Resumen del libro:
En 1851, cuando Tolstói tiene veintidós años, emprende un viaje al Cáucaso para unirse como cadete a la línea defensiva rusa en la guerra contra los turcos. El tiempo que pasa allí lo marcará para toda la vida y servirá de inspiración para sus primeras novelas. Como sucede en la mayoría de sus obras tempranas, el protagonista, Olenín, es una proyección de la personalidad de su autor: un joven que ha dilapidado parte de su patrimonio y abraza la carrera militar para escapar de su vida disoluta en Moscú. Le impulsan vagos sueños de felicidad. Y ésta parece ir a su encuentro, tanto por la profunda impresión de plenitud que le produce el contacto con el Cáucaso, con los vastos y grandiosos espacios de su naturaleza y la vida sencilla de sus habitantes, que, alejados de todo artificio, personifican la fuerza eterna de la verdad natural, como por el amor que profesa a la bellísima cosaca Marianka. Mitad estudio etnográfico, mitad cuento moral, esta novela posee una importancia artística e ideológica excepcional en la obra de Tolstói. La clara belleza de los paisajes sobre los cuales resaltan las inolvidables figuras de los cosacos –el viejo Jerochka, Lukachka y la bella y serena Marianka–, la intensa penetración psicológica del hombre elemental y la forma directa de transmitir la épica de una vida que se afirma a sí misma hacen de esta breve novela de juventud una pequeña obra maestra.
I
Reinaba una calma completa en las calles de Moscú; se oía tan solo en raros momentos el rechinar de ruedas sobre la nieve. Ni siquiera una luz en las ventanas; incluso estaban apagados los reverberos. Empezaba a vibrar en la ciudad dormida, anunciando la proximidad del día, el sonido de las campanas. Las arterias ciudadanas se hallaban desiertas; allí, algún cochero de punto descabezando un sueñecito, mientras aguardaba la aparición de algún viandante rezagado; más allá, alguna anciana que marchaba rumbo a la iglesia, donde las velas despedían una luz parpadeante sobre los dorados marcos de las imágenes. Poco a poco se iba despertando la población proletaria, reanudando su ruda labor luego del descanso de una larga noche invernal.
Pero no había dado término aún a su velada la juventud ociosa.
Se veía en una de las ventanas del Hotel Chevalier, a través de las tablillas del cerrado postigo, la luz que la ley prohibía. Estacionaban ante la puerta del Chevalier algunos trineos y coches de plaza, y una troika de postas. Arrebujado en su pelliza, buscaba refugio el portero en un rincón del vestíbulo.
Un camarero del establecimiento, de pálido y cenceño rostro, sentado en el otro cuarto, se preguntaba:
—¿En qué pasarán su tiempo la noche íntegra? Siempre que estoy de servicio me toca la misma suerte.
Se oían las voces de tres jóvenes que estaban cenando en la habitación contigua. Estaban sentados en torno de una mesa en la cual se veían los restos de una cena. Uno de los jóvenes, de escasa estatura, delgado, atildado y extremadamente feo, miraba con ojos bondadosos a otro que estaba a punto de marcharse. El segundo de los jóvenes muy buen mozo, se hallaba tendido sobre un diván, juntó a la mesa repleta de botellas vacías. El tercero de los mancebos, que vestía una corta pelliza, paseábase por el cuarto, deteniéndose de vez en cuando para tomar y cascar almendras con sus manos rudas y pesadas, aunque muy bien cuidadas. Sonreía sin cesar y sus ojos brillaban; sus mejillas estaban encendidas. Charlaba calurosamente, haciendo grandes gestos, y buscaba los términos que con frecuencia no acudían a sus labios, para dar forma a su pensamiento y para expresar lo que abrumaba su corazón.
Decía:
…