Los cañones de Navarone
Resumen del libro: "Los cañones de Navarone" de Alistair MacLean
En Los cañones de Navarone, Alistair MacLean despliega una narrativa vibrante, cargada de tensión y heroísmo, que lo confirma como uno de los grandes maestros de la ficción bélica. Su talento para tejer tramas llenas de intriga y acción se combina con su conocimiento profundo del conflicto y de los escenarios naturales, convirtiendo cada página en un desafío que atrapa al lector y no lo suelta hasta el desenlace. Publicada en 1957, esta novela consolidó su reputación como un escritor capaz de conjurar aventuras inolvidables.
La historia nos traslada a la isla de Keros, un bastión nazi situado en un punto estratégico del mar Egeo. En el corazón de esta fortaleza se encuentran los temibles cañones de Navarone, cuya precisión mortal ha sellado el destino de innumerables barcos aliados. Para Keith Mallory, un capitán temerario con habilidades inigualables, la misión de destruir esas armas se presenta como un reto imposible. Junto a él, el ingenioso Miller y el formidable Andrea forman un comando pequeño pero implacable, enfrentando un acantilado casi vertical, un enemigo implacable y el peso de una misión que podría cambiar el curso de la guerra.
MacLean crea una atmósfera sofocante donde cada paso del equipo está marcado por el riesgo, el sacrificio y la camaradería. Los personajes, lejos de ser héroes infalibles, son hombres enfrentados a sus propios miedos y limitaciones, lo que los hace profundamente humanos. Sin embargo, su voluntad inquebrantable y su lealtad mutua se convierten en el motor que los impulsa a desafiar lo imposible.
Los cañones de Navarone no es solo una novela de guerra; es una celebración del coraje y la determinación. Con una prosa ágil y escenas de acción magistralmente descritas, MacLean logra transportar al lector a un escenario donde el peligro es constante y el heroísmo surge en los momentos más oscuros. Esta obra, inmortalizada también en el cine, sigue siendo un referente del género, una historia de valentía que resiste el paso del tiempo.
A mi madre
CAPÍTULO I
PRELUDIO: DOMINGO
De la 1 a las 9 horas
La cerilla raspó ásperamente el metal oxidado del cobertizo de hierro acanalado, prendió y estalló, chisporroteando, en una lagunilla de luz. Tanto su áspero roce como la repentina brillantez resultaron inauditamente extraños en la tremenda quietud de la noche del desierto. Los ojos de Mallory siguieron el rastro luminoso que, acompañado por la mano en pantalla, dejaba la cerilla encendida en su movimiento hacia el cigarrillo que sobresalía bajo el recortado bigote del capitán del grupo, vieron detenerse la luz a unas pulgadas de la cara, y contemplaron la repentina y expectante quietud del rostro, la desenfocada vacuidad de los ojos de un hombre que permanecía abstraído en la escucha. Luego, la cerilla desapareció, restregada por un pie contra la arena del perímetro del aeródromo.
—Los oigo —dijo el capitán de grupo en voz baja—. Los oigo venir. Cinco minutos nada más. Esta noche no hay viento. Aterrizarán en la pista número dos. Vamos, les esperaremos en el cuarto de interrogatorios. —Hizo una pausa, miró a Mallory con aire burlón y pareció sonreír. Sin embargo, la oscuridad era engañosa. Su voz no traslucía la sonrisa—. Frene sus impaciencias, joven. Sólo un ratito más. Esta noche las cosas no han ido excesivamente bien. Va a oír usted las respuestas, y me temo que demasiado pronto.
El capitán giró bruscamente sobre sus talones y se dirigió hacia los chatos edificios que apenas se recortaban contra la pálida oscuridad que daba cima al horizonte raso.
Mallory se encogió de hombros y le siguió más lentamente, poniéndose al paso con el tercer miembro del grupo, un tipo ancho y rechoncho que andaba con un balanceo lateral muy pronunciado. Mallory se preguntó con acritud cuánto tiempo de práctica habría necesitado Jensen para adquirir aquel efecto marinero. Treinta años de mar, sin duda —y Jensen los había hecho día por día— eran garantía suficiente para que un hombre anduviese con aquel balanceo; pero la cosa no era así.
Como brillante Jefe de Operaciones Subversivas en El Cairo, lo que llenaba la vida para el capitán James Jensen, D. S. O. y R. N., eran la intriga, la imitación y la simulación. Como estibador y agitador levantino, se había ganado el temeroso respeto de los obreros portuarios desde Alejandreta a Alejandría. Como camellero había dejado atrás a toda la competencia beduina, y jamás había exhibido más patético pordiosero tan auténticas llagas en los bazares y mercados de Oriente. Esta noche, sin embargo, representaba tan sólo a un franco y sencillo marinero. Iba vestido de blanco de pies a cabeza y la luz de las estrellas arrancaba suaves destellos de los dorados galones de las charreteras y de la visera.
Sus pasos crujían al unísono sobre la endurecida arena y sonaron con fuerza al pisar la pista de hormigón. La apresurada silueta del capitán del grupo ya casi se había esfumado. Mallory respiró profundamente, y se volvió hacia Jensen.
—Dígame, señor, ¿qué significa todo esto? ¿A qué viene tanto secreto? ¿Y por qué me meten a mí en el enredo? ¡Santo Dios, ayer mismo me sacaron de Creta, relevado con aviso de ocho horas! Me dijeron que tenía un mes de permiso, ¿y qué ocurrió?
—Bien —murmuró Jensen—, ¿qué ocurrió?
—Que no hay tal permiso —aclaró Mallory amargamente—. Ni siquiera una noche. Sólo horas enteras en el Cuartel General del S. O. E. contestando a una serie de preguntas idiotas sobre la escalada de los Alpes Meridionales. Luego me sacan de la cama a medianoche, me dicen que tengo que encontrarme con usted, y me hacen atravesar el maldito desierto durante horas y horas, llevado por un escocés loco que canta canciones de borracho y me hace otro montón de preguntas más idiotas aún.
—Uno de mis más eficaces disfraces, siempre lo he creído así —aclaró Jensen presuntuoso—. Yo encontré el viaje de lo más entretenido.
—Uno de sus… —Mallory se detuvo consternado por el recuerdo de lo que había dicho al viejo y patilludo capitán escocés que conducía el vehículo oficial—. Lo lamento de veras, señor. No me di cuenta de…
—¡Claro que no! —le interrumpió Jensen vivamente—. Era de esperar que no. Sólo pretendía asegurarme de si era usted la persona adecuada para la misión. Estoy seguro de que lo es. Lo estaba ya antes de sacarle de Creta. Pero lo que no entiendo es de dónde sacó la idea del permiso. La cordura del S. O. E. se ha puesto en tela de juicio con frecuencia, pero ni siquiera a nosotros se nos ocurre enviar un hidro para que un oficial pase un mes de diversión en los tugurios de El Cairo —terminó diciendo secamente.
—Aún no sé…
—Paciencia, amigo, paciencia… como acaba de aconsejar nuestro capitán de grupo. El tiempo es infinito. Esperar y seguir esperando… es el ser del Oriente.
—Pero un total de cuatro horas de descanso en tres días no lo es —protestó Mallory con calor—. Y es todo el descanso que he tenido… ¡Ahí llegan!
Obedeciendo al reflejo automático producido por el brutal resplandor de los focos de aterrizaje, ambos hombres levantaron la vista. El sendero de luz se perdía en flecha en la lejana oscuridad. En menos de un minuto el primer bombardero había aterrizado pesada y torpemente, y había rodado hasta detenerse junto a ellos. La pintura gris del fuselaje posterior y de las aletas aparecía acribillada por los balazos y la metralla; un alerón estaba hecho jirones y el motor exterior del lado de babor, averiado, embadurnado de aceite. El cristal de la cabina se veía astillado en una docena de sitios.
Durante largo tiempo, Jensen contempló los orificios y cicatrices del averiado avión. Luego movió la cabeza de un lado a otro repetidas veces, y apartó la vista.
—Cuatro horas de descanso, capitán Mallory —dijo Jensen con suavidad—. Cuatro horas. Empiezo a pensar que puede considerarse afortunado con haber descansado tanto.
El cuarto de interrogatorios, intensamente iluminado por dos potentes luces sin pantalla, era incómodo y carecía de ventilación. El mobiliario consistía en varios mapas y cartas geográficas muy deteriorados, unas veintitantas sillas muy usadas también y una mesa corriente sin barnizar. El capitán de grupo, flanqueado por Jensen y Mallory, se hallaba sentado ante ella cuando la puerta se abrió y entró la primera tripulación, pestañeando ante la inusitada potencia de la luz. Les conducía un piloto fuerte, de cabellos oscuros, con casco y traje de vuelo en la mano izquierda. Llevaba embutido en la nuca un gorro típico de los bosques antípodas, y la palabra «Australia» destacaba en esmalte blanco sobre las hombreras caqui. Con el ceño fruncido, sin pronunciar palabra ni pedir permiso alguno, se sentó ante ellos, sacó una cajetilla y rascó una cerilla en la superficie de la mesa. Mallory miró furtivamente al capitán de grupo. Éste pareció resignarse. Incluso sonaba a resignado.
—Señores, les presento al jefe de escuadrilla Torrance. —Y añadió sin que fuera necesario—: Es australiano.
Mallory tuvo la impresión de que el capitán de grupo casi esperaba que esto explicara ciertas cosas, incluso la presencia del jefe de escuadrilla Torrance.
—Ha dirigido el ataque de esta noche sobre Navarone. Bill, estos caballeros aquí presentes —el capitán Jensen, de la Real Armada, el capitán Mallory, del grupo de Largo Alcance del Desierto— tienen un interés especial en Navarone. ¿Cómo fueron las cosas esta noche?
¡Navarone! Y Mallory se explicó entonces por qué sé hallaba allí aquella noche. Navarone. Lo conocía ya, o, por decirlo mejor, lo conocía de oídas, lo mismo que todos los que habían servido en el Mediterráneo oriental; una inexpugnable fortaleza de hierro, frente a la costa turca, fuertemente defendida —según se creía— por una guarnición de alemanes e italianos; una de las pocas islas del Egeo en la que los aliados no habían podido establecer una misión, y menos aún volver a capturar, en el transcurso de la guerra…
…
Alistair MacLean. Nacido el 21 de abril de 1922 en Glasgow, Escocia, fue un titán literario cuyo nombre quedó grabado en el firmamento de la narrativa de aventuras y suspense. Hijo de un pastor protestante y criado en la ruralidad escocesa de Daviot, aprendió inglés como segunda lengua tras el gaélico, su idioma materno. Esta dualidad lingüística parece haber impregnado su prosa con una cadencia única, cargada de dramatismo y evocación.
MacLean vivió las experiencias que alimentaron sus historias: se unió a la Royal Navy durante la Segunda Guerra Mundial, sirviendo en los confines helados del Ártico, las aguas turbulentas del Mediterráneo y el vasto océano Pacífico. Estas vivencias, talladas con el hierro de la supervivencia y el estruendo del combate, inspiraron obras maestras como *HMS Ulysses*, su debut literario, donde el mar se erige como un personaje omnipresente. El éxito fue inmediato, y MacLean, un maestro de escuela hasta entonces, se dedicó plenamente a la escritura.
Entre balas, espías y paisajes inhóspitos, MacLean construyó un universo literario que marcó a generaciones. Sus novelas, como Los cañones de Navarone y El desafío de las águilas, elevaron el género bélico y de aventuras a nuevas alturas, cautivando tanto a lectores como a cineastas. Hollywood, fascinado por su capacidad para conjurar intriga y acción, adaptó varias de sus obras, inmortalizando sus tramas en la pantalla grande. Pero Alistair no se dejó encasillar. En un experimento literario, publicó dos novelas bajo el seudónimo Ian Stuart, un gesto que demostró que su ingenio, y no solo su nombre, era el imán de sus lectores.
El estilo de MacLean es tan inconfundible como su legado. Prescindió del romance y el sexo, convencido de que distraían de la acción. En su lugar, ofreció héroes cínicos, profundamente humanos, comprometidos hasta los huesos con su misión. Su prosa capturó la ferocidad de la naturaleza, el frío implacable del Ártico y la vastedad insondable del océano, transformando cada entorno en un personaje más de sus historias.
La vida personal de MacLean estuvo teñida por claroscuros. Luchó contra el alcoholismo, y sus últimos años fueron marcados por un declive en la recepción de sus obras. Sin embargo, su impacto no menguó: en 1983, recibió un doctorado honorario en literatura por la Universidad de Glasgow, un reconocimiento a su brillante trayectoria. Falleció en Múnich en 1987, dejando tras de sí un legado literario que resuena aún con fuerza.
MacLean no solo escribió historias; construyó epopeyas que trascendieron las páginas, invitando al lector a navegar mares embravecidos, escalar montañas imposibles y adentrarse en la complejidad del alma humana. Su nombre sigue siendo un faro que guía a quienes buscan el suspense más puro y las aventuras más memorables.