadora obra de Scarron ni la mayoría de las de Le Sage.

Después de d’Urfé y de sus imitadores, después de las Ariadna, las Cleopatra, los Faramundo, los Polixandro, de todas esas obras, en fin, en que el héroe, suspirando durante nueve volúmenes, se sentía muy feliz de casarse en el décimo; después, digo, de todo ese fárrago, hoy ininteligible, apareció Mme. de la Fayette, quien, aunque seducida por el lánguido tono que encontró establecido en quienes la precedían, no obstante, abrevió mucho; y al hacerse más concisa, se volvió más interesante. Se ha dicho, porque era mujer (como si ese sexo, naturalmente más delicado, más hecho para escribir novela, no pudiera pretender en este género muchos más laureles que nosotros), se ha pretendido, digo, que, ayudada hasta el infinito, La Fayette hizo sus novelas gracias a la ayuda de La Rochefoucauld, por lo que se refiere a los pensamientos, y de Segrais, por lo que se refiere al estilo. Sea como fuere, nada tan interesante como Zaide, ni más agradablemente escrito que La Princesse de Cléves. Amable y encantadora mujer, si las Gracias sostenían tu pincel, ¿por qué no entonces había de estarle permitido al amor dirigirlo alguna vez?

Apareció Fenelon, y creyó volverse interesante dictando poéticamente una lección a soberanos que jamás la siguieron; voluptuoso amante de Guyon, tu alma tenía necesidad de amar, tu espíritu sentía el de pintar; si hubieras abandonado la pedantería, o el orgullo de enseñar a reinar, hubiéramos tenido de ti obras maestras en lugar de un libro que ya no se lee. No ocurrirá lo mismo contigo, delicioso Scarron: basta el fin del mundo tu inmortal novela hará reír, tus cuadros no envejecerán nunca. Telémaque, que sólo tenía un siglo para vivir, perecerá bajo las ruinas de ese siglo que ya no existe, y tus comediantes del Mans, querida y amable hijo de la locura, divertirán incluso a los lectores más graves mientras haya hombres sobre la tierra.

A finales del mismo siglo, la hija del célebre Poisson (Mme. de Gómez), en un género muy distinto al de los escritores de su sexo que la habían precedido, escribió obras que no por ello eran menos agradables, y sus Journées amusantes, así como sus Cent Nouvelles constituirán, a pesar de muchos defectos, el fondo de la biblioteca de todos los aficionados a este género. Gómez entendía su arte, no podría negársele ese justo elogio. La señorita de Lussan, las señoras de Tencin, de Grafigny, Elie de Beaumont y Riccoboni rivalizaron con ella; sus relatos, llenos de delicadeza y de gusto, honran con toda seguridad a su sexo. Las Lettres péruviennes, de Graffigny, serán siempre un modelo de ternura y de sentimiento, como las de milady Catesby, de Riccoboni, podrán servir eternamente a quienes no busquen más que la gracia y la ligereza del estilo.

Pero volvamos al siglo donde lo hemos dejado, acuciados por el deseo de alabar a mujeres amables que daban en este género tan buenas lecciones a los hombres.

El epicureísmo de las Ninon de Lenclos, de las Marion de Lorme, del marqués de Sévigné y de La Fare, de los Chaulieu, de los Saint-Evremond, de toda esa sociedad encantadora que, de vuelta de las languideces del Dios de Citerea, comenzaba a pensar, como Buffon, que en amor no había de bueno más que lo físico, cambió pronto el tono de las novelas. Los escritores que aparecieron luego sintieron que las insulseces no divertirían ya a un siglo pervertido por el Regente, un siglo de vuelta de las locuras caballerescas, de las extravagancias religiosas y de la adoración de las mujeres, y, pareciéndole más sencillo divertir a esas mujeres o corromperlas que servirlas o incensarlas, crearon sucesos, cuadros, conversaciones más a la moda del día; disimularon el cinismo, las inmoralidades, bajo un estilo agradable y festivo, a veces incluso filosófico, y, al menos, agradaron si no instruyeron.

Crébillon escribió Le Sopha, Tanzai, Les Egarements de deur et d’esprit, etc. Novelas todas que elogiaban el vicio y se alejaban de la virtud, pero que, cuando fueron publicadas, debían pretender los mayores éxitos.

Marivaux, más original en su manera de pintar, con más nervio, ofreció al menos caracteres, cautivó el alma, e hizo llorar; pero con esa energía, ¿cómo se podía tener un estilo tan preciosista, tan amanerado? Demostró sobradamente que la naturaleza jamás concede al novelista todos los dones necesarios para la perfección de su arte.

El objetivo de Voltaire fue completamente distinto: sin otro designio que dar cabida a la filosofía en sus novelas, abandonó todo por ese proyecto. ¡Con qué destreza lo logró! Y a pesar de todas las críticas, Candide y Zadig, ¿no serán siempre obras maestras?

Rousseau, a quien la naturaleza había concedido en delicadeza y en sentimiento lo que sólo dio a Voltaire en ingenio, trató la novela de muy distinta manera. ¡Cuánto vigor, cuánta energía en Héloise! Cuando Momo dictaba Candide a Voltaire, el Amor recorría con su llama todas las páginas ardientes de Julie, y se puede decir con razón que este libro sublime no podrá ser igualado jamás. Ojalá esta verdad haga caer la pluma de las manos de esa multitud de escritores efímeros que desde hace treinta años no cesan de darnos malas copias de ese inmortal original; que comprendan, pues, que, para alcanzarlo, se necesita un alma de fuego como la de Rousseau, un espíritu filósofo como el suyo, dos cosas que la naturaleza no reúne dos veces en el mismo siglo.

Mientras tanto, Marmontel nos daba cuentos que él llamaba morales no porque enseñasen moral (según un estimable literario), sino porque pintaban nuestras costumbres, aunque quizá excesivamente concebidas dentro del género amanerado de Marivaux. Por otra parte, ¿qué son esos cuentos? Puerilidades, escritas únicamente para mujeres y niños, que nunca parecerán salidas de la misma mano que Bélisaire, obra que por sí sola bastaría para la gloria del autor: quien escribió el capítulo decimoquinto de este libro, ¿debía pretender acaso la pequeña gloria de darnos unos cuentos rosas?

Finalmente, las novelas inglesas, las vigorosas obras de Richardson y de Fielding, vinieron a enseñara los franceses que no es pintando las fastidiosas languideces del amor o las aburridas conversaciones de alcoba como se puede obtener éxitos en este género; sino trazando caracteres varoniles que, juguetes y víctimas de esa efervescencia del corazón conocida bajo el nombre de amor, nos muestren a la vez tanto los peligros como las desgracias; sólo de ahí pueden obtenerse estos desarrollos, estas pasiones tan bien trazadas en las novelas inglesas. Fue Richardson y Fielding quienes nos enseñaron que el estudio profundo del corazón del hombre, verdadero dédalo de la naturaleza, es el único que puede inspirar al novelista, cuya obra debe hacernos ver al hombre no solamente como es, o como se muestra, que es deber del historiador, sino tal como puede ser, tal como deben volverle las modificaciones del vicio y todas las sacudidas de las pasiones. Hay, por tanto, que conocerlas todas, hay que emplearlas todas si se quiere trabajar ese género; allí aprendimos también que no siempre se interesa haciendo triunfar la virtud; que ciertamente hay que tendera ello tanto como se pueda, pero que esta regla, ni en la naturaleza ni en Aristóteles, es esencial para la novela; que no es siquiera la que debe guiar el interés: se trata sólo de una regla a la que quisiéramos que todos los hombres se sometiesen para felicidad nuestra; porque cuando la virtud triunfa al ser las cosas como deben ser, nuestras lágrimas se secan antes de derramarse; mas si, tras las más rudas pruebas, vemos, finalmente, a la virtud abatida por el vicio, necesariamente nuestras almas se desgarran y habiéndonos emocionado excesivamente, habiendo ensangrentado nuestros corazones en la desgracia, como decía Diderot, la obra debe producir inevitablemente el interés, que es lo único que asegura los laureles.

Que alguien me responda: si después de doce o quince volúmenes, el inmortal Richardson hubiera acabado virtuosamente por convertir a Lovelace, y hacerle casarse apaciblemente con Clarisa, ¿se hubieran derramado al leer esta novela, tomada en sentido contrario, las deliciosas lágrimas que arranca de todos los seres sensibles? Es, por tanto, la naturaleza lo que hay que captar cuando se trabaja este género, es el corazón del hombre, la más singular de sus obras, y no la virtud, porque la virtud, por bella, por necesaria que sea, no es, sin embargo, más que uno de los modos de ese corazón asombroso cuyo estudio profundo tan necesario es para el novelista, y cuyos pliegues todos la novela, espejo fiel de ese corazón, debe necesariamente trazar.

Sabio traductor de Richardson, Prévost, a quien debemos el haber pasado a nuestra lengua las bellezas de ese escritor célebre, ¿no te debemos, por mérito propio, un tributo plenamente merecido de elogios? ¿No te podríamos denominar con justicia el Richardson francés? Sólo tú poseíste el arte de interesar largo tiempo mediante fábulas implexas sosteniendo siempre el interés, incluso al diversificarlo; sólo tú llevaste siempre tus episodios lo bastante bien como para que la intriga principal ganara más que perdiera en su multiplicación o en su complicación. De ahí que sea esa cantidad de sucesos que te reprocha La Harpe, no sólo lo que en ti produce el efecto más sublime, sino al mismo tiempo lo que prueba mejor, tanto la bondad de tu espíritu como la excelencia de tu genio. «Les Mémoires d’un homme de qualité y, finalmente (para añadir a lo que nosotros pensamos de Prévost lo que otros distintos a nosotros también han pensado), Cleveland, L’Histoire d’un Grecque moderne, Le Monde moral, Manon Lescaut sobre todo, están llenas de esas escenas enternecedoras y terribles que sorprenden e interesan vigorosamente; las situaciones de estas obras, felizmente tratadas, presentan momentos en que la naturaleza se estremece de horror», etc. Eso es lo que se denomina escribir novelas eso es lo que en la posteridad asegurará a Prévost un puesto que ninguno de sus rivales alcanzará.

Vinieron luego los escritores de mediados de este siglo: Dorat, tan amanerado como Marivaux, tan frío, tan poco moral como Crébillon, pero escritor más agradable que esos dos a quienes le comparamos; la frivolidad de su siglo disculpa la suya, y, además, poseyó el arte de captarla bien.

Encantador autor del La Reine de Golconde ¿me permites que te ofrezca un laurel? Raramente hubo ingenio más agradable y los cuentos más bonitos del siglo no valen el que te inmortaliza; a un tiempo más amable y más feliz que Ovidio puesto que el héroe salvador de Francia prueba al reclamarte al seno de tu patria que es tan amigo de Apolo como de Marte-, respondes a la esperanza de ese gran hombre añadiendo todavía algunas lindas rosas sobre el seno de tu bella Aline.

D’Arnaud, émulo de Prévost, puede pretender a menudo superarle; los dos templaron sus pinceles en la Estigia; pero d’Arnaud suaviza en ocasiones el suyo en los flancos del Elíseo; Prévost, más enérgico, no alteró jamás las tintas de aquél con que trazó Cleveland.

Rétif inunda al público; necesita una imprenta a la cabecera de su cama; afortunadamente, sólo ésta gemirá con sus terribles producciones; un estilo bajo y rastrero, aventuras asqueantes, siempre inspiradas en las peores compañías; ningún otro mérito, en fin, sino el de una prolijidad… que sólo los mercaderes de picante le agradecieron.

Los crímenes del amor – Marqués de Sade

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