Resumen del libro:
En la Academia West Point en 1830, la calma de una tarde de octubre se rompe con el descubrimiento del cuerpo de un joven cadete colgando de una cuerda justo al lado del patio de armas. Un aparente suicidio no es inaudito en un régimen tan severo como el de West Point, pero a la mañana siguiente, sale a la luz un horror aún mayor. Alguien se coló en la habitación donde yacía el cuerpo y extrajo el corazón.
Sin respuestas y desesperada por evitar cualquier publicidad negativa, la Academia recurre a los servicios de un civil local, Augustus Landor, un ex detective de policía que adquirió cierto renombre durante sus años en la ciudad de Nueva York antes de retirarse a Hudson Highlands por motivos de salud. Ahora viudo e inquieto en su reclusión, Landor accede a hacerse cargo del caso. Mientras interroga a los conocidos del muerto, encuentra un ansioso asistente en un joven cadete intrigante y malhumorado con una inclinación por la bebida, dos volúmenes de poesía a su nombre y un pasado turbio que cambia de relato en relato. ¿El nombre del cadete? Edgar Allan Poe.
Impresionado con los astutos poderes de observación de Poe, Landor está convencido de que el poeta puede resultar útil, si puede mantenerse sobrio el tiempo suficiente para poner a prueba sus agudas habilidades de razonamiento. Trabajando en estrecho contacto, los dos hombres, separados generacionalmente pero con la misma inteligencia, desarrollan una relación sorprendentemente profunda a medida que su investigación los lleva a un mundo oculto de sociedades secretas, sacrificios rituales y más cuerpos. Pronto, sin embargo, los macabros asesinatos y los propios secretos enterrados de Landor amenazan con destrozar a los dos hombres y su recién formada amistad.
Para A. J.
La pena por los que han muerto es la única pena de la que nos negamos a deshacernos.
WASHINGTON IRVING,
Funerales rurales/Libro de apuntes
Mecida por una arboleda de esplendor circasiano,
En un arroyo tenebrosamente jaspeado de estrellas,
En un arroyo quebrado por la luna y barrido por el cielo,
Algunas gráciles doncellas atenienses rinden
Su tributo con tímidos ceceos.
Topé allí con Leonor, desamparada y delicada,
Arrebatada por un grito que desgarraba las nubes
Hoscamente torturado, nada pude hacer sino rendirme
A la doncella del ojo azul pálido,
Al demonio del ojo azul pálido.
Testamento de Gus Landor
19 de abril de 1831
Dentro de dos o tres horas… bueno, es difícil decirlo… dentro de tres horas, seguramente, o como mucho cuatro horas… digamos que dentro de cuatro horas estaré muerto. Lo comento porque eso me hace ver las cosas desde otra perspectiva. Por ejemplo, últimamente me interesan mis dedos. Y también la última tablilla de la persiana veneciana, que está un poco torcida. Al otro lado de la ventana, el brote de una glicinia, separado del tronco, se agita como si fuera una horca. Nunca me había fijado en ello. Aunque, hay algo más: en este momento el pasado vuelve a mí con toda la fuerza del presente. Toda la gente que me ha habitado se apiña a mi alrededor. Me pregunto cómo es que no chocan entre ellos. Hay un concejal de Hudson Park junto a la chimenea; a su lado, mi mujer, con delantal, echa cenizas en una lata, observada por mi perro Terranova. Abajo en el recibidor, mi madre —que jamás había estado en esta casa y que murió antes de que yo cumpliera los doce años— está planchando mi traje de los domingos.
Lo más curioso de mis visitas es que no se dicen ni una palabra los unos a los otros. Observan una rigurosa etiqueta de la que no consigo comprender las reglas.
Debo decir que no todo el mundo se preocupa por esas reglas. Durante estas últimas cuatro horas, un hombre llamado Claudius Foot me ha estado machacando la cabeza, casi me la ha destrozado. Lo detuve hace quince años por robar el tren correo de Rochester. Una gran injusticia: tenía tres testigos que juraron que en ese momento estaba robando el tren correo de Baltimore. Se puso hecho una furia, se fue de la ciudad bajo fianza, pero volvió a los seis meses, encolerizado, para arrojarse bajo las ruedas de un coche de alquiler. No dejó de hablar a las puertas de la muerte. Y sigue haciéndolo.
Es toda una multitud, créeme. Dependiendo de mi estado de ánimo, dependiendo del ángulo que hace el sol cuando entra a través de la ventana del salón, les presto atención o no. Admito que hay ocasiones en las que desearía tener más trato con los vivos, pero cada vez resulta más difícil que eso suceda. Patsy ya no viene a verme nunca… el profesor Papaya se ha ido a medir cabezas a La Habana… y en cuanto a él, bueno, ¿para qué llamarle otra vez? Solo consigo evocarlo con mi mente y, en cuanto lo hago, volvemos a las viejas conversaciones. Por ejemplo, la tarde en la que estuvimos hablando del alma. Yo creía que no tenía alma; él, sí. Podría haber sido divertido oírlo hablar, si no se hubiese puesto tan serio. Aunque, la verdad, nadie me había insistido tanto en ese tema, ni siquiera mi padre (presbiteriano itinerante, demasiado ocupado por las almas de su grey como para someter la mía). Le decía una y otra vez: «Bueno, puede que tengas razón». Lo único que conseguía era acalorarlo aún más. En una ocasión me dijo que rehuía la cuestión, a la espera de una confirmación empírica. Entonces le pregunté: «A falta de dicha confirmación, ¿qué otra cosa puedo decir que “puede que tengas razón”?». Le dimos vueltas y vueltas, hasta que un día me comentó: «Señor Landor, llegará un día en el que su alma se dará la vuelta y lo mirará a la cara de la forma más empírica posible, justo en el momento en el que lo abandone. Intentará agarrarla, pero, ¡ay!, en vano. Y la verá abrir unas alas de águila rumbo a sus nidos asiáticos».
Bueno, en ese sentido él era muy imaginativo. Extravagante, si les interesa saberlo. Por mi parte, siempre he preferido los hechos a la metafísica. Los hechos concretos, caseros, sopa para todo el día. Y son los hechos y las conclusiones los que conforman la columna vertebral de este relato. Al igual que constituyeron la de mi vida.
Una noche, un año después de que me jubilara, mi hija me oyó hablar en sueños y al acercarse se dio cuenta de que estaba interrogando a un sospechoso que llevaba veinte años muerto. «Eso no cuadra —repetía—. Ya lo sabe, señor Pierce.» Ese tipo había cortado en pedazos a su mujer y le había dado los trozos a una jauría de perros guardianes de un almacén de Battery. En mi sueño sus ojos estaban enrojecidos de vergüenza, sentía mucho hacerme perder el tiempo. Recuerdo que le dije: «Si no hubieras sido tú, habría sido otro».
Bueno, fue ese sueño el que hizo que lo viera con claridad: uno nunca abandona realmente su profesión. Puedes huir a las tierras altas del río Hudson o esconderte entre libros, códigos y bastones… tu trabajo vendrá y te encontrará.
Podría haber escapado. Subir hacia las montañas un poco más, eso podría haber hecho. Honradamente no puedo decir cómo dejé que me convencieran para volver, aunque, a veces, creo que lo que pasó —todo aquello— fue para que nos encontráramos. Él y yo.
No tiene sentido hacer especulaciones. Tengo una historia que contar, vidas de las que dar cuenta. Y puesto que esas vidas, en muchos aspectos, me eran cercanas, he dejado hueco donde era necesario que hablaran otros narradores, en especial mi joven amigo. Él es el verdadero artífice de esta historia y, siempre que intento imaginar quién será la primera persona que lea esto, él es el primero que me viene a la mente, rastreando las líneas y columnas con sus dedos, y reconociendo mis borrones.
Ya sé, no podemos elegir a nuestros lectores. Solo puedo consolarme pensando en el desconocido —todavía por nacer, que yo sepa— que leerá estas líneas. A ti, lector, dedico esta narración.
Yo también me he convertido en mi propio lector, por última vez. ¿Le importaría echar otro leño al fuego, concejal Hunt?
Y vuelta a empezar.
…