Resumen del libro:
Japón, mediados del siglo XIX, el país vive las vertiginosas reformas modernizadoras y aperturistas de la era Meiji. Pero éstas no terminan de calar en la sociedad donde perduran las viejas tradiciones feudales, sobre todo las que afectan a las mujeres. Tomo está casada con un alto funcionario municipal, Yukitomo Shirakawa. Fue educada para cumplir el tradicional rol de mujer en el seno de un clan samurái: preservar la unidad familiar, garantizar la seguridad de los hijos, y obedecer y satisfacer al marido, incluso a costa de su propio sacrificio.
Capítulo I
Las primeras flores
Era una tarde de comienzos del verano.
En la vivienda de la familia Kusumi, junto al río Sumida, en Hanakawado, distrito tokyota de Asakusa, la madre, Kin, depositó unas clemátides blancas del jardín en el lugar de honor de una de las dos habitaciones contiguas del piso superior que había estado limpiando con ahínco desde primeras horas de la mañana y, dándose unas palmaditas en la cadera, gesto de alivio con el que daba por terminada su tarea, bajó la oscura escalera de madera.
Toshi, su hija, estaba sentada en la pequeña habitación de tres tatamis al lado del recibidor, bajo la ventana con barrotes de madera, enhebrando la aguja, el ojo alzado para esquivar la brillante luz que reflejaban las aguas del río. Cuando entró su madre, sujetando el grueso papel con una ligera capa de laca, especialmente preparado para envolver flores, Toshi se dirigió a ella.
—El reloj de los vecinos acaba de dar las tres. Se están retrasando, ¿no es cierto, madre?
—Vaya, ¿ya es tan tarde? Claro que vienen desde Utsunomiya en jinrikisha, y, aunque dijeron que llegarían a primera hora de la tarde, supongo que más bien será al atardecer.
Kin se sentó junto al brasero rectangular y prendió el tabaco en la minúscula cazoleta de la kiseru, la pipa con una larga boquilla de bambú.
—Te has estado deslomando desde la mañana, madre, debes de estar cansada —le dijo Toshi con una afable sonrisa.
En las pausas de la costura, clavaba la aguja en su peinado en forma de hoja de gingko, que empezaba a deshacerse un poco, y finalmente la fijó en el acerico rojo del costurero. Entonces tomó de su regazo la tela que estaba cosiendo, que parecía recio crepé de seda, la colocó cuidadosamente sobre una hoja de papel de envolver kimonos y se acercó a su madre, renqueando. También ella pensaba que se merecía un descanso.
—No entiendo por qué hay tanto polvo cuando limpio esa habitación a diario —comentó Kin, mientras se alisaba las mangas del kimono, que se había atado para hacer las tareas domésticas, y se sacudía minuciosamente el cuello de satén negro.
Aunque no se lo dijo a su hija, en su fuero interno se sentía orgullosa por haber eliminado hasta la última mota de polvo de la habitación, incluso de haber subido un par de escalones para quitar los últimos restos de polvo del panel calado encima del dintel entre las habitaciones y de la ranura sobre el mismo dintel.
—Me intriga saber qué viene a hacer en Tokyo la señora Shirakawa —dijo Toshi, que al parecer se interesaba menos que su madre por la limpieza y, con las yemas de los dedos, se estaba masajeando los ojos fatigados tras el largo rato dedicado a la costura.
Kin miró con suspicacia a su hija, el ceño fruncido.
—Por favor, chiquilla…
El aspecto de la madre era todavía juvenil, y la hija, aquejada de una enfermedad, no había podido casarse hasta que ya fue demasiado tarde, por lo que ahora estaban habituadas a hablar entre ellas más como hermanas que como una madre y su hija. Incluso había veces en las que Toshi, a juzgar por sus ideas, parecía mayor que su madre.
—Lo decía en su carta, ¿no es cierto?, decía que venía a Tokyo en visita turística.
—Pues eso me extraña, ¿sabes? —Toshi ladeó la cabeza con una expresión dubitativa—. Me extraña que una señora casada como ella disponga de tiempo libre para venir a Tokyo tan sólo a hacer turismo. El señor Shirakawa tiene un cargo importante en la administración de la prefectura, ¿no es cierto?, secretario jefe o algo por el estilo. Sólo está por debajo del mismo gobernador.
—Es verdad, dicen que es un hombre muy influyente —replicó Kin, mientras daba unos golpecitos a la cazoleta de la pipa contra el borde del brasero—. Sí, no hay duda de que se ha abierto camino. Cuando trabajaba en el Ayuntamiento de Tokyo y vivían en la casa de al lado, jamás se me ocurrió pensar que las cosas le irían tan bien, a pesar de que ya entonces era un hombre muy espabilado.
—Precisamente a eso me refiero, madre —dijo Toshi, sus palabras incitantes, como persuasivos golpecitos en la espalda—. No tiene mucho sentido que deje a un marido tan ocupado como el suyo y, acompañada por su hija y una criada, venga aquí a pasar uno o dos meses sin más objetivo que pasearse. Vamos, si aquí tuviera familia sería distinto, pero no es el caso.
—Tienes razón, es de Kumamoto, como el señor Shirakawa. Pero de todos modos… —Kin miró con fijeza a su hija, como si se enfrentara a un problema que escapaba a su capacidad de comprensión—. No estarán pensando en divorciarse, ¿verdad? En la carta de la señora Shirakawa no había la menor indicación de que pudiera tratarse de eso.
—No, por supuesto que no —dijo Toshi.
La hija apoyó un codo en la placa que cubría un extremo del brasero y la barbilla en la mano, la expresión de sus ojos soñadora, como si estuviera adivinando el futuro. Había ocasiones en que, por más que Toshi fuese su hija, a Kin le turbaba la peculiar manera en que los presentimientos de la joven tullida se hacían realidad. Se quedó un rato mirando la cara de Toshi, como quien espera las palabras de una médium, pero poco después Toshi retiró el codo del brasero.
—Vete a saber —concluyó, sacudiendo la cabeza.
…