Resumen del libro:
Virginia Woolf, una de las figuras más destacadas de la literatura del siglo XX, es ampliamente reconocida por su prolífica producción de artículos, reseñas, semblanzas biográficas y ensayos. Su obra, caracterizada por una profunda vocación feminista, refleja una incansable búsqueda de identidad y espacio en un ámbito dominado por hombres. A través de miles de páginas reunidas en varios volúmenes, Woolf trazó un mapa personal e íntimo que revelaba no solo su talento literario, sino también su aguda visión crítica y su compromiso intelectual con los problemas de su tiempo.
En “Los artistas y la política”, Woolf nos ofrece catorce ensayos memorables que, como un caleidoscopio, muestran diferentes facetas de su pensamiento político y social. Estos escritos pueden leerse como un recorrido panorámico por el costado más agudo de esta autora emblemática. Woolf aborda grandes temas de la literatura con su mirada única, situándose en los intersticios y márgenes, observando con precisión y estableciendo asociaciones inesperadas.
Uno de los ejes centrales de estos ensayos es la relación entre los escritores y la contingencia política y social de su época. Woolf explora cómo los eventos históricos y las circunstancias personales influyen en la creación literaria. También destaca la exclusión de la figura femenina en los ámbitos laboral e intelectual, subrayando la precarización de los medios culturales y la falta de oportunidades para las mujeres escritoras. Estas reflexiones no solo aportan una crítica aguda a la sociedad de su tiempo, sino que también resuenan con las luchas contemporáneas por la igualdad de género.
Además, Woolf dedica espacio a reflexionar sobre el arte de la biografía y el oficio de las palabras. Sus ensayos invitan a considerar la biografía no solo como una narración de hechos, sino como un arte que captura la esencia de una persona. A través de sus observaciones, Woolf nos recuerda la importancia de la palabra escrita y su poder para influir en el pensamiento y la percepción.
“Los artistas y la política” confirma la ineludible vigencia de la escritura de Virginia Woolf. Su capacidad para entrelazar lo personal con lo político, lo íntimo con lo universal, convierte a estos ensayos en una lectura esencial para comprender no solo su obra, sino también la evolución del pensamiento crítico en el siglo XX. Este libro es un testimonio de su brillantez como escritora y de su compromiso inquebrantable con la búsqueda de justicia y equidad en la sociedad.
Los artistas y la política
[Conferencia realizada en la Asociación Internacional de Artistas en diciembre de 1936. Apareció publicada en The Daily Worker, bajo el título «Why Art Today Follows Politics»].
ME HAN PEDIDO EXPLICAR, tan brevemente como me sea posible, por qué el artista actualmente está interesado, activa y genuinamente, en política. Parece que hay algunas personas para las que este interés es sospechoso.
Que el escritor está interesado en política no es necesario decirlo. Los catálogos de todas las editoriales, prácticamente todos los libros que se publican ahora, son pruebas de este hecho. El historiador hoy no está escribiendo acerca de Grecia y Roma en el pasado, sino acerca de Alemania y España en el presente; el biógrafo actual escribe sobre las vidas de Hitler y Mussolini, no acerca de Enrique VIII y Charles Lamb; el poeta inserta comunismo y fascismo en sus versos; el novelista se aparta de las vidas privadas de sus personajes en favor de su entorno social y sus opiniones políticas. Obviamente, el autor está en un contacto tan directo con la vida humana que cualquier agitación en su tema debe cambiar su punto de vista. O enfoca su mirada en el problema inmediato o lleva su tema a relacionarse con el presente. En algunos casos, se ve tan paralizado por el caos del momento que se mantiene en silencio.
Podríamos preguntarnos: ¿por qué debería esta agitación afectar al pintor y al escultor? Ellos no se preocupan por los sentimientos de sus modelos, sino por su forma. La rosa y la manzana no tienen opiniones políticas. ¿Por qué no deberían pasarse su tiempo contemplándolos, como siempre han hecho, bajo la fría luz norteña que se cuela a través de la ventana de su estudio?
Responder brevemente a esta pregunta no es fácil, ya que para entender por qué el artista —el artista plástico— se ve afectado por el estado de la sociedad, debemos tratar de definir las relaciones entre el artista y la comunidad, y esto es difícil, en parte, porque nunca se ha hecho una definición así. Pero la mayoría de las personas estaría de acuerdo en que hay una especie de entendimiento entre ellos, y en tiempos de paz se podría decir que corren de la mano. El artista, por su parte, sostenía que ya que el valor de su trabajo dependía de la libertad de pensamiento, seguridad personal e inmunidad para los asuntos prácticos —mezclarse en política, sostenía, era adulterarlo—, se encontraba absuelto de deberes políticos, sacrificando varios de los privilegios de los que gozaban los ciudadanos activos. A cambio, crearía lo que se llama una obra de arte. La sociedad, por otro lado, se dedicaba a manejar el Estado de tal manera que se pagase al artista un sueldo digno, no le pedía ayuda activa y se consideraba a sí misma pagada mediante las obras de arte que siempre han sido una de sus principales reivindicaciones de distinción. Con muchos errores y faltas por ambas partes, el contrato siempre se ha mantenido: la sociedad ha aceptado el trabajo del artista en lugar de otros servicios, y el artista, viviendo en general de manera precaria o a duras penas, ha escrito o pintado sin preocuparse por las agitaciones políticas del momento. Así sería imposible, cuando leemos a Keats, o miramos las pinturas de Tiziano y Velázquez, o escuchamos la música de Mozart o Bach, decir cuál era la condición política de la época o del país en que estas obras fueron creadas. Si fuera de otra manera, si la «Oda a un ruiseñor» estuviera inspirada en el odio a Alemania; si Baco y Ariadna simbolizara la conquista de Abisinia; si Fígaro expusiera las doctrinas de Hitler, nos sentiríamos engañados, como si nos impusieran algo, como si, en lugar de pan hecho con harina, nos dieran pan hecho con yeso.
Pero si fuera verdad que un contrato así existe entre el artista y la sociedad en tiempos de paz, no es necesariamente verdad que el artista sea independiente de la sociedad. Materialmente, por supuesto, depende de ella para comer el pan de cada día. El arte es el primer lujo que se descarta en tiempos de crisis; el artista es el primero de los trabajadores en sufrir. Pero intelectualmente también depende de la sociedad. La sociedad no es solo la encargada de su paga, sino también su mecenas. Si el mecenas se encuentra demasiado ocupado o distraído para ejercer esta facultad esencial, el artista trabajará en un vacío y su arte sufrirá y tal vez perecerá por falta de entendimiento. De nuevo, si el mecenas no es ni pobre ni indiferente, sino dictatorial, si solo comprará las imágenes que halaguen su vanidad o apoyen su visión política, entonces el artista se verá nuevamente impedido y su trabajo perderá su valor. E incluso si hay algunos artistas que puedan permitirse ignorar a sus mecenas, ya sea porque tienen los medios para sostenerse o han aprendido a lo largo del tiempo a formar su propio estilo y a depender de la tradición, estos suelen ser los artistas más viejos, cuya obra ya fue realizada. Incluso ellos, sin embargo, no son inmunes de ninguna manera. Porque, aunque sería fácil destacar el punto absurdamente, todavía es un hecho que la práctica del arte, lejos de provocar que el artista se aparte de sus iguales, hace crecer su sensibilidad. Esto genera en él una atracción por las pasiones y necesidades de la humanidad para las que un ciudadano, cuyo deber es trabajar para un país específico o para un partido político en particular, no tiene tiempo ni, tal vez, necesidad de cultivar. Así, incluso si es ineficiente, el artista no es apático de ninguna manera. Tal vez sí sufre más que el ciudadano promedio porque no tiene un deber obvio que realizar.
Por estas razones, entonces, es claro que el artista es afectado tan poderosamente como otros ciudadanos cuando la sociedad está en caos, aunque la perturbación lo afecta de manera diferente. Su estudio ahora está lejos de ser un claustro donde puede contemplar en paz su modelo o su manzana. Está siendo asediado por voces, todas perturbadoras, algunas por una razón y otras por otra. Primero está la voz que grita: «No puedo protegerte, no puedo pagarte, estoy tan torturado y distraído que ya no puedo disfrutar de tus obras de arte». También está la voz que pide ayuda: «Bajá de tu torre de marfil, dejá tu estudio —reclamá— y usá tus dones como doctor, como profesor, no como artista». Está la voz que le advierte al artista que si no puede probar de buena manera por qué el arte beneficia al Estado, se le hará ayudarlo activamente, haciendo aviones o disparando armas. Y finalmente está la voz que muchos artistas en otros países ya han escuchado y se han visto obligados a obedecer, la voz que proclama que el artista es el sirviente del político: «Solo podrás practicar tu arte —dice— bajo nuestras órdenes. Píntanos cuadros, escálpenos estatuas que glorifiquen nuestros evangelios. Celebra el fascismo, celebra el comunismo. Predica lo que te ordenamos predicar. No podrás existir en otros términos».
Con todas estas voces gritando en sus oídos, ¿cómo puede el artista seguir en paz en su estudio, contemplando su modelo o su manzana en la fría luz que atraviesa la ventana? Se ve obligado a participar en política, debe incorporarse en sociedades como la Asociación Internacional de Artistas. Dos causas de suprema importancia para él están en juego: la primera es su propia supervivencia; la otra es la supervivencia de su arte.
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